¿Crees en brujas, Garay?
No señor, porque es pecado.
Pero que las hay… las hay.
(Anónimo español)
La cantidad no se transforma automáticamente en calidad. Requiere de algo que la induzca dar el salto cualitativo. Necesidad, como bien sabemos, no supone obligatoriedad. Esto nos lleva a analizar e intentar identificar las condiciones en los que los obstáculos no cristalicen en forma definitiva la perpetuación de sociedades desiguales.
Una ola fantasmal de odio recorre Occidente, sembrando insidia y miedo como forma de administración social. En el siglo de mayor productividad de la historia humana, los mecanismos de dominación se sofistican de un modo tan eficaz como efímero, necesitados de mejora técnica continua. Esto sucede porque las herramientas utilizadas para modelar la opinión masiva padecen irremediablemente de desgaste prematuro: en general se basan en el engaño, y los acontecimientos suelen dejarlo al descubierto.
Como se sabe, el poder no es inmutable. Requiere siempre de acciones que aseguren su reproducción. De allí viene ese viejo aserto de que se puede engañar a muchos durante un tiempo pero no puede hacerse de una vez para siempre, con la aclaración de que pocos pueden permanecer atados a convicciones (ciertas o no), muy firmemente durante toda su vida.
Es la propia dinámica social (y los estudios que investigadores serios realicen, más otros aportes sutiles como los provenientes del arte) la que va poniendo las cosas a la luz.
Esta característica de necesaria renovación de los procedimientos con que se logra imponer interpretaciones dominantes en un momento histórico determinado, bien mirada, permite albergar la esperanza de que podamos construir una sociedad más solidaria mediante acciones políticas que expresen de un modo claro, y sobre todo unificado, las demandas esenciales. En un marco de abundancia como el que caracteriza al mundo contemporáneo, esas demandas ven sin embargo retaceadas y sin concreción cuestiones cualitativas de la vida humana que deberían estar floreciendo en todo el mundo.
Los dueños del poder, que pujan entre sí pero saben cuándo acordar o cuando derramar sangre (o hacer ambas cosas a la vez), no ven en estas condiciones y circunstancias peligro alguno. Al contrario, asumen esa labor subterránea y fantasmal que garantiza discordia como una oportunidad, cuando no es ya una labor en pleno despliegue que la cuenta como herramienta privilegiada.
Los fantasmas no existen, pero bien pueden inventarse y dárseles una tarea eficiente en la necesidad de controlar sociedades cada vez más frustradas y por lo tanto más demandantes e inestables en sus relaciones internas o externas.
Valga como ejemplo que los sapiens hemos aprendido hace ya lustros a producir alimentos a gran escala, pero no logramos dar de comer aceptablemente al conjunto de la especie ni ello es hoy todavía una prioridad ética mundialmente asumida e irrevocable. Esto supondría que la igualdad básica entre el conjunto de seres humanos ha sido finalmente establecida a nivel general y que preservarla es una tarea ineludible de la que son responsables directos las dirigencias mundiales, y no sólo las políticas.
La cantidad, en consecuencia, no se transforma automáticamente en calidad. Requiere de algo que la induzca dar el salto cualitativo. Necesidad, como bien sabemos, no supone obligatoriedad. Esto nos lleva a analizar e intentar identificar las condiciones en los que los obstáculos no cristalicen en forma definitiva la perpetuación de sociedades desiguales condenadas a quedar total o parcialmente al margen del progreso general.
Ese “algo” transformador no es otra cosa que la labor humana consciente de que la perpetuación de las desigualdades no sólo es injusta en la escala de valores que la civilización ha consagrado como universales. También es una rémora hacia un progreso real del conjunto del género humano.
Sin embargo, éste no es el punto de vista dominante hoy en las élites de las grandes potencias, con poder de vida o muerte sobre sus semejantes, que ven en los negocios los resultados anuales, con balances despejados en todo lo posible de “efectos” (daños) colaterales. Privatizar las ganancias al mismo tiempo que se “socializan” los impactos ambientales es un modelo de negocios que requiere revisión, y de hecho está sucediendo ya en alguna medida en los países con legislaciones democráticas más avanzadas.
Un progreso verdadero del conjunto no sólo exigiría acuerdos mundiales muy sólidos sino fuertísimas acciones de cooperación para el desarrollo de los pueblos. Sin cambios en la élite todo parece mucho más difícil de lograr, pero no es imposible.
Estamos, desde este último punto de vista, aún muy lejos de que esos nobles objetivos entren en la agenda de análisis y decisión de los mayores poderes mundiales.
Por lo pronto, es frecuente que esas dirigencias identifiquen las administraciones estatales nacionales como obstruccionistas cada vez que plantean condiciones y requisitos que preserven avances sociales ya logrados o planteen exigencias que mejoren la calidad de vida de las poblaciones directamente concernidas.
Cierto paternalismo omnipotente es todavía un prejuicio largamente compartido entre no pocos funcionarios de las burocracias internacionales. De un modo parecido, se replica en las representaciones locales (country manager) de las corporaciones trasnacionales. Allí hay toda una pedagogía por diseñar y aplicar.
Educar a los poderosos es una tarea que excede las necesarias voces y reclamos de personalidades y/o de equipos de predicadores, aunque sean necesarios. Los grupos o núcleos de poder ya tienen su arco de creencias consolidado y sólo admiten “actualizaciones” que amplíen su visión y ambiciones actuales, con las excepciones del caso, por supuesto.
En consecuencia, son las propias sociedades postergadas las que tienen que sobreponerse a su actual condición, donde al tiempo que gozan de avances técnicos que ensanchan los mercados padecen las nuevas cadenas que la relación de fuerzas va imponiendo en general con sutileza y no pocas veces con “evidencias” del poder. Cuando se arrasa con acciones militares una población civil, por ejemplo, se está imponiendo –además del agravio físico- una “didáctica”, o sea un modo de preeminencia y de dominio al que deben resignarse las poblaciones “administradas”.
Por abstracto que parezca lo que precede, para bajarlo a tierra basta mirar en estos días la información dominante en los medios y redes (fuese sobre la guerra en Ucrania, la campaña electoral estadounidense o las intervenciones militares en Gaza) para confirmar la abrumadora preeminencia de información falsa o sesgada (cuando se trata de opiniones) presentada en el caso de imágenes y relatos de hechos fácticos de modo fragmentario y aleatorio, siempre de un modo inconexo y vertiginoso, configurando un discurso caótico que impide al destinatario tener una visión coherente y ordenada del conjunto.
Del antiestatismo a la antipolítica
El Estado moderno es una construcción sociocultural compleja realizada colectiva y empíricamente, que ofrece una enorme diversidad de casos con el dato en común de que se trata de herramientas institucionales para la administración de las diversas sociedades nacionales.
Muy rara vez esa diversidad es teorizada simultáneamente con los hechos fácticos y ofrecida al público como opciones de interpretación de la información dura. Usualmente se exponen con argumentos presuntamente válidos que son presentados como inapelables en su justificación, aunque tengan vigencia sólo por algunas horas o días. Diríase que se trata de improvisación tan fugaz como creativa.
Las muy diferentes formas estatales que existen, respondiendo siempre a una misma necesidad, son resultado de los procesos que se registraron en cada país y sus propias dinámicas socio-histórica.
No viene a cuento reseñar aquí esos procesos, que en su mayor parte son archiconocidos. Señalemos sólo que la complejidad que alcanza la organización social a partir del siglo XIX, en interacción con el despegue y mundialización del capitalismo industrial, confiere al Estado funciones crecientes de ordenamiento y administración.
No es un proceso exento de contradicciones y de avance lineal positivo y ascendente y permanente. Está plagado de excesos y de luchas para corregirlos, pero no por ello deja de ser un fenómeno general que se ha impuesto en todo el mundo.
No hay registro de sociedades que evolucionaran hacia la desaparición del Estado, y sobran los ejemplos donde la lucha por su control desencadenó guerras y conflictos de toda clase que, una vez resueltos, alumbraron nuevas y no pocas veces mejores formas de administración estatal.
A medida que el Estado se volvió más complejo, e incubó vicios, aparecieron también, junto al discurso “reformador”, propuestas destinadas a acotar las funciones estatales a las consideradas “clásicas”, que en modo alguno lo eran.
Por caso, en cierta vulgata liberal –bien diferente del extremismo (verbal) del anarcoliberismo que proclama la destrucción y desaparición del estado– las “funciones” que se reservan al estado son, variando en orden según el sesgo ideológico desde donde se formulen: la educación, la salud, y la defensa y seguridad (externas e internas).
Verdad es que aún dentro de las mejores formas que alcanzó la administración a lo largo del tiempo se han desenvuelto segmentos parasitarios y desproporcionados que mortifican a los usuarios, es decir a los ciudadanos a los que ese estado representa y debiera servir en todas las instancias.
Cierto es que cuanto más complejas y numerosas se vuelven las comunidades humanas más exigidas están las herramientas estatales que deben brindarles servicios útiles para su desarrollo. De allí que el concepto de “mejora continua” deba aplicarse también a las estructuras públicas.
Por añadidura, las burocracias por su parte tienen su propia dinámica de ampliación y consolidación como estructuras autojustificadas.
Dejemos para otra ocasión más propicia hilar más fino sobre la distribución territorial y la incidencia sectorial del estado y apuntemos, no sin intención polémica, que la expresión puede convertirse en un nombre propio, y por lo tanto escribirse con mayúscula: Estado, al que sólo se lo redimiría de su mero rol administrador, o su deformación como opresor, con el agregado de Nacional, entendiendo que con ello expresa a una comunidad completa que lo precede en el proceso histórico.
En los países subdesarrollados como el nuestro, esa calificación de “nacional” es estratégica, puesto que lleva consigo una función principalísima que no aparece con la misma importancia en los debates de las democracias avanzadas. Esa función es, nada más ni nada menos que la promoción planificada del desarrollo, que de otro modo no se producirá espontáneamente.
Por último, en este recorrido de las cuestiones concernidas al mito y la realidad del Estado, señalemos que la sociedad administrada por ese factor institucional clave también influye sobre ella (apelando a neologismo de “formatear”) lo cual nos lleva a la cuestión de la representatividad, asunto clave en la inocultable tensión que existe –más soterrada o al descubierto según el momento– entre la ampliación de la democracia y la acumulación capitalista en el mundo que nos toca vivir.
Allí, la indispensable neutralidad del estado se vuelve problemática y –dada su tendencia al gigantismo– lo convierten en un campo de batalla político. Batalla que no por ser poco evocada, es menos real y peligrosa.