El Presidente viajó a Silicon Valley con el alegado objetivo de atraer inversiones. ¿Cómo operan los grandes conglomerados que visitó? Lo explica en esta entrevista el investigador Martín Becerra, director del Centro de investigación Icep, de la Universidad Nacional de Quilmes.
El debate de la Ley Bases en el Senado se encuentra trabada, entre sus principales motivos, por la preocupación que generan las asimetrías inherentes al Régimen de Incentivo a Grandes Inversiones (RIGI). Estos beneficios impositivos que favorecen a grandes capitales merecen una reflexión aparte en el actual escenario comunicacional, advierte Martín Becerra, director del Centro de investigación Icep, de la Universidad Nacional de Quilmes. Becerra pone el foco en las inequidades existentes en la contribución tributaria entre actores locales y conglomerados globales. Concretamente, las big tech “socializan riesgos”, eluden compromisos impositivos y tienen vía libre para operar comercialmente. Pero el poder de las plataformas no solo se observa en el terreno económico, sino además en su afectación al derecho a la libertad de expresión de quien opina como de quien accede a información. Su función editorial es analizada con preocupación por Becerra, quien observa problemas en el ejercicio de ese derecho, en vistas de la discrecionalidad y asimetría con la que las plataformas digitales distribuyen la palabra desde sus criterios algorítmicos, al priorizar y dar visibilidad a algunos contenidos y reducir el alcance de otros.
–¿Qué tipo de asimetrías genera el Régimen de Incentivos a Grandes Inversiones (RIGI), incluido en el proyecto de Ley Bases, en el sector de las comunicaciones?
–Hablamos de régimen para la atracción de grandes inversiones que crea facilidades para grandes capitales -tasa acotada de impuesto a las ganancias, remisión de utilidades al exterior, y la garantía de que este régimen no va a ser modificado durante 30 años- de los que no gozan las pequeñas y medianas empresas, ni las cooperativas, ni los capitales productivos que funcionan en la Argentina. Un régimen de aliento a la competitividad o radicación de empresas otorga beneficios bajo el supuesto de que habrá una externalidad positiva, es decir un bien público perceptible y medible, que justifique esa excepcionalidad. El RIGI no solamente no genera beneficios para el interés público, sino que rompe la cadena productiva local, ya que permite importar todos los eslabones de la cadena productiva del sector que se trate, eludiendo el “compre nacional”. En definitiva, se trata de un tipo de desarrollo estilo enclave, ajeno a la dinámica social y productiva alrededor de la cual se organiza la actividad económica.
–¿Cuáles son puntualmente las asimetrías que se abren entre los medios audiovisuales locales y los operadores de telecomunicaciones, por un lado, y las plataformas digitales operadas por conglomerados globales, por el otro?
–Las empresas de medios audiovisuales que tienen una licencia pagan gravámenes acordes a la escala de esas licencias. El fundamento de ese gravamen es que por usar un recurso universal como el espectro radioeléctrico administrado por el Estado, aportan ese gravamen en pos de un criterio de distribución que tendería a mejorar la cobertura del servicio y a compensar las asimetrías del mercado. Parte de ese gravamen era asignado al Fondo de mejoramiento de medios audiovisuales de carácter comunitario (Fomeca), y parte iba al Instituto de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA).
–¿Cuál es el aporte tributario de las telecomunicaciones?
–Además de impuestos generales y tasas específicas, tienen la obligación de tributar el 1% de su recaudación, dirigido al Fondo de Servicio Universal. El objetivo de esta recaudación es invertir en la construcción de infraestructura de conectividad en zonas alejadas de los grandes centros urbanos, donde el mercado no construye infraestructura porque no es rentable. Al menos hasta que asumió este gobierno, el Estado tenía la obligación de reinvertir esa recaudación para disminuir la brecha digital, crear empleo y contenidos locales. Es decir que, tanto en el campo audiovisual como en el de las telecomunicaciones, hay compañías muy poderosas o medianas que realizan sus aportes tributarios, a diferencia de Netflix, Google, Meta, TikTok o Spotify. Estas grandes plataformas digitales de contenido audiovisual, contenido de entretenimiento y contenido periodístico, no participan de la contribución al ecosistema de contenidos locales.
–Usted menciona que estas plataformas globales no hacen una contribución tributaria. ¿Qué observa respecto de las externalidades positivas?
–Las big tech socializan riesgos, gambetean la tributación que compromete a otros participantes del ecosistema de comunicaciones a nivel interno y capturan beneficios. Esa ecuación es injusta y debe llamar la atención de legisladores y funcionarios. Hay que repensar la contribución tributaria de las big tech en relación a las obligaciones que tienen los actores locales en el marco de una política impositiva integral para las comunicaciones, pero también estímulos para la reinversión de sus utilidades en beneficio de la comunidad, especialmente de los sectores más vulnerables, y para orientar créditos productivos. Estas plataformas operan comercialmente, son bolseros publicitarios, realizan lobby político, editan contenidos, intervienen en los criterios de relevancia con los que la ciudadanía accede a noticias y en los encuadres con los que califica a sus líderes políticos. No olvidemos cuando la entonces vicepresidenta Cristina Fernández fue calificada de “ladrona”, a partir de una edición que Google hizo de su motor de búsqueda. Además de esta evidente actividad en el plano comunicacional, cuentan con un diseño de la arquitectura tributaria para eludir impuestos en aquellos países donde venden sus servicios y operan comercialmente.
–Las big tech suelen no tener sus oficinas en muchos de los países en los que operan. ¿Qué implicancias ha traído este comportamiento?
–Esta elusión impositiva ha conducido a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) a discusiones que involucran a más de 130 países, en los últimos dos años, para establecer una plataforma tributaria obligatoria para las big tech en todos los países. La Argentina participaba de esas discusiones, no sé qué hará el gobierno de Milei al respecto. Esta arquitectura tributaria perjudica la recaudación de los países y la capacidad de generar políticas públicas con un dinero que no se recauda. En muchos casos, las big tech deslocalizan, real o ficticiamente, algunas de sus actividades con las que agregan valor a sus servicios.
–En varias oportunidades se refirió a las plataformas como “gatekeepers del espacio público”, en referencia a la función editorial que desarrollan. ¿Podría desarrollar la noción de “censura”, tanto algorítmica como por moderación de contenidos, a la que aludió en otras oportunidades?
–Hoy, el acceso a noticias y entretenimientos por parte de las y los argentinos está absolutamente intermediado por dispositivos y plataformas digitales, cuyos sistemas operativos y aplicaciones de entretenimiento les pertenecen, además. Históricamente, los análisis más benévolos con el accionar de las plataformas las definían como “intermediarias”. Las plataformas ya no pueden ser denominadas como meramente intermediarias, cumplen una función editorial al priorizar determinados contenidos o cuentas por sobre otros, al elaborar perfiles personalizados de los usuarios a los que les ofrecen un determinado feed de noticias y entretenimientos y, como consecuencia, reducen la visibilidad y exhibición de otros contenidos. Son muy opacas en su procedimiento, además: tienen listas negras y listas blancas, algo reconocido por el propio Mark Zuckerberg, dueño de Meta. Esta función editorial disciplina a los que producen contenido de manera industrial.
–¿Qué forma toma ese disciplinamiento?
–Me refiero a los medios de comunicación y a las organizaciones políticas (no hago una distinción actores políticos y mediáticos en este punto, dado que ambos son actores sociales, usinas industriales de contenidos informativos y de opinión). La programación algorítmica edita, pondera, prioriza algunos contenidos y formatos o reduce el alcance de la exhibición de otros; eso influye en las decisiones editoriales de las organizaciones productoras de contenido que están presentes en las plataformas, porque la única manera de que esas organizaciones encuentren a su público es habitando las plataformas y sometiéndose a sus cambiantes y opacas reglas de juego.
–Además de los criterios algorítmicos de selección y visibilización de contenidos, las plataformas han etiquetado cuentas y contenidos en varias ocasiones sin criterios del todo claros.
–Ese etiquetado se ha prestado a notables abusos, confundiendo a personas con organizaciones mediáticas, censurando a algunos actores y premiando a otros. La historia de los años recientes está repleta de ese tipo de discrecionalidades. Por eso creo que la Ley de Servicios Digitales europea (DSA) es un avance, porque por primera vez se reconoce e institucionaliza el derecho de apelación de los usuarios. Contiene avances tímidos, pero avances al fin en materia de derechos: por ejemplo, impedir que las plataformas realicen perfiles para vender los datos personales de usuarios menores de edad. Tienden a atenuar la discrecionalidad y el poder de las plataformas.
–Hablando de derechos, ¿con qué paradojas se topa el concepto de “libertad de expresión” en un entorno comunicacional tan cambiante como el actual?
–Hay que marcar una diferencia entre libertad de prensa, referida a quienes tienen recursos para opinar, y libertad de expresión. En el actual escenario comunicacional, es muy común escuchar que no es necesario preocuparse por estas cuestiones porque cualquiera puede abrir una cuenta en alguna de las redes sociodigitales y opinar libremente. Pero la regulación y amplificación de esas opiniones depende de actores privados, corporativos. Con la revolución digital, esta situación demanda una reflexión. La función de gatekeepers de las plataformas encuentra ejemplos elocuentes en las rebeliones y protestas ciudadanas que hubo en países latinoamericanos recientemente, como es el caso de Colombia o de Chile, donde los hashtags de quienes protestaban fueron directamente censurados por las plataformas. Eso reduce el acceso a la información de carácter público y en consecuencia lesiona el derecho a la libertad de expresión.
–En varias ocasiones, usted ha planteado la necesidad de no restringir este derecho al rol de quien emite.
–Claro, la libertad de expresión no es solamente el derecho que tiene uno de opinar, sino también el que tiene el resto de la ciudadanía de acceder a información e investigar por todos los medios. Es lo que afirma el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que tiene rango constitucional en la Argentina. Si tomamos esa definición, hay problemas en el ejercicio de ese derecho en las plataformas digitales dada la distribución asimétrica de recursos que las plataformas hacen de facto, para que una publicación alcance a otras personas. Quienes nos dedicamos a estos temas, no podemos hacernos los distraídos respecto de esa intervención a la hora de distribuir la palabra y troquelar la conversación pública.