Un gran merengue en la cabeza

En un reciente discurso el Presidente formuló, al estilo del anarcocapitalista Murray Newton Rothbard, que había destruido la Teoría de la Explotación. La peregrina idea –un disparate contradictorio y confuso, por añadidura– derivó de ver la cosa en función de la dirección del curso del dinero, como antes lo hizo Ian McEwan en La cucaracha, novela corta muy digna de ser leída. O sea que una vez más Milei, aun contando con el favor de  las Fuerzas del Cielo, ni siquiera fue asistido por la originalidad.

En varios de sus recientes ataques de furia sobreactuada fue notable que Milei, si bien ha perfeccionado la gesticulación, no puede prescindir de algunos insultos que le sirven de muletillas: basuras, ratas inmundas, kukas ídem, gastadores seriales, cagadores, empleados públicos, orcos, estatistas, depravados de la igualdad, etcétera. Eso en términos generales. En términos particulares, y así ha de ser seguramente hasta que se voten el 13 de septiembre las legislativas bonaerenses, otro blanco preferido es Axel Kicillof: pelotudo, último zar de la miseria, monarca diminuto, pichón de Stalin, sobresaliente de la categoría de burros pero sin el atributo –así que el gobernador Kicillof, según palabras del Presidente, sería un burro eunuco.

Milei no se cansa de sugerir que a la virtual totalidad de sus opositores no los une un puñado de intereses comunes (entre los cuales se destaca que se vaya de una vez) sino la ignorancia supina. Más aún, según su estrafalaria visión del mundo (Weltanschauung) demostraría semejante ignorancia el simple hecho de que sus opositores no caen rendidos ante el deslumbrante caudal de sus conocimientos –o de sus presuntos aportes teóricos, para numerosos críticos incursos en la fantasía promiscua, cuando no en el plagio.

Hace un par de meses le tocó cerrar la 11° edición del Latam Economic Forum en Buenos Aires. Allí planteó, frente a un auditorio de gente relativamente adinerada, que “lo más importante es entender qué es el dinero”. Luego hizo una recorrida por épocas remotas para referirse al ganado, la sal, el trigo y otros bienes funcionando como tal, pero carentes de la aptitud para ser reserva de valor por degradarse con el uso y el paso del tiempo. Esa circunstancia obligó a la adopción en su reemplazo, dijo, de los metales como el oro y la plata, aptos para ser unidad de cuenta, medio de pago y también reserva de valor.

Prosiguió Milei difundiendo los rudimentos del tema, entusiasmado. Recorrió antecedentes históricos sin omitir siquiera una fábula robinsoneana para ilustrar sus ideas, y también habló del Estado como emisor, como quien “se quedó con la producción de dinero” porque “no admite competencia en el robo” que ello implica. Dijo que “lo que hay que entender es que si el dinero es un bien de intercambio indirecto, quiere decir que ustedes lo demandan porque sirve para comprar otros bienes”. Y ya lanzado, el economista y Presidente de los argentinos agregó: “Por ejemplo, ustedes le venden trabajo a su empleador a cambio de pesos, para –con esos pesos–  comprar otros bienes. Pero lo utilizan… No sé si se acaban de dar cuenta de que acabo de usar un formato a la Rothbard, que acaba de destruir la Teoría de la Explotación: ustedes le compran dinero a su empleador. Se acabó la Teoría de la Explotación. Digo, sólo por plantear la discusión de una manera distinta, hace que se termine con la Teoría de la Explotación, salvo que los trabajadores estén explotando a los empresarios. Porque son los que compran dinero a cambio de trabajo.” Y luego de varios circunloquios por el estilo en los cuales no faltaron descalificaciones a casi todos los economistas desde Keynes hasta la actualidad, Milei llegó a la conclusión de que “el nivel de precios –en el fondo– viene dado por el cociente entre la oferta de dinero y la demanda de dinero…”

La sola mención de “un formato a la Rothbard” remite a una de las mayores fuentes de inspiración de Milei. En efecto, Murray Newton Rothbard, un judío nacido (como Woody Allen una década más tarde) en el Bronx neoyorquino en 1926, y fallecido en 1995 (pero Woody lo sobrevive hasta dos décadas después y sigue tirando), fue economista de la escuela austríaca estadounidense, libertario sobresaliente, entusiasta ultraderechista, fundador y teórico del anarcocapitalismo, contrario a toda forma de igualitarismo social, opositor al movimiento por los derechos civiles, supremacista, antifeminista, medio revisionista respecto del Holocausto y publicista de una ideología obstinadamente lúgubre.

La influencia de Rothbard apareció en todas las intervenciones de Milei, aunque con mayor énfasis al comienzo de la carrera que lo llevaría a ocupar el sillón de Rivadavia. A título de ejemplo, el anarcocapitalista norteamericano proponía jibarizar el Estado hasta su mínima expresión, eliminar el Banco Central, legalizar desde el trabajo infantil hasta el chantaje, liberar a los padres de la obligación de alimentar, vestir y educar a sus hijos (todas exigencias coactivas y agraviantes de los derechos de los padres, derechos que también son una forma de propiedad), y crear una suerte de libre mercado de niños. Si estos pudieran trabajar y ganarse la vida libremente, quedaría eliminado el privilegio de sus competidores adultos, derivado de la prohibición del trabajo infantil. Y algo más: existiendo un mercado libre de niños, los padres que por cualquier  motivo no los quisieran conservar podrían venderlos o transferirlos a quienes sí los desearan consigo.

Una segunda lectura del pasaje seleccionado de la pieza oratoria de Milei, custodio consecuente de los intereses de las grandes concentraciones de capital (de ahí que no vacile y pise las paritarias para ofrendar los ingresos de los trabajadores en el altar de la estabilidad), demuestra que no hay “formato a la Rothbard”, sin embargo, que lo salve de hacerse un gran merengue en la cabeza. Primero dijo que los empleados “le venden trabajo a su empleador a cambio de pesos, para –con esos pesos–  comprar otros bienes”. O sea que pareció más o menos acordar con la descripción de un mercado en el cual los obreros cambian su fuerza de trabajo, su mercancía, por la mercancía del capitalista, la paga o el salario.

Después dedujo (y con eso, que no es otra cosa que “un formato a la Rothbard”, destruiría la Teoría de la Explotación) que los empleados estarían comprando dinero a su empleador. Y para la perplejidad del auditorio agregó que el mero hecho de plantear la discusión “de una manera distinta, hace que se termine con la Teoría de la Explotación, salvo que los trabajadores estén explotando a los empresarios porque son ellos los que compran dinero a cambio de trabajo”. Y en esa subversión gramatical del sentido de la existencia cotidiana en la sociedad capitalista hay algo más, sin embargo, dado que a la rotación de los verbos “comprar” y “vender” también corresponde la intención mileiana de cambiar la dirección del dinero en movimiento. Lo cual entonces remite sin solución de continuidad a la novela corta La cucaracha (The Cockroach, 2019) de Ian McEwan.

Como en La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, donde el personaje Gregorio Samsa despierta convertido en un insecto, en La cucaracha de McEwan el insecto despierta convertido en ser humano. Claro que la cucaracha no se ha convertido en cualquiera sino en Jim Sams, el Primer Ministro del Reino Unido, cuando el país se halla profundamente divido entre quienes apoyan su audaz proyecto reversionista y quienes apoyan al avantismo, igualmente de ultraderecha, aunque ligeramente más conservador.

Sería pecaminoso spoilear  el librito de McEwan, tan interesante como entretenido, pero se pueden transcribir cuidadosamente algunos pasajes para poner de manifiesto, una vez más, la falta de originalidad en el discurso de Milei. Advierte McEwan: “El origen del reversionismo era confuso y tema de continuas polémicas entre quienes se interesaban por él.”  Y agrega, para informar a los lectores y a  modo de descripción de su ideario: “Que  el flujo del dinero se revirtiera y todo el sistema económico, incluso la nación, se purificara, se purgara de absurdos,  despilfarros e injusticias. Que al final de la semana laboral, el empleado pagara a la empresa por todas las horas que había trabajado. Pero que cuando fuese de compras, fuera generosamente compensado con el importe de cada artículo que llevara. La ley le prohibirá acumular dinero. El dinero que depositará en el banco al final de un duro día en el centro comercial creará elevadas tasas de interés negativo. Antes de que sus ahorros desaparezcan será necesario que se prepare para encontrar un empleo más caro. Cuanto mejor y, en consecuencia, más costoso sea el empleo que encuentre, más deberá comprar para compensarlo. La economía se incentivará, habrá trabajadores más cualificados, todo el mundo saldrá ganando. Los propietarios de inmuebles deberán comprar incesantemente productos manufacturados para pagar a sus inquilinos. El gobierno adquirirá plantas nucleares y ampliará su programa espacial para ofrecer regalos fiscales a sus trabajadores. Los hoteles tendrán el mejor champán, las sábanas más suaves, orquídeas exóticas y el mejor trompetista de la mejor orquesta de la ciudad para permitirse el lujo de tener huéspedes. Y al día  siguiente, después de celebrar un magnífico concierto en el salón de baile, el trompetista tendrá que comprar a manos llenas para pagar por su siguiente actuación. El resultado será el pleno empleo.”

El reversionismo, también conocido como “economía de flujo inverso”, no tardó en ser descalificado por la corriente mayoritaria conservadora, y el ex lord canciller George Osborne dijo que era “la idea más insensata del mundo”. Hasta que algún economista o periodista, señala McEwan, acuñó  el término avantista para describir a quienes preferían que el dinero circulase a la antigua y certificada usanza. La comunidad se polarizó, y conforme se acercaba la fecha elegida por el oficialismo para poner en marcha el cambio revolucionario, esto es, el despliegue de una “economía de flujo inverso”, aparecieron las primeras dudas, como la referida al comercio exterior. “Los alemanes se pondrían muy contentos cuando recibieran nuestros productos junto con nuestros generosos pagos –apunta el narrador–. Pero no estaba claro que nos fueran a corresponder enviándonos coches llenos de billetes. Como nuestra balanza comercial sería deficitaria no tardaríamos en estar arruinados. Así pues, ¿cómo podría florecer una economía reversionista en un mundo avantista?” Pero el Primer Ministro, ante la cercanía del día crucial, manifestó ante el Parlamento del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte: “La hora del cobarde pensamiento avantista ha pasado. Que nadie abrigue la menor duda: el flujo de dinero va a cambiar de dirección, y ya era hora. El día uno, el Día-R, se experimentarán los beneficios tanto a nivel microeconómico como macroeconómico. El Día-R, por ejemplo, nuestra policía recién fortalecida podrá parar a un conductor que vaya a velocidad excesiva y arrojarle por la ventanilla dos billetes de cincuenta libras.”

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