El presidente Javier Milei caracterizó al hambre como una externalidad del consumo, algo raro de comprender si no se lo inscribe en el marco del retroceso del Estado. La aridez de la cuestión teórica planteada, sin embargo, habilita un recorrido necesario por Hobbes, Locke y otros pensadores, y depara el hallazgo de algunas referencias que arrojan luz sobre las políticas en curso.
Poco antes había dicho, a la salida del predio de la Rural en Palermo, que “si la gente no llegara a fin de mes se estaría muriendo en la calle y eso es falso”, y volvió sobre el tema durante una de sus conferencias inexplicables en el Instituto Hoover de la Universidad de Stanford (San Francisco, California, Estados Unidos). Según el Presidente argentino Javier Milei, que de él se trata, para que no haya hambre en el país no hace falta intervenir desde el Estado porque la gente no es tan idiota. “¿Ustedes se creen que la gente es tan idiota –argumentó– que no va a poder decidir? Va a llegar un momento donde la gente se va a morir de hambre…” Y después de formular su habitual maraña discursiva en torno a la hipótesis de que la gente de alguna manera va a decidir algo para no morirse, como si fuera tan sencillo hacerlo en el marco del capitalismo altamente concentrado y robustecido, además, por un ajuste salvaje y el caudaloso cuadro recesivo provocados por su gestión presidencial, sentenció: “No necesito que alguien intervenga para resolverme la externalidad del consumo, porque alguien lo va a resolver.”
Son palabras inusitadas en boca de jefes de Estado y fueron reproducidas hasta el cansancio por los medios masivos de comunicación y las redes, pero sin dilucidar algunas sutilezas teóricas que las enlazan con la mera brutalidad. Y sin dilucidar, además, que de un Presidente parece razonable aguardar las palabras de un político, de un sujeto social que despliega (o debería desplegar) determinadas conductas guiadas en lo posible y deseable por el bien común, y no las palabras de un economista à la page. Pero como Milei manifiesta cada vez que puede su olímpico desprecio por la política y su vocación por estudiar la Torá y la teoría económica, amerita realizar un severo esfuerzo hermenéutico para deducir qué supuso que decía cuando refiriéndose al hambre lo planteó como “la externalidad del consumo”; y una vez definida la cuestión, como si fuera el intenso cuento de Raymond Carver titulado De qué hablamos cuando hablamos de amor, invocar el concurso de los especialistas para que se hagan cargo.
Mal que le pese a Milei, obstinado en pararse en su condición de presunto economista extraordinario para desde allí negar a la política, numerosos neoliberales, incluso próximos a su ideología, no sólo se abstuvieron de incurrir en semejante grosería intelectual sino que también avanzaron en la consideración de la política por comprenderla inevitable, y por evaluar que es un campo que posee aptitud para lanzar severas interdicciones sobre el propio. Uno de los tantos ejemplos al respecto viene dado por la corriente denominada “economía política constitucional”, con anclaje en autores fundacionales de la teoría política moderna, como Thomas Hobbes, y que asume como predecesor al economista Johan Gustaf Knut Wicksell, marginalista sueco y fundador de la denominada Escuela Escandinava. Wicksell fue pionero en el análisis de la problemática de la pobreza, aunque sin abrazar las ideas socialistas (en rigor fue malthusiano), y contrariando anticipadamente a las falacias de la teoría del derrame cuando aseguró que la riqueza resultante del crecimiento económico se repartiría entre aquellos que la poseyeran previamente. Fue precursor del análisis del gasto público, intervencionista gubernamental, decidido partidario del bienestar social y de la economía mixta, y ya en las postrimerías del siglo XIX planteó que no era recomendable tratar de cambiar el comportamiento de los actores individualmente sino de modificar las reglas y métodos estatuidos para la toma de decisiones. También sostuvo que las propuestas para reformar las reglas de juego debían contar con “el consentimiento del gobernado”. Su influencia llegó hasta John Maynard Keynes (el enemigo público Nº 2 de Milei, porque el Nº 1 sigue siendo Karl Marx) y los keynesianos, quienes vieron en la obra de Wicksell, entre varias cosas más, la puerta de entrada a la macroeconomía.
El mal Estado
Aquellos economistas que animaron la corriente denominada “teoría política constitucional” procuraron, partiendo de una lectura atenta de los escritos de Wicksell, resignificar el hallazgo de algunos fundamentos del pensamiento político moderno. Dedujeron de Hobbes que para superar el “estado de naturaleza”, la situación sin reglas ni justicia y desbordante de pasiones, conflictos, desconfianza y combate de todos contra todos, de alguna manera y en determinadas circunstancias los miembros del conglomerado social aceptan cierto sacrificio de la libertad individual en pos de algún beneficio colectivo, porque de lo contrario se daría un costo para todos que podría evitarse. Por añadidura, si el sacrificio asume la forma de una regla de juego fija, se trata de una “constitución”, cuya eficacia sólo se consigue cuando se aprueba por unanimidad. Y esto es clave: sin unanimidad en la materia se generan costes externos, o mejor, externalidades que habilitan posibles beneficios a favor de algunos pícaros que actuarían en consecuencia y lograrían –sin asumir su parte de sacrificio– que los costes de su actividad recayeran en terceros.
Ciertamente, la apelación a Hobbes (siglo XVII) a esta altura de la evolución del pensamiento occidental resulta sugestiva. Pero revisando El Leviatán salta a la vista que desde el comienzo, es más, desde el primer párrafo de la Introducción, planteó Hobbes algo que bien podrían recordar quienes eligen embriagarse con el nuevo fetichismo de la robótica y la inteligencia ad hoc: “La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial –escribió Hobbes–. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos, ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero…”
La idea hobbesiana de un poder por delegación que más allá de su origen popular justifica, contrato social mediante, un férreo régimen absolutista, deriva del propio contrato, de quienes lo suscriben renunciando absoluta e incondicionalmente a la libertad individual para entregarla a una persona o grupo constituyentes del Leviatán. Y lo suscriben sin establecer contrapartida alguna porque el Leviatán (según Hobbes, un dios mortal) se convierte en depositario de la libertad del conjunto, pero sin compromisos y por fuera del contrato, como si la comunidad debiera enfrentar un perpetuo momento de excepción. Que por el arte del hombre imitándose a sí mismo, a la obra racional más excelsa de la Naturaleza, naciera el Leviatán (un hombre artificial aunque de mayor estatura y robustez que el natural) fue una hipótesis prontamente puesta en tela de juicio. Y como nada tenían que ver el modelo, su proyección teórica idealizada y la realidad del poder concreto, tampoco fue necesario esperar un par de siglos para que Guillaume Apollinaire, un poeta exquisito, escribiera algo perfectamente extrapolable a esa cuestión: “Cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna”.
Por supuesto que el prestigio intelectual del contrato social hobbesiano, tal como fue planteado conforme Occidente avanzaba con entusiasmo hacia la Modernidad, apenas John Locke lo analizó críticamente a través de la lente de la democracia representativa se manifestó írrito: sólo podrían renunciar por entero a la libertad quienes padecieran un estado de locura por excesivo temor; para Locke, entonces, sería válido un contrato social con suscriptores que partieran inicialmente de una igualdad absoluta y gozando del pleno uso de sus facultades. Además sólo sería objeto de contratación lo cívico, el orden social general, quedando para un momento posterior la instauración de un gobierno que atendiera la acción colectiva, y limitado su despliegue por los derechos naturales. Teniendo en cuenta esas características pesaría sobre la permanencia en los cargos de los representantes otra restricción, la de ocuparlos por periodos definidos.
El razonamiento de Locke sobre la representatividad, si bien no suscitó en los economistas el mismo interés que las tesis de Hobbes, también requería la autolimitación de un derecho. Si en un conglomerado social, especuló, todos ejercieran el derecho a gobernar (derivado de la igualdad inicial para que no sea írrito el contrato social) y todos lo ejercieran a la vez, sería imposible superar la anomia, el estado de naturaleza, careciendo el conjunto de maneras aptas para dirigir la acción colectiva. De ahí que emane un recorte fundacional de la libertad, porque si bien todos pueden elegir y ser elegidos para gobernar, cada vez que los gobernantes sean elegidos y sean representativos, aunque parezca una obviedad los otros serán los gobernados. Además, aunque parezca otra obviedad, Jean-Jacques Rousseau planteó por primera vez que los representantes exceden la delegación porque preservan una especie de derecho a la iniciativa y pueden incumplir el mandato de sus representados, generando una instancia ilegítima, con la voluntad y los intereses de los representados en suspenso. Incluso la resolución de éste y varios problemas por el estilo requeriría la adopción de la democracia directa como sistema de gobierno, algo sin visos de realización pero interesante como perspectiva idealizada.
Igualdad y libertad
También la teoría económica trató en su momento de sistematizar críticamente lo mismo que la teoría política, esto es, la requerida cesión de algunos derechos a fin de acceder a la convivencia en organizaciones sociales cada vez más complejas. El pensador, historiador y político francés Alexis de Tocqueville, por ejemplo, fue motivo de lecturas atentas, sobre todo en lo que hace a la contradicción entre la libertad y la igualdad, para él casi siempre ésta preferible a aquélla, aunque requiera cierta violencia y un poder político que provea mínimos niveles de vida y de seguridad; o en lo que hace al juego democrático entre las mayorías que eventualmente podrían imponer su voluntad a las minorías (con malos modales, hasta de manera tiránica, acentuando el igualitarismo y en detrimento de la libertad), al tiempo que las preferencias de las minorías se inclinarían siempre por la preservación de los más altos niveles posibles de libertad, aun sacrificando la igualdad, qué pena. Esa visión incierta y las tesis de Hobbes fueron algunos de los basamentos del ideario de la escuela económica neoclásica primero, y del neoliberalismo en general y sus variantes inmediatamente después.
Así que no habría vuelta de hoja: la convivencia exige sacrificios, recortes de la libertad individual en función del logro de beneficios colectivos, o en función de no incurrir en determinadas pérdidas colectivas; en ambos casos conllevan los denominados costes de transacción (en su más amplio sentido), que aumentan cuanto mayor es el consenso, alcanzando su máximo cuando se logra la unanimidad, y van en relación inversa a los costes externos o las externalidades (de modo que a mayores costes de transacción debidamente consensuados corresponderán menores externalidades y, a la inversa, a menores costes de transacción corresponderán mayores costes externos o externalidades). Esto quiere decir que si la comunidad asume unánimemente los costes de transacción de determinadas decisiones los internaliza colectivamente, o los banca colectivamente, por decirlo así, eliminándolos como potenciales generadores de externalidades que podrían ser aprovechadas por ciertos individuos en detrimento del conjunto.
En otro orden existen en el mercado los “buscadores de rentas”, quienes tratan que las reglas se formulen o se interpreten a su favor, organizados para el caso como grupos de interés y de presión que actúan sobre las decisiones políticas pertinentes. Y por supuesto que su desempeño se da cuando las decisiones no son unánimes sino mayoritarias, sobresaliendo entonces el papel en las democracias modernas de los políticos profesionales que mediante diversos procedimientos (desde el intercambio de votos hasta la formación de coaliciones) pueden lograr que las decisiones, como señaló Gordon Tullock, beneficien a una parte del conjunto social aunque los costes totales superen a los beneficios totales resultantes. De ser así, quedaría claro que el lobby y la casta consecuente no son invenciones recientes y darían cuenta de por qué Wicksell y sus continuadores analizaron, a la luz de la metodología individual-subjetivista en boga, el comportamiento de los políticos profesionales según algún principio de racionalidad individual, sea la maximización de la utilidad propio de los consumidores o la maximización del beneficio propio de los oferentes. Y en general se llegó a la conclusión de que los políticos profesionales decidían per se en función de maximizar la utilidad, motivo por el cual los modelos elaborados para dar cuenta de su conducta resultaron tan ineficaces como los que aspiraban a describir la realidad económica, por más que se apelara a un sofisticado aparataje matemático. De ahí la importancia de aportes como la “economía política constitucional”, con destacados animadores que vieron lo anterior y decidieron incorporar a sus enunciados cuestiones éticas, por ejemplo, y frente a la concentración que en la realidad desafía con éxito cualquier formulación optimista de equilibrios propusieron, como James Buchanan (premio Nobel de Economía en 1986) o Thomas Piketty, gravar las herencias con altísimos impuestos.
Derecho y hambre
Cuando Milei dijo respecto del hambre que padecen los argentinos más vulnerables que “no necesita que alguien intervenga para resolverme la externalidad del consumo, porque alguien lo va a resolver”, aun abusando de un tecnicismo fue poco claro. El concepto de externalidad, entendida como los efectos de un bien sobre quienes no participaron de la transacción del mismo, es propio del fundador de la escuela neoclásica, Alfred Marshall, y también apareció en la obra de su alumno Arthur Cecil Pigou, antes de volverse casi un lugar común de la teoría económica posterior. El Nobel de Economía en 1970, Paul Samuelson, problematizó el tema planteando que si no intervienen los Estados a veces las externalidades, dados los efectos de la transacción de ciertos bienes cuyo consumo es no excluyente y simultáneamente no rival, no pueden internalizarse, o sea que el consumo de alguien no va en detrimento del consumo de nadie, aunque ambos lo hagan al mismo tiempo; quedaría de tal modo definida la perspectiva económica de los denominados Bienes Públicos puros, pero eso es otra historia.
Es sabido que para Milei los neoclásicos perdieron el rumbo a partir de que decidieron emplear tiempo y energías en teorizar sobre algo que no existe, las denominadas fallas del mercado (y si existen, como los monopolios, están bien). Incluso es sabido que para los neoclásicos ocupan la pole position de esas fallas de mercado las externalidades, motivo por el cual asombran las palabras de Milei reproducidas más arriba. Entonces las fallas del mercado resultarían en principio similares a esas brujas en que nadie cree, pero que las hay las hay.
Centrando la atención en las externalidades por el lado del consumo, también pueden ser positivas o negativas, siendo ejemplo de las primeras las demandas para formar capital humano, o sea, la inversión en educación por parte de los individuos (para corregirla es aconsejable apelar a los subsidios); ejemplifican las externalidades negativas por el lado del consumo, entre otras, el consumo de bebidas alcohólicas que incrementan el riesgo de accidentes por manejar en estado de ebriedad (en esos casos el correctivo vendría dado por los impuestos, de manera que el valor privado se iguale al valor social de las bebidas espirituosas). Pero aun apelando a la mayor buena voluntad se hace cuesta arriba suponer al hambre como externalidad del consumo, o que el hambre de muchos es la externalidad (negativa) de la sobre alimentación de pocos, o que no es la externalidad (negativa) del despliegue de un capitalismo implacable que habrá de “resolverme la externalidad del consumo” dentro de veinte o treinta años. O sea que parece, aunque la realidad clame al cielo por una intervención estatal reparadora, que todos estos razonamientos conducen a través de un mar de contradicciones a un callejón sin salida.
Alberto Benegas Lynch (h), mentor vernáculo preferido de Milei, advierte necesario no confundir la externalidad (positiva o negativa) con un derecho (adquirido o lesionado) según evolucionen los acontecimientos. Y ejemplifica: un agricultor utiliza la protección del viento y la sombra de un bosque de su vecino (externalidad positiva) para realizar cierto cultivo, pero si el vecino tala parte del bosque tendrá lugar una externalidad negativa para él, que aprovechaba la protección y la sombra de la parte talada. Esto podría interpretarse erróneamente como una lesión de un derecho adquirido, plantea Benegas Lynch (h), porque en un primer momento un sujeto (denominado en la jerga de quienes participan de esta línea de pensamiento free-rider, con frecuencia mal traducido como polizón) se beneficiaba por una externalidad, al tiempo que el propietario del bosque, al talarlo total o parcialmente, también se convierte en free-rider, aunque anima el papel generador de la externalidad vuelta negativa.
Pero importa, finalmente, rozar con los dedos del espíritu que la puesta entre paréntesis de los derechos adquiridos sumiría en el desamparo a la comunidad, especialmente a los sectores más vulnerables, frente al despliegue de externalidades positivas o negativas por el lado de la oferta o la demanda en el marco del repliegue del Estado. Y también importa destacar, contrario sensu, que si las externalidades positivas de un Estado de bienestar resultantes de la realización de un abanico de derechos sociales institucionalizados, y en línea con los derechos humanos fundamentales, erradican el hambre en el país, esperar décadas para que la hipotética espontaneidad complete su tarea deviene criminal.
Excelente análisis. Gracias