Milei no huye sólo del Papa, sino de 41 años de democracia

¿A quién y por qué le dicen Colapinto? La respuesta, en esta nota. ¿Por qué el Presidente ordenó a su canciller que no fuera a la celebración de los 40 años del acuerdo firmado ante el Papa por la Argentina y Chile para terminar con el litigio del Beagle? Aquí, algunas pistas. Y también se cuenta en detalle, desde sus entretelones, la estrategia de Alfonsín. Combinó diplomacia de acercamiento a Chile y Brasil y juzgamiento a los militares. La meta era garantizar la estabilidad democrática en el Cono Sur. Un proceso evidentemente ajeno para Javier Milei.

Su Excelencia resolvió desairar al Papa, pero ésa es sólo la primera lectura de un hecho llamativo: el canciller Gerardo Werthein no asistió a la reunión convocada por Francisco en el Vaticano por los 40 años del acuerdo entre la Argentina y Chile. Aquel arreglo de límites contó con la ayuda de Juan Pablo II a través de uno de los diplomáticos más hábiles de la curia romana, Antonio Samoré.

La lectura que conviene hacer, sin embargo, es otra. Con la decisión de no enviar al obediente Werthein de peregrinación a Roma, Su Excelencia avanzó un paso más en la línea RR, revisionismo regresivo. Igual que con los juicios a los represores o con la negación del terrorismo de Estado, incluso hasta llegar a la reivindicación de los criminales, el Presidente dio marcha atrás con una clave importantísima del consenso democrático vigente desde hace 41 años: la diplomacia como herramienta de la desmilitarización. Una meta para la Argentina y para todo el Cono Sur.

El gobierno de Su Excelencia no enarbola el Nunca Más ni siquiera cuando le convendría hacerlo. Por ejemplo, frente a la visita del presidente Emmanuel Macron a la iglesia de la Santa Cruz, de donde fueron secuestradas las monjas francesas y madres de Plaza de Mayo, como parte de doce raptos seguidos de asesinato mediante vuelos de la muerte. Macron fue a esa iglesia de Balvanera el último 18 de noviembre sin que ningún funcionario nacional lo acompañara.

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Abogados e historiadores tienen algo en común: trabajan con líneas de tiempo. Sirven para aclarar las cosas, o al menos para hacerlas más palpables.

Pocos días después de asumir, en diciembre de 1983, el Presidente Raúl Alfonsín emitió un decreto por el que ordenaba el juzgamiento de los que habían violado los derechos humanos en el régimen de terrorismo de Estado que acababa de concluir.

Al mismo tiempo, ordenó a su canciller Dante Caputo que intensificara las negociaciones con Chile. En ese momento todavía gobernaba Augusto Pinochet, pero las instrucciones de Alfonsín fueron terminantes en el sentido de sentarse con quien fuera y terminar con un diferendo que venía de principios del siglo XX.

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Hay que ponerse por un momento en la época y recordar que sólo cinco años antes, en la Navidad de 1978, las dictaduras de ambos costados de la Cordillera estuvieron a punto de desatar una guerra. Hasta hubo maniobras y preparativos. También bravuconadas públicas, criticadas entonces por el inolvidable Ariel Delgado en los informativos de Radio Colonia. Ariel aportaba detalles que casi ningún medio difundía y citaba con su tono arieldelgadezco (no se inventó una descripción distinta, disculpas) una frase del general Luciano Benjamín Menéndez, jefe del Cuerpo II de Ejército con sede en Córdoba: “Me voy a lavar las patas en la Plaza de la Moneda”. Es la plaza de Mayo de Chile, frente al palacio de gobierno. Frenaron la guerra, que al contrario de la de Malvinas nunca fue popular, el presidente norteamericano James Carter y Juan Pablo II. Y ahí comenzaron las negociaciones auspiciadas por un Vaticano insospechado de comunismo ni de simpatía por los movimientos de derechos humanos.

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En las tratativas, Caputo fue ayudado por tres personas. Una, Raúl Alconada Sempé, el subsecretario de Asuntos Latinoamericanos designado por el propio Alfonsín. Otra, Federico Storani, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados. La tercera persona era peronista. Se trataba de José Octavio Bordón, vice de Storani. Bordón estaba en el grupo peronista, entonces minoritario, favorable a un acuerdo con Chile. Luego integraría la renovación junto con Antonio Cafiero, Guido Di Tella, Hernán Patiño Mayer, Julio Bárbaro y Darío Alessandro padre, entre otros militantes del justicialismo.

Antes de fallecer, Caputo le contó a un tal Martín Granovsky quién fue el opositor más encarnizado al juzgamiento de los militares: Felipe González, primer ministro de España desde 1982. “Ustedes son locos y van a cometer un suicidio”, decía el socialista sevillano.

El proceso judicial se trabó en 1984 no por voluntad de Alfonsín sino por las dilaciones de la justicia militar. Había un chiste de época: “La Justicia militar es a la Justicia lo mismo que la música militar a la música”.

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Las negociaciones con el régimen chileno, entre tanto, avanzaban. En Buenos Aires estaban al tanto varios de los exiliados chilenos, instalados aquí desde la vuelta de la democracia.

El razonamiento de Alfonsín, según relataron entonces participantes argentinos de la negociación, era lineal:

*Los militares habían perdido la guerra de Malvinas pero conservaban un enorme poder, todavía como Partido Militar, ni hablar en materia de inteligencia y operaciones psicológicas y relaciones con los grandes empresarios.

*La democracia no podría asentarse sin neutralizarlos.

*No habría neutralización, tampoco, sin bajarles el presupuesto.

*Para quitarles la coartada (la guerra con Chile, la guerra con Brasil, tapaderas de su verdadero objetivo de la guerra interna contra el propio pueblo) había que terminar con Chile y Brasil como hipótesis de conflicto.

*Brasil aún vivía bajo una dictadura. Sería así hasta marzo de 1985.

*En Chile gobernaba Pinochet, que recién dejaría el poder a principios de 1990.

*La desmilitarización y la eliminación de coartadas no sólo sería útil para la Argentina. También lo sería para los demócratas chilenos y brasileños.

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El proceso de esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad avanzó notablemente con la redacción del informe Nunca Más por parte de la Conadep, la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas creada por Alfonsín. El informe de 50 mil carillas fue entregado el 20 de septiembre de 1984.

Ante la resistencia del senador Vicente Leónidas Saadi y el resto de la conducción justicialista ortodoxa al acuerdo con Chile, el Gobierno convocó a una consulta popular. No figuraba entonces en la Constitución, de modo que no sería vinculante. Fue concebida como una forma de presión política sobre los opositores a un arreglo. Se celebró el 25 de noviembre de 1984 (esta semana se cumplieron 40 años), votaron casi 13 millones de personas sobre 18 millones habilitadas y el Sí ganó por escándalo: 82,60 por ciento contra un 17,40 por ciento del No. En el peronismo descolló, por el Sí, un gobernador patilludo. Carlos Menem, de La Rioja, no era un belicista.

El camino estaba allanado.

El segundo escalón para meter más presión sobre el Senado fue la reunión de los cancilleres de la Argentina y Chile con Juan Pablo II. Justo la que se conmemoró esta semana y a la que no asistió Werthein.

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Ambas movidas, el acuerdo en el Vaticano y la consulta popular, sirvieron. El acuerdo fue ratificado por el Senado. Y sólo por un voto de diferencia.

La ratificación se produjo en marzo de 1985.

Ya a principios de ese año Alfonsín había tomado la decisión de impulsar el Juicio a las Juntas en el fuero civil. La Justicia militar se había cansado de cajonear expedientes.

El 22 de abril de 1985 se realizó la primera audiencia en los tribunales de Talcahuano 550. Otra vez, como con Chile, el peronismo renovador se sumó a los radicales y a la mayoría de los organismos de derechos humanos en respaldo del juzgamiento civil de los dictadores.

Brasil llevaba sólo un día de democracia. Muerto antes de asumir el presidente electo, Tancredo Neves, el 21 de abril juró su cargo el vice José Sarney.

La construcción de confianza con Brasil avanzó con velocidad. En noviembre de 1985 Alfonsín y Sarney firmaron el acuerdo de Foz do Iguazú. Prevenía integración económica y productiva y medidas de inspección nuclear mutua. Adiós al fantasma de la carrera por ver quién llegaba primero a fabricar la bomba atómica. Adiós a otra excusa para la militarización y el mantenimiento de presupuestos y aparatos desmesurados.

Diplomacia más acercamiento más desmilitarización: la tarea estaba cumplida. Pinochet quedó tan debilitado que perdió el plebiscito que él mismo convocó en 1988. El No al dictador ganó en una campaña, dicho sea de paso, financiada en parte desde la Argentina con fondos reservados.

Su Excelencia no puede alegar ignorancia. Los hechos narrados son públicos y además tienen respaldo en documentación de la Cancillería, el Ministerio de Defensa, el área de Derechos Humanos y en los distintos servicios de inteligencia.

Podría argumentar, claro, que todo ocurrió allá lejos y hace tiempo, pero resulta que en términos históricos 41 años no son nada. Y resulta, también, que con el mismo criterio el Estado y la sociedad deberían abjurar de la Revolución de Mayo, la Vuelta de Obligado, la Organización Nacional, la Ley 1420 de Julio Roca, Eduardo Wilde y Domingo Faustino Sarmiento, la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio o la ley de voto femenino de Juan Perón.

Los países no suelen olvidar su identidad cuando esa identidad está encarnada en el pueblo y cuando forma parte de una construcción tan colectiva como dolorosa. Y menos renegar de ella.

Al revés de esa tradición, Su Excelencia maneja a contramano y a 600 kilómetros por hora. En los últimos días comenzó a circular un chiste en el Congreso: “¿Sabés cómo le dicen? Colapinto. Corre en Fórmula Uno y no ganó ni una carrera, pero ya se cree campeón como Fangio”.

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