En “El avión negro” Rubén Zárate publicó este análisis a partir de las imágenes que proyectaron Elon Musk y Donald Trump incluso a pesar de que su actitud es la de la exhibición del poder crudo.
“Elihu Willson era presidente y accionista mayoritario de la Personville Mining Corporation, así como del First National Bank, propietario del Morning Herald y del Evening Herald, los únicos periódicos de la ciudad, y copropietario al menos de todas las demás empresas de alguna importancia. Aparte de estos bienes, era propietario de un senador de Estados Unidos, de un par de diputados, del gobernador, del alcalde y de la mayor parte de los diputados del Estado.”
Dashiell Hammett, Cosecha Roja (1923)
El festejo de la victoria republicana en el estadio Capital One Arena de Washington fue ante todo un acto de presentación en sociedad de la nueva élite que impulsa el proceso de oligarquización de la democracia en EE. UU. basado en el modo de desarrollo que viene adoptando el capitalismo del siglo XXI en ese país, y la explicitación de una voluntad orientada a configurar nuevas relaciones entre Estado y Mercado, en desmedro del primero respecto de los derechos cívicos y sociales, pero no en seguridad.
La estilizada iconografía creada en base a imágenes, símbolos y discursos cuidados hasta el último detalle permitió montar un espectáculo con altísima eficacia en la comunicación política. Un acto de poder descarnado, sin ninguna apelación a los recursos semióticos de los actos más tradicionales que buscaban reproducir la hegemonía de las élites ante sus “representados”. Se comunicó una explícita voluntad de poder basada en el dominio, la confrontación y la subordinación de cada uno de los actores nacionales de la platea de estadunidenses por un lado y, por otro, Trump inauguró un mensaje de unilateralismo neocolonial hacia el resto del mundo que se replicó desde las infinitas pantallas del nuevo ecosistema mediático.
Pero aún en medio de este clímax imaginado y apoyado activamente por movimientos culturales, científicos, políticos y económicos basados en el transhumanismo, que sueñan un mundo de personas programables, emergen escenas dominadas por la “condición humana” que, como sostenía el pintor Magritte, se hace patente por ”la traición de las imágenes”.
Trump y Musk se presentaron en sociedad como los líderes emergentes de este capitalismo de plataformas, disrupciones tecnológicas, nuevas desigualdades y exclusiones. Aunque disciplinados comunicadores integrados a esa producción televisiva, no pudieron dejar de recordarnos aquellos diálogos de la película El gran dictador (¡1940!), entre el personaje Adenoid Hynkel y su Ministro del Interior Garbitsch. Sin poder ocultar que se proponen diseñar el mundo desde el poder y la megalomanía, carecen sin embargo del humor, la denuncia o la ironía del guión de Carlos Chaplin.
Elon Musk hizo valer su condición de persona más rica del mundo en ese instante fundacional del nuevo gobierno, publicando la donación de más de 200 millones de dólares en la campaña presidencial de forma directa. Pero es mucho mayor su aporte de forma indirecta imponiendo su agenda -como cuando sorteó un millón de dólares diarios entre los inscriptos en los padrones del Estado de Pensilvania -uno de los electoralmente críticos- que firmaran su petición por la defensa de la libertad de expresión y el derecho a llevar armas. Este caso -que fue judicializado por los demócratas- terminó por consolidar el método, ya que los jueces descartaron que fuera compra de votos aunque se observara que los premiados estaban todos en el registro republicano.
La correlación entre votos y apoyos económicos nunca estuvo más clara que estos días; a la mañana siguiente del acto de la victoria, las acciones de Tesla subieron un 15%, (más o menos 15 mil millones de dólares), y lo mismo ocurrió con otras empresas del grupo. En el club privado de Florida, Miami, que prolongó los festejos iniciados en el estadio, estuvieron las personas más ricas de EEUU y de los países que forman su área de influencia. CEOs como Mark Zuckerberg, de Meta, y Jeff Bezos, de Amazon, junto a un centenar de los más ricos del mundo, se disponen a diseñarlo. La revista Forbes, especializada en medir a las personas por sus fortunas, describe con precisión los protagonistas de este gobierno de superricos.
Oligarquía de ultrarricos
El 16 de enero, en su discurso de despedida, el expresidente Biden alertó acerca de que una oligarquía de los ultrarricos amenaza la democracia en Estados Unidos, sostenidos en un “complejo tecnológico-industrial” cuya consolidación contribuye a la vulneración de los derechos de los estadounidenses y amenaza el futuro de la democracia en el país.
Desde el Salón Oval de la Casa Blanca, con el dramatismo del derrotado, dijo que “se está configurando en Estados Unidos una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que amenaza literalmente toda nuestra democracia, nuestros derechos y libertades básicos, y una oportunidad justa para que todo el mundo salga adelante”,
Este discurso retomó la línea de razonamiento y la alerta que realizó en su último discurso el presidente Dwight Eisenhower en 1961, cuando advirtió a la nación sobre el auge de un complejo militar-industrial como la base de sustentación de una nueva élite con vocación intervencionista de corte neocolonial.
La referencia de Eisenhower, que antecedió al asesinato del presidente Kennedy luego de la crisis de los misiles de 1962, se sostenía en la observación del cambio de las élites de gobierno desde la guerra de Corea en 1950, que incluyó una escalada militarista clásica hasta el fin de la guerra de Vietnam y la crisis de Nixon y de apoyo a las dictaduras militares de América Latina hasta pasada la década de 1980.
La actualización conceptual de Biden no es ociosa; consolida la tesis de Eisenhower reconociendo cómo van mutando las élites junto a las transformaciones de las industrias militares. El paso de las guerras clásicas al uso masivo de nuevas tecnologías de control sistémicas como el uso de satélites de alta precisión y la generación de dispositivos de soportes que promueven una nueva generación de drones y otras tecnologías de guerra a distancia, no solo desplazan los combates cuerpo a cuerpo por verdaderas cacerías humanas selectivas, sino que también generan nuevas élites capaces de usarlas. En tal sentido no se puede dejar de observar que la liviana declaración de terroristas a Estados, organizaciones y personas genera una nueva jurisprudencia compatible con estas nuevas formas de matar.
La queja de Biden no deja de ser una denuncia tibia a la trampa del consenso bipartidista definida en base a la política exterior que asumió el partido demócrata. Desde Obama a esta parte solo han sido una variante débil de la prolongación de los conceptos de la Guerra Fría en este nuevo escenario que pone a China como el jugador más dinámico en la configuración de la nueva economía mundial.
En términos de la historia reciente se puede decir que Biden terminó cerrando el ciclo de la derrota del movimiento socialdemócrata estadounidense iniciado con la capitulación temprana de Obama ante el caso Guantánamo, al revertir su decisión de cerrarla. La decisión de Trump de convertir esa cárcel (ilegal) de alta seguridad en un campo de concentración de inmigrantes con algunas causas penales (más ilegal), marca el derrotero de este consenso bipartidista y la derrota ideológica de los movimientos de derechos humanos en Estados Unidos.
Trump, durante la campaña y en sus primeras decisiones de política exterior, muestra que es solo una nueva aceleración de la barbarie al interior de la doctrina según la cual los intereses de EE. UU. son los intereses del mundo, justificando de esa manera el ejercicio del poder de policía internacional y su legitimidad para vulnerar la soberanía de otros Estados de muchas maneras.
Trump lleva un paso más allá esta concepción según la cual por ser un país excepcional puede violar las leyes internacionales cuando lo considere necesario. La actual andanada contra organismos de cooperación internacional, contra los pactos de cambio climático y las diversas instancias regulatorias de derechos humanos -como los de la salud, la educación y la seguridad global, entre otros- es solo un perfeccionamiento del modelo político y económico de EE. UU. y no su excepción.
“Esto es asombroso” (Musk)
La visible oligarquización de la política en Estados Unidos, si bien tiene rasgos idiosincráticos, se extiende a todos los países de Occidente promovidos por cada una de las nuevas élites nacionales que buscan constituir bloques con grandes recursos económicos y poder, con el objeto de ejercer una influencia desproporcionada sobre las decisiones públicas, marginando a la mayoría de los ciudadanos y las ciudadanas. A un año de gobierno de Javier Milei, su alineamiento con esta nueva estructura de poder de EE. UU. es evidente, pero no solo por las fotos con sus principales actores, sino por los resultados del sistema político y económico que se dinamiza desde su gobierno.
La anunciada denuncia de Milei contra el Director de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, por presuntos delitos de lesa humanidad durante la pandemia de Covid-19, como parte de la salida de Argentina de la OMS dos semanas después de que Trump firmara una orden ejecutiva para retirar a su país de la OMS bajo el argumento de que China aporta muchos menos recursos, muestra el alineamiento obtuso y la inconsistencia de argumentos. Detrás de esto emerge el desfinanciamiento de áreas científicas destinadas a la biotecnología y farmacología tanto en EE. UU. como en Argentina, que terminarán en manos de privados.
El modelo emergente es claro: concentración del poder económico, influencia de los lobbies y grupos de presión orientados a moldear las políticas públicas, financiamiento privado de campañas políticas, control de empresarios sobre representantes legislativos e instituciones gubernamentales, y control de medios de comunicación y redes sociales.
Las consecuencias más directas son el crecimiento de la desigualdad política, la instalación de clivajes que generan accesos diferenciados de algunos sectores sociales a las decisiones sobre políticas públicas desplazando a las mayorías, aceleración de las dinámicas de exclusión social por razones de género, raciales, pobreza, opciones de género y otros derechos, profundizando disparidades sociales y económicas, lo que genera crisis recurrentes de representación democrática por menor participación electoral y crecimiento de la desconfianza en las instituciones y sistemas de consensos.
La última iniciativa de eliminar las PASO agrega una vía rápida en esa dirección de la oligarquización de la política, consistente con la economía de enclaves que promueve el DNU 70/2023, la Ley 27742/2024 en general y en especial el RIGI normado por el Título VII de la misma ley. Esta construcción no se puede realizar sin un ajuste estructural en el Estado, desarticulando y cerrando una gran cantidad de institutos garantes de derechos cívicos y sociales, así como organismos de promoción del desarrollo económico nacional y de soberanía.
En este sentido es posible concluir rápidamente que el Silicon Valley del que habló Milei no es el de los innovadores tecnológicos y la economía del conocimiento, sino que es el de los empresarios beneficiarios de esta nueva economía. Asistimos a la brutal paradoja de un presidente que proclama, por un lado, su neofilia tecnológica en reuniones con líderes de empresas tecnológicas mundiales como Elon Musk (SpaceX), Sam Altman (OpenAI) y Mark Zuckerberg (Meta), anunciando que desea convertir a la Argentina en un Polo Mundial de Desarrollo de IA, mientras que por otro lado desfinancia de manera deliberada todo el sistema de ciencia, tecnología e innovación nacional y universitario, llevando el presupuesto a niveles de una década atrás.
Las nuevas élites globales participan activamente; Milei no es una excepción nacional sino el emergente local de una estrategia global. El 25 de enero pasado, Elon Musk, instituido como la cara visible de las iniciativas de reestructuración de la administración estatal de EE. UU., en un mensaje en X, la red de la que es dueño, escribió “This is awesome” para referirse a un video donde Federico Sturzenegger, Ministro de Desregulación y Transformación del Estado de la Nación Argentina, repasa en un perfecto inglés la fase 2024 de la motosierra y anuncia el inicio de la etapa de la Motosierra 2.0 en 2025. La pregunta que organiza toda la exposición del ministro argentino es ¿Qué debe hacer un gobierno libertario? y es, la que según él, organiza la gestión de gobierno, consistente en repasar cada organigrama de la administración nacional y decidir qué cerrar.
El resultado de este año, de acuerdo con la información oficial, fue el cierre de más de 200 reparticiones del Estado (Direcciones Nacionales, Direcciones y coordinaciones) y casi 100 Secretarías y Subsecretarías. Desaparecieron de los organigramas desde las ocupadas en la diversidad de género, derechos de pueblos originarios y otros sectores vulnerables, hasta las orientadas a control y mitigación del cambio climático, una gran cantidad de registros como el de tierras rurales, todas las actividades de apoyo a municipios, proyectos de inversión y otros.
¿Qué hacer?
Toda teoría de la acción debe en cada batalla sintetizar la complejidad. No importa cuántas variables usemos para comprender; en el pasaje a la acción a veces solo queda recurrir al consejo metodológico atribuido a Guillermo de Ockham, según el cual “en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable”.
Entre la maraña de fakes news y el bombardeo comunicacional sistemático organizados por el odio, no podemos olvidar que, al final, todo sistema es lo que produce y no lo que enuncian sus dirigentes; no hay en este camino un solo avance en la libertad, pero sí una disminución drástica de los controles sobre los más poderosos y un aumento de las vulnerabilidades como resultado de la ausencia de sitios del Estado donde reclamar por pérdida de derechos, muchos de ellos constitucionales.
La afinidad explícita de estas ideas entre la élite de gobierno de EE. UU. y el presidente argentino configura un diseño de poder nacido en lo económico y ejecutado desde lo político que, si bien no es infrecuente en la historia, no ha sido tan visible durante el siglo XX cuando la construcción de la hegemonía de las clases dominantes requería de un esfuerzo adicional, que iba desde lo comunicacional a la promulgación de normas orientadas al reconocimiento limitado de derechos sociales y culturales, pasando por la ampliación del consumo. Hoy eso se terminó.
La idea persistente y estúpida de basar los análisis en “la excepcionalidad argentina” por parte de un sector importante de la dirigencia nacional ha conspirado contra la necesidad de abordar la complejidad inevitable de cómo se estructuran el Estado, el mercado y la sociedad en la actual etapa del capitalismo, y sobre todo en la actualización de un neocolonialismo militante nacido en el Brexit en Reino Unido y extendido al mundo con su alianza con EE. UU.
La idea de excepcionalidad ha sido siempre funcional al poder. Su insistencia en los análisis opaca los clivajes más duros de ese poder, en particular los que imbrican los intereses de los grupos económicos más concentrados, un grupo de dirigentes que ha subordinado las identidades políticas a esos intereses y un sistema de medios e inteligencia muy aceitado para neutralizar toda disidencia.
No es de extrañar que algunas de las tradiciones nacionales y populares terminen degradadas en una especie de chauvinismo federalista o de localismos irrelevantes que conspiran contra las construcciones nacionales y soberanas. La acción neocolonial tensiona a todos los países y sociedades; Argentina no es la excepción.
Tampoco podemos olvidar que el poder es siempre relacional. Esto permite sostener la hipótesis de que una estrategia internacional de este tipo es viable a nivel nacional solo si una parte significativa de los partidos con capacidad de representación institucional omite deliberadamente la historicidad de las construcciones políticas, del rol de sus organizaciones y alianzas frente a la historia; sobre todo si dejan de inscribirse en las luchas que dieron origen a los proyectos de país en disputa desde que fuimos constituidos como República. La categoría Estado Nacional sigue siendo significativa como organizador de la política.
Con esta óptica no podemos obviar que este aspecto oscuro del alma nacional que ahora emerge con fuerza en el gobierno de Javier Milei, asociado a los libretos más caricaturescos del dogmatismo intelectual e inscripto en una tecnocracia economicista fanática, está produciendo decisiones de política pública destructivas del Estado y la soberanía, así como de pauperización social.
Ambos aspectos no pueden ser asumidos como un efecto no deseado de políticas públicas orientadas por las ideas de la escuela austríaca y obsesionadas por una contabilidad creativa para el equilibrio fiscal, ni por apelaciones a la psiquiatría como análisis de los liderazgos. El combo no puede explicarse sin poner en el centro de la escena una subordinación geopolítica al unilateralismo estadounidense como requisito para garantizar una formidable transferencia a los monopolios y oligopolios de la economía local que, por su vocación dominante en los procesos de decisión, obstaculizan el desarrollo económico, vulneran la posibilidad de justicia social y debilitan de forma consistente la capacidad y sostenibilidad de los proyectos nacionales.
Una mayor autonomía de la política para representar los intereses populares y nacionales es incompatible con este nuevo oscurantismo cultural e intelectual, que ya muestra indicadores claros de nuevas persecuciones ideológicas en democracia, revestidas bajo el manto de las impugnaciones morales y aberraciones discursivas como las asociaciones entre homosexualidad y pedofilia enunciadas desde el más alto poder político.
En el mismo sentido la reivindicación militante de la última dictadura militar por parte de un sector del gobierno no puede circunscribirse a una mera disconformidad sobre los procesos judiciales en causas de violación de los derechos humanos. Sería absurdo considerar que la visita y los homenajes a los asesinos condenados por delitos de lesa humanidad se refieren solamente a los aspectos judiciales: asistimos a un intento de restituir doctrinas conservadoras con derecho a reprimir las disidencias.
Es necesario que el análisis político incluya no solo la complejidad actual. También debe estar inscripto en una perspectiva histórica que permita distinguir el origen de las estrategias basadas en la violencia de las élites oligárquicas nacionales y sus alianzas internacionales. Solo así se podrá ir respondiendo la pregunta cada vez más urgente: ¿Qué hacer?