El pasado nos condena, el futuro es incierto y el presente es sufrimiento deliberado, infligido por quienes han sido designados para administrar los asuntos públicos. La respuesta popular al empobrecimiento sistemático requiere voluntad política y claridad para no repetir errores cometidos sobre falsas, pero al mismo tiempo cómodas, verdades.
Los cuarenta años de democracia fueron autocelebratorios, con cierta razón y no pocas omisiones, pero este 41° aniversario nos encuentra en una situación completamente distinta. Hay quienes hablan de un “fin de época” y otros, entre muchas opiniones, se preguntan cómo llegamos a este punto. Prima el desconcierto cuando no el cinismo.
El sistema de partidos se había vaciado de contenido y convertido en un dispositivo de reproducción de mecanismos muy poco participativos que evitaban –y todavía lo hacen– la más mínima revisión y autocrítica. Eso nos llevó a que se impusiera una partidocracia, el Gobierno en manos de un grupo desconectado de los principales desafíos de la sociedad.
Donde observadores importantes,y sin faltarles altas cuotas de razón, veían un sistema sólido, en los que los gobiernos se sucedían sin grandes rupturas ni enfrentamientos violentos, algunos nos preguntábamos sobre la trampa de la grieta, como recurso para que el incendio fuera figurado y las polémicas enfeudadas en meros reproches de éstos sobre aquellos y viceversa.
De hecho, veíamos una bicoalición conservadora que ocupaba el escenario, mientras la situación nacional se degradaba año a año. La crisis de diciembre de 2001 puso al descubierto muy crudamente que el camino elegido por la dirigencia política no resolvía las más legítimas aspiraciones populares y los estallidos callejeros mostraban la fragilidad del sistema institucional para administrar el desmadre. No obstante, se logró preservarlo con una sucesión en el vértice del poder mediante un arreglo parlamentario entre los dos principales partidos que habían obtenido mayor respaldo desde 1983, beneficiándose de una polarización que al día siguiente de cada comicio se transformaba en acuerdos y repartos de una dirigencia cada vez más lejos de sus atribulados representados.
En el camino algunas cosas se legislaron, algunas solo se dijeron y otras quedaron olvidadas. Ningún gobierno, aun el más fallido, deja de tener algún acierto. El de Alfonsín obtuvo respaldo en la primera elección de renovación de legisladores pero ya en 1987, en la segunda instancia, dado que los mandatos presidenciales eran de seis años, la suerte le fue esquiva y se precipitaron los reclamos sociales.
El Gobierno entró en colapso, adelantó elecciones y entregó el poder (a Menem) antes de tiempo para salvar la ropa. La hiper aceleró el trámite e impactó incluso en los comienzos del menemato, que a su vez duró una década, mediante la reforma de la Constitución, acortamiento del mandato presidencial y reelección, con una sustancial mutación ideológica del peronismo, que abrazó las peores ideas liberales. Privatizó empresas públicas, estableció la convertibilidad (dólar barato que desalienta la producción local pero que a algunos sobrevivientes les permitió reequiparse con tecnología y maquinaria importada) y gozó de apoyo de las dirigencias gremiales que se concentraron en defender a sus afiliados que conservaban sus trabajos mientras se desentendían de quienes los perdían y pasaban a engrosar las masas desempleadas que dieron lugar a los nuevos movimientos sociales.
En ese contexto de desigualdad creciente combinada con cierta prosperidad en los negocios de algunos sectores, la Alianza se propuso presidir una transición que tenía un pecado original: omitía encarar las condiciones agravadas del subdesarrollo argentino, crónico, estructural, desintegrador.
Al insistir en aplicar políticas fracasadas (volvieron a convocar a Domingo Cavallo luego de probar unos días con López Murphy), esa coalición de peronistas “renovadores”, convergentes en el FREPASO, y radicales siguió improvisando dentro de la cárcel del uno a uno, apoyado por los sectores privilegiados y padecido por una inmensa mayoría popular que se encontraba sin trabajos estables, inflación resurgente y pobreza en veloz agravamiento.
Más allá de la retórica democratista, cada vez menos creíble cuando se refería a aspectos formales en un marco de dificultades crecientes para la población, lo que había – de modo inocultable – era una negativa de la dirigencia a asumir que el modelo de ajuste perpetuo, alternado con momentos de expansión del gasto en situaciones electorales, se había agotado definitivamente, aunque se lo hubiera mantenido, con numerosos maquillajes, hasta hoy.
Así fue que se derrumbó el gobierno de la Alianza y fue reemplazado por una nueva improvisación, acuerdos y, sobre todo, una muy fuerte devaluación que descargó el peso de la crisis sobre asalariados, trabajadores informales y desocupados. Al vaciamiento ideológico que hizo el menemato le sucedió una errática gimnasia de parches, con salvataje de los bancos, que enturbiaron las posibilidades de generar otra orientación más acorde con la gravedad de la situación de entonces.
Después de la salida precipitada de Duhalde sobrevino la aparición del fenómeno kirchnerista, que se encontró con condiciones para un despegue de la actividad productiva y un favorable contexto internacional que fue bien aprovechado políticamente pero sin encarar la ampliación de la estructura productiva, tan maltrecha por años de errores acumulados, antes, durante y después de la convertibilidad.
Néstor Kirchner tenía una visión ordenancista del gasto público como principal objetivo de su gestión y, más allá de la retórica de sus discursos, no emprendió las transformaciones estructurales que todavía reclama la economía argentina. Sucedido en la Primera Magistratura por su esposa, se enfatizó el discurso industrialista que no se verificó como proceso general sino como una instalación de ventajas y desventajas tramitadas desde el Ejecutivo para los amigos del poder. Se desperdició así una oportunidad histórica.
En ese proceso se perdió el autoabastecimiento de hidrocarburos enarbolando consignas sobre la soberanía energética, mientras se jugaba con YPF como recursos de negocios propios y profusa publicidad sobre la magia de la gestión en esa empresa (Galuccio). Recordar que es gigantesca la cuenta para difusión de esa petrolera (pequeña en el mundo pero enorme en lo local), capaz de hacer creer, en un momento dado y contando con comunicadores bien dispuestos, que todo va viento en popa. Recordar: no se puede engañar a todos todo el tiempo.
La privatización menemista de YPF, y su reestructuración a cargo de José Estenssoro, la convirtió en una empresa competitiva que tras la muerte trágica de ese audaz ejecutivo perdió el rumbo y fue vendida a Repsol, a manos de gerentes españoles presuntos expertos en “mercados regulados”. Luego vino la pantomima con los Eskenazi y finalmente, ya fallecido Kirchner, la reestatización, siempre cotizando en la bolsa de Nueva York. Hoy su destino se anuncia próspero pero en realidad es incierto por los juicios que sobre ella pesan, de resolución siempre contraria a los intereses argentinos. Vaca Muerta le ha dado un respiro y ojalá que puede reordenar sus finanzas, como se anuncia en estos tiempos, cuando la nave del Estado ha caído en manos de privatizadores aún más irresponsables que sus predecesores.
Señalemos que la propiedad estatal no siempre garantiza que se persiga el interés nacional. Ésta es una confusión muy extendida que confunde a la Nación con el Estado, lo que lleva al engorde sin ton ni son de este último a costa de aquella, la que lo alumbra y lo sostiene.
Depende de cómo se opere. El monopolio de YPF sirvió durante décadas para que floreciera un fenomenal negocio de importaciones que hizo muy rentables a grandes compañías mundiales (como Shell y Esso) que operaban en el país como importadoras del valioso fluido que existía en abundancia en las cuencas hidrocarburíferas locales y no se explotaba en el nivel que hubiese correspondido. De modo que con este ejemplo queda claro que, embanderarse de celeste y blanco, no es necesaria ni automáticamente una ventaja para la Argentina.
Presuntas verdades mentirosas
Hay ahora muchas confusiones nuevas, y una cierta fertilidad creativa en la instalación de una mirada caótica de todo, pero existen otras, como la del estatismo como bueno en sí mismo, que vienen de lejos. La confusión no es solo la característica determinada cínicamente de lo que por comodidad pero en forma inexacta se llama derecha, siendo su espejo, una presunta izquierda, tan conservadora como ella.
La más grave de las falsas verdades que circulan hoy, muy fuertemente instalada, es la presunción de que el gasto público es siempre excesivo y hay que reducirlo como sea, a palos si no hay otra forma. Es lo que siempre dijeron e intentaron sin éxito las administraciones monetaristas, de Krieger Vasena a Cavallo, pasando por Martínez de Hoz, Machinea y otros.
El ajuste sin expansión solo genera retroceso. Por eso fracasa una y otra vez.
Estos antecedentes son los que permiten entender que la actual gestión es ajustadora-conservadora clásica y que, en todo caso, la diferencia está en la maniobra política, publicitaria y comunicacional con que se presenta ante el público.
Resulta abrumador ver cómo se difunde que el Gobierno ha tenido éxito en sus objetivos de reducir el déficit y bajar la inflación, lo que ha “logrado” imponiendo un enorme sacrificio a amplios segmentos de la población con ingresos fijos: asalariados en blanco, informales, jubilados y hasta empleados públicos, no solo los que figuran en las plantas estables sino también aquéllos obligados a facturar como monotributistas.
Es una falsedad completa, que será muy difícil superar y de hecho no ocurrirá sino cuando este dispositivo de ajuste haya hecho crisis, lo cual puede no ocurrir durante bastante tiempo si logra imponer la genuflexión de los sectores nacionales de la producción y trabajo. El mayor disciplinamiento viene con el miedo y la debilidad organizativa de los sectores populares.
No contemos solo las mentiras que se imponen como verdades para intentar desarmar el cuadro de la confusión y el caos con que se manipula a la población, pues es necesario también tener en cuenta las omisiones, lo que se oculta, aquello de lo que no se habla y es sacado del primer plano.
La más grave de esas omisiones es la situación social, que de todos modos es inocultable, y por eso se la rodea de diversas interpretaciones que relativizan su extrema y aguda condición.
La pobreza como coartada
Empecemos por los argumentos presuntamente técnicos, para ver y tratar de desmontar estos mecanismos eufemísticos con que la pobreza se vuelve un recurso retórico y deja de ser una inmensa urgencia, y su tratamiento prioritario ya no se considera un imperativo moral.
Cuando el Observatorio de la Deuda Social Argentina (OSDA) de la Universidad Católica señaló mediante investigaciones rigurosas que durante el propio kirchnerismo, a partir de 2012, se agrandaban los índices de pobreza, la oposición aplaudía porque le venía bien. Pero cuando ganó Macri la Presidencia y ese instituto académico continuó haciendo sus estudios con la misma metodología ya no fue lo mismo y se lo criticó poniendo en duda su rigor técnico. No cambió el OSDA, sino el ánimo con que cierto sector leía los datos que surgen de cuidadosas compulsas realizadas con esmero.
Ahora este observatorio acaba de presentar una compilación de sus indagaciones en los últimos veinte años. Para los interesados, ver el resumen para prensa (jugosas 60 páginas) y otros estudios complementarios en: https://uca.edu.ar/es/noticias/deudas-sociales-en-la-argentina-del-siglo-xxi-2004-2024-1
Agreguemos que los ataques al OSDA se han morigerado en la medida en que las propias encuestas del INDEC arrojan datos muy similares, con pequeñas diferencias que se deben a las distintas metodologías de recolección de datos y su análisis.
Otras manipulaciones y objeciones con el tema de la pobreza, en un arco amplio de maniobras, van desde negar que exista, ignorándola deliberadamente, hasta invocarla como un argumento para descalificar las políticas que se atacan, fuesen populistas o liberales, una actitud muy extendida que se niega a ir al encuentro de los problemas reales porque enfrentarlos supone salir de las zonas de confort donde cada cual trata de mantenerse en pie.
Y también porque la movida que regentean los ingenieros del caos (Santiago Caputo y compañía) ya no se detiene en debatir temas importantes sino que opera muy eficazmente para alimentar la confusión general plantando en primer término y cada día, una discusión intrascendente que es reemplazada por otra tan vacua como la anterior, al día siguiente. Siempre (digamos desde la revolución tecnológica de las comunicaciones) hubo trolls, voluntarios o contratados, pero la magnitud de esta operación ha llegado a límites nunca vistos.
La definición de “troll” creada por la IA (inteligencia artificial) es iluminadora: “En internet, un troll es un usuario que publica mensajes provocativos, ofensivos o fuera de lugar para molestar, llamar la atención o boicotear la conversación. Los trolls suelen usar perfiles falsos y pueden ser de diferentes tipos, como los que ponen en duda lo que publica una persona o marca, se expresan de manera ofensiva y/o promueven el odio”.
La propia herramienta brinda la respuesta a esta legítima inquietud de saber a qué estamos sometidos. La gente no es tan idiota como esta muchachada piensa.
El núcleo ideológico del monetarismo
La política del ajuste perpetuo se adscribe a la visión reductora de la economía y la sociedad representada por la ideología monetarista que convierte a la moneda en la principal “realidad” de la economía.
Hay versiones sofisticadas, con ropaje matemático y versiones simplistas muy burdas, que son las que mejor “funcionan” en el engaño social, tal cual lo desnuda la cantante balear Buika: “como la falsa moneda/que de mano en mano va/y ninguno se la queda”.
La emisión monetaria no ha bajado como dice este credo reduccionista, todo lo contrario, pero se han restringido enormemente los recursos para los asalariados y jubilados, como ya se señaló. Una cosa es lo que se declara, pour la gallerie, y otra lo que se hace que consiste en bajar drásticamente el consumo para frenar los precios, lo cual es por definición algo temporario, fugaz. Llamarle a eso un éxito (autocomplaciente) es una exhibición de ignorancia cuando no de maldad, o de ambas asimetrías a la vez.
No es que el monetarismo sea una gran teoría, sino que funciona como una ideología perfecta, mistificando y simplificando lo que es de naturaleza compleja y recubre dinámicas tanto coyunturales como permanentes o estructurales.
Amplios segmentos de la sociedad nacional están atrapados en visiones parciales y no pocas veces cruzadas o distorsionadas por sesgos que las vuelven precarias y casi siempre resultan desintegradoras. Por eso insistimos en que la batalla cultural verdadera que debemos dar pasa por ir al encuentro de las realidades sociales concretas y entablar diálogos que permitan poner lo principal antes que lo secundario.
Es decir, hacer exactamente la tarea inversa a la confusión que se logra con operaciones deliberadas desde el poder. Y una vez que esos diálogos fructifiquen y empiecen a caer los prejuicios que nos dividen, hay que construir una fuerza política que va ser necesariamente multipartidaria y multisectorial.
Todo indica que las cartas se están jugando con los criterios habituales de especulación electoral (Cristina Kirchner dando lecciones sobre no desdoblar las elecciones, por ejemplo), con lo cual se sigue apostando a meter a los electorados en un brete donde se ven obligados a optar por alternativas mediocres y reiterativas de errores acumulados en el pasado, precisamente aquéllas que dieron lugar al hartazgo que nos regaló a Milei.
Volver al pasado, si ello fuese posible, es un suicidio. Hay que enfrentar estas políticas de achicamiento y empobrecimiento que debilitan al plexo social en su conjunto. Plexo como término tomado de la anatomía (red formada por varios filamentos nerviosos y vasculares entrelazados) que metafóricamente aplica a lo que hoy no está funcionando como un cuerpo solidario, es decir, como una comunidad organizada.
Lo que tiene que nacer aún no ha sido engendrado, pero su necesidad es evidente, aunque nada indica que va a aparecer en forma espontánea. Se requiere del más generoso factor constructivo que podamos poner en marcha, en todos los terrenos de la vida social, incluyendo las más variadas expresiones del espíritu, para fortalecer a sus miembros y al conjunto. Como el mandato bíblico de ser la sal sobre la tierra y la vida.