La descripción del circuito que llevó a Milei a la presidencia fue definida por él mismo con toda precisión como una “carambola”. Y en el resto de las fuerzas políticas se observa una combinación de parálisis y una actitud especulativa que espía las reacciones de los diversos grupos sociales para no meter la pata con gestos que los conviertan en pararrayos de la indignación popular.
La fragilidad conceptual sobre la que se pretende fundamentar la actual gestión gubernamental no es evidente para la mayoría de la población.
Tampoco puede pronosticarse a partir de esa precariedad un mayoritario y rápido deterioro del apoyo con que todavía cuenta Javier Milei, puesto que dicha adhesión no surge de una reflexión que exprese una preferencia sobre una línea política o doctrinaria (por caso, la “escuela” austríaca) sino que es resultado de un repudio muy amplio a los usos y costumbres políticos argentinos recientes.
Mientras ese repudio persista, la fragmentación que caracteriza la vida política local muy probablemente permitirá que las opciones electorales seguirán siendo variantes de lo que tenemos hoy: fracciones que no ofrecen reales y sólidas alternativas al estado de degradación que se ha instalado en el país en los últimos lustros y con diversas coaliciones sucediéndose a cargo del gobierno.
Esas fracciones se reagrupan binariamente con el formato aparentemente irreconciliable de la grieta, a la que hemos definido antes como un mecanismo de apariencia explosiva pero que en realidad garantiza la persistencia de un statu quo que no logra impedir un deterioro general.
Retroceso que registra grandes diferencias entre sectores. Aun cuando el aumento de la pobreza es la nota principal –con ser inadmisible en un país dotado de enormes recursos– no es el único indicador que muestra la gravedad del problema.
La propia política es una muestra del deterioro que ha venido sufriendo el país. Que se vote cada dos años para elegir autoridades, fuese para los cuerpos legislativos como para el Ejecutivo no es el problema en sí, pero que se haya convertido en un mecanismo de opción obligada entre alternativas mediocres e improvisadas sí que lo es.
El dispositivo electoral, perfeccionado con sucesivos ajustes legislativos, presenta la siguiente paradoja: se basa en partidos políticos que en la práctica están vaciados de contenido pero mantienen la atribución de nominar, individualmente o mediante alianzas, a los candidatos que se renuevan en esos períodos mencionados. De esa hibridez no puede salir nada bueno, y de hecho así ocurre.
En estos cuarenta años que lleva en vigencia el sistema democrático se hicieron notables progresos en diversos temas que atañen a una convivencia madura y civilizada, pero se fracasó ampliamente en materia económico-social.
Ello conlleva un costo y se refiere en forma bastante directa al descrédito de los partidos, lo que dio lugar a que el sistema se adecuara a lo que hemos conocido en los últimos años, denominación que reivindicamos, como bicoalicionismo, al que adicionamos la calificación de conservador por su impotencia para mejorar la representatividad e implementar políticas de ascenso social y cultural, pero que bien podríamos juzgar como degradador o depredador por los resultados.
Partidos nominales o raquíticos (esto no ocurrió por una maldición bíblica sino por las acciones y omisiones de sus dirigencias) optaron por reagruparse para mantener un dispositivo que a esas dirigencias les resultaba muy provechoso. De allí que la calificación de “casta” fuese tan apropiada para identificar el objeto del repudio popular.
De las coaliciones al bicoalicionismo, no había más que un pequeño paso fácil de dar para quienes ya controlaban por inercia los mecanismos institucionales a los que se debía adecuar para no perder el control del aparato estatal.
Institucionalización de la bipolaridad
El derrumbe económico del gobierno de Alfonsín, expresado en la hiperinflación, no sólo lo obligó a adelantar el traspaso del gobierno sino que llevó luego, cuando Menem buscaba su reelección, al Pacto de Olivos que terminó de consagrar las reformas que garantizaban la sublimación del bipartidismo formal (que culminaría más tarde en el bicoalicionismo), pasando por la reforma de la Carta Magna en 1994. Un recorrido que no logró abrirse a una mejor representatividad ni se lo propuso seriamente en ningún momento estableciendo fuertes limitaciones para la aparición de alternativas que modificaran la oferta electoral.
La opción macrista se encerró primero en sumar y “representar” todo el antiperonismo (un enfoque binario rígido) y luego a cargo del gobierno se caracterizó por no encarar ningún cambio que favoreciera el despliegue de la producción. Anunció una “lluvia de inversiones” que no fecundó los anunciados (más bien ansiados) “brotes verdes” que asomarían en el tercer o cuarto trimestre… El resultado fue una enorme ampliación del endeudamiento externo que no ha dejado de ampliarse con las gestiones posteriores.
La consolidación del sistema
Conforme se degradaba la situación económica y social el sistema político se fortalecía para no sufrir las consecuencias. Se autopreservaba.
No pudo evitar el fracaso de la gestión de la Alianza, pero se rehízo y consolidó el sistema de la grieta para mantener atrapada en él al electorado, en una suerte de “cepo polarizador”, lográndolo en 2015 y 2019. El “que se vayan todos” (real antecedente en la identificación de la casta) quedó como un reclamo incumplido: se fueron muy pocos.
¿Sigue la grieta?
La historia recientísima pareciera poner a prueba esta descripción de los hechos. El descrédito de la gestión de Alberto Fernández estaba cabalmente expresado por la forzada candidatura de Sergio Massa, lo cual desencadenó la lucha fratricida en el seno del PRO (presuntos ganadores), cuya primera consecuencia fue la extinción de la coalición Cambiemos, dejando de hecho en libertad de acción al radicalismo y la Coalición Cívica.
Las tres instancias que establece el sistema electoral argentino (las PASO y la primera y segunda vuelta) en el contexto de crisis institucional sin salida aparente que imponía la polaridad tanto legalizada como fingida (actuada como mecanismo democrático) en ese amplio contexto de repudio a “la política” sirvieron para permitir que una figura disruptiva (con diversos recursos publicitarios no convencionales) captara la atención del electorado y le permitiera canalizar su profundo descontento. Hasta entonces ese repudio carecía de cauces eficientes para poder expresarse del modo contundente en que terminó haciéndolo.
En las PASO superó a los presuntos ganadores y en la primera vuelta, manteniendo su porcentaje, se consolidó como la opción más atractiva para dar vuelta la página de un período oprobioso que incluyó (si el lector así lo quiere) el castigo de la pandemia del COVID, estableciendo las condiciones para el debilitamiento de la opción más claramente regresiva, encarada por Patricia Bullrich.
La descripción del circuito que llevó a Milei a la presidencia fue definida por él mismo con toda precisión como una “carambola”.
Los partidos políticos no recuperaron prestigio con el triunfo de La Libertad Avanza. Más bien consolidaron una opinión mayoritaria que no había podido reconocerse como tal anteriormente puesto que no está estructurada sobre una propuesta sino a partir de un rechazo.
El balotaje es el punto culminante del sistema bipolarizador tal cual lo garantiza un modo de entender la política argentina entre los dos grandes conglomerados de fuerzas políticas que no han logrado resolver los desafíos básicos de la convivencia expresados en acceso a los bienes básicos de nutrición, educación primaria (alfabetización), y salud pública. Nada indica todavía que haya intenciones en la dirigencia de reformular las acciones políticas en función de proyectos que sean realmente diferentes.
Ello está hoy expuesto de un modo inocultable y no es (aún) una demanda concentrada sobre los actuales gobernantes probablemente por la diferencia en los tiempos y maduración que llevan entre sí las acciones y formulaciones políticas con las necesidades sociales.
Establecer divisiones artificiosas en una sociedad con el objeto de instaurar conflictos que distraigan de los principales objetivos comunitarios a resolver es una práctica política deleznable. Y es lo que se hace cuando se establece que hay “argentinos de bien” y otros que, obviamente por omisión, no lo son.
La unidad como objetivo
Tan inesperado resultó para el sistema vigente el triunfo esperpéntico de Milei que es ampliamente observable el desconcierto entre los perdedores.
Lo que en primera instancia vemos es parálisis y una actitud especulativa que espía las reacciones de los diversos grupos sociales para no meter la pata con gestos que los convierta en pararrayos de la indignación popular.
Y hay, sobre todo, una portentosa ausencia de autocrítica. Se escuchan algunas voces sinceras que expresan cierta apertura en la búsqueda de un diagnóstico serio y abarcativo de lo que ha ocurrido, pero no son aún expresiones orgánicas o no pasan de ser expresiones de precandidaturas personales que es la mejor forma de reproducir el sistema de poder actual reemplazando sólo las figuras que lo administren.
Sin revisar y asumir el conjunto de fracasos que nos llevaron al punto de repudio expresado en las elecciones, la perspectiva de una ampliación del caos o perpetuación del desconcierto es palpable.
La tarea que se impone ahora es buscar un consenso, el más amplio posible, sobre las causas que condujeron a los resultados de la última renovación presidencial. Estamos hablando de una autocrítica descarnada. Ir hasta el hueso.
Ese proceso es imprescindible para no volver a patinar sobre las políticas que condujeron a tremendo fracaso, de dimensiones tan amplias que no puede sino calificarse como un vuelco histórico.La táctica de esperar los errores del adversario no agrega virtud alguna a la urgente necesidad de reconstruir con humildad las condiciones de un acuerdo programático previo a toda discusión sobre candidaturas que surgirán, precisamente, de esa revisión sincera y profunda.