La destrucción del Estado ya generó cientos de juicios y dejó en claro que el Legislativo no va a pelear. El futuro enfrentamiento con la Corte Suprema y la sorpresa que dio el FBI.
Parece mentira, pero Donald Trump no hace un mes que es presidente. El nivel de hiperactividad, la cantidad de medidas, las iniciativas absurdistas, el bombardeo constante de mensajes y contra mensajes hacen que nuestro Javier Milei parezca realmente un jamoncito. El Donald, como dicen por allá, is the real thing.
En parte, esto es apariencia, porque Trump aprendió en televisión a parecer enorme. El se ve como el hombre indispensable que llega, montado en su caballo blanco, a torcer la historia hacia el rumbo correcto. En realidad, es una persona bastante limitada, pero simula bien. Quienes tengan edad de recordar a Ronald Reagan conocen el modelo: Reagan se hacía el filósofo de las cosas sencillas y no se notaba que era nada más que simple.
La diferencia es que Reagan creía en el sistema y Trump no. En su primer gobierno se encontró con la enorme sorpresa de que mucho de lo que él quería hacer enfrentaba la sorda y discreta resistencia de las instituciones del Estado. Allá en el Norte, los presidentes pueden nombrar a un número sorprendentemente limitado de funcionarios, unos tres mil en estructuras que cuentan con 2.600.000 empleados públicos.
Esto, queda claro, significa que el dedo presidencial llega a jefes y subjefes, ministros y vices, y en algunos casos a lo que uno llamaría por acá secretarios de Estado. El nivel de control es tal que, con rango constitucional, el Senado tiene que aprobar a los miembros del propio gabinete presidencial. Después de ver los abusos de Richard Nixon a fines de los sesenta y setenta, el Legislativo avanzó en limitar los poderes presidenciales en varios frentes. Por ejemplo, un presidente puede nombrar a un director del FBI, pero con aprobación del Senado y por un término de diez años. Esto protege a la institución de usos y abusos, es un paraguas para que ningún presidente vuelva a hacer lo que hizo Nixon, dar una simple orden y poner a los agentes a espiar a la oposición. De paso, evita también que aparezca otro Edgar J. Hoover, que fue nombrado por Roosevelt y murió en el cargo, al frente de un FBI que le obedecía sólo a él.
El Estado también se llenó de inspectores y controladores autónomos, con poderes para exigir explicaciones y revisar contadurías y procedimientos. Estos funcionarios tienen sus propias estructuras y mandatos fijos, deliberadamente planeados para que el próximo presidente los herede. Una cosa a tener en cuenta: los norteamericanos son tan corruptos como cualquier hijo de vecino, pero son hijos del rigor. Como la justicia por allá no toma añares y añares para cualquier cosa, el castigo es relativamente veloz y la gente se porta mejor. En contraste, hay que recordar la ocupación de Afganistán, donde hubo mucho dinero para la “reconstrucción” y poco control, con lo que desaparecieron siete mil millones de dólares en un año y medio.
Un corolario de este sistema es que en Estados Unidos es tan difícil echar empleados públicos como en estas pampas. Lo que permite, hay que señalar, el tipo de sorda resistencia que encontró Trump a sus ideas de reforma brutal en el primer período. El Donald, empresario, no está acostumbrado a que le digan que algo no se puede hacer, que es ilegal o ilegítimo, o que puede tener consecuencias negativas. Para él, los gerentes tienen que transmitir sus órdenes y los empleados obedecerlas. Si no, los echa.
Con lo que no extraña que una prioridad de su flamante gobierno y un área en la que están invirtiendo una enorme energía es en destruir el Estado. Trump ya echó a varios de estos inspectores y controladores, aunque no es legal, y vació esas entidades. Al que no le guste, que haga juicio, es la idea, y los juicios ya se están apilando. Mientras, ya hay varios centenares de miles de millones de dólares que no tienen más control externo.
Como ya se contó en este espacio, una de las primeras víctimas fue la entidad USAID, la Agencia de Desarrollo Internacional que era de las pocas cosas nobles con norteamericanos a la cabeza. Trump la cerró y listo, pero empezaron los problemas, que van bastante más allá de los juicios laborales. Decenas de embajadas pidieron urgentes instrucciones sobre qué hacer con los convenios de ayuda social y económica a varios países, que por ley tienen que ser supervisados por funcionarios de USAID. ¿Rompemos los tratados bilaterales? ¿Damos el dinero sin supervisión? Decenas de empleados de la Agencia fueron recontratados de urgencia y enviados a sus puestos internacionales para emparchar la situación, con el misterio de ser agentes de una entidad que, básicamente, ya no existe. Para peor, el sector agrícola empezó a rezongar que la Agencia era un gran cliente que lo ayudaba a exportar miles de millones por programas ahora suspendidos.
Los jueces andan ocupados con estas cruzadas trumpianas. Tuvieron que congelar la idea de que no haya más ius sanguini en Estados Unidos y los bebés recién nacidos sí reciban partidas de nacimiento aunque los padres anden flojos de papeles. Tuvieron que frenar a los chicos de Elon Musk -son tan jóvenes- que querían meter mano en las bases de datos del Tesoro. Tuvieron que frenar la disolución de USAID, el congelamiento de partidas que no se ejecutaban, y tuvieron que atender miles y miles de demandas individuales por temas laborales.
Esto está llevando directamente a un conflicto de poderes de rango constitucional. Hasta ahora, Trump no les dijo en la cara a los jueces que no va a cumplir sus fallos y parece haber descubierto el viejo “obedezco pero no cumplo” de los virreyes españoles cuando llegaban órdenes absurdas de Madrid. Pero el fin de semana pasado el vicepresidente J.D.Vance twiteó que no es el rol de los jueces decirle al presidente qué es constitucional y qué no. Es fantástico: Vance es graduado en leyes en la Universidad de Yale, el riñón de la profesión en su país, con lo que sabe que el rol de los jueces es justamente ese.
Habrá qué ver hasta dónde quiere llegar Trump, porque todo termina eventualmente en una Corte Suprema que él modeló, pero que no es trumpista sino conservadora. Si los supremos quieren mantener la autonomía de su institución, le van a tener que poner límites, y hay que ver si el Donald los acepta. Y si no los acepta ¿qué pasa?. La Corte no tiene brazo armado y si te declara en rebeldía le tiene que pedir a los Marshals que te detengan. Pero los Marshals, una pequeña agencia, depende del gobierno nacional…
El otro conflicto de poderes es con el Congreso, que hasta ahora acepta con toda pasividad que el Ejecutivo eche a gente que ellos aprobaron, cierre agencias que ellos crearon y no ejecute partidas que ellos votaron. Los republicanos parecen estar perfectamente dispuestos a dejarse pisotear en este nivel y no se rebelan como se rebelaron con el correligionario Nixon. Los demócratas protestan y hablan, pero están como el peronismo por acá, sin energías ni rumbo.
La sorpresa fue el FBI, que se le plantó al jefe. Hay que recordar que Trump en su momento lo rajó a James Comey de la dirección porque se negó a investigar como él quería al hijo de Joe Biden. Trump nombró a Christopher Wray, esperando que fuera su matón. Pero Wray, una vez confirmado por el Senado, le hizo una verónica y no acusó a los Biden de nada, porque no tenía pruebas. Trump perdió esa elección y juró vengarse. Wray tenía mandado hasta 2027, pero renunció justo antes de que asumiera Trump, con lo que nombraron a un interino que resultó ser un personaje. Brian Driscoll no parece un agente federal sino un músico de jazz, con el pelo largón, bigotes, barbita y cara de tipo entretenido. Como interino mientras el Senado hace sus audiencias, Driscoll recibió la instrucción de identificar a todos los agentes que hubieran investigado el asalto al Capitolio y juntado evidencias contra los 1500 fachos que Trump indultó.
El pedido venía con un detalle alarmante, que cada agente tenía que explicar qué había hecho, cómo lo había hecho y qué le parecía el caso. Esto último fue leído como una demanda de jurarle lealtad al presidente. Lo fuerte del caso es que afectaba a casi 6000 empleados de la agencia, que tiene 13.000 agentes de campo -los que uno ve en las películas siempre de traje- y 23.000 de apoyo en laboratorios, entrenamiento, servicios legales y un largo etcétera. Driscoll se negó terminantemente a compilar esa lista y exigir juramentos de lealtad. Trump reculó: alguien le habrá hecho notar que no se podía quedar sin el FBI.
Mientras hace este trabajo de hacha y le da cada vez más soga a Musk, Trump distrae con proyectos internacionales. A lo de Gaza le acaba de sumar un largo llamado a Vladimir Putin, al que elogió con entusiasmo. Ucrania y toda Europa se quedaron mirando y protestaron que no pueden hacer un tratado de paz sin consultarlos. Pero en estas cosas no hay Congreso ni tribunales que puedan poner límites. Ahí sí que el Donald puede hacer daño tranquilo.