Tanto admirar a Ryszard Kapuscinski (Polonia 1932/2007) ese mágico contador de historias, el cronista que convierte la realidad en ficción y esa ficción torna en certeza histórica, hizo que sin pudor quisiera plagiarlo en el estilo. Es tanta la distancia entre él y el autor de esta nota, que me limito a decir que escribo esto en honor de Kapuscinski. Soñando con que, si hubiese narrado la situación actual de la Argentina, tal vez tuviese alguna similitud con estas líneas. Soñar, y en grande, no cuesta nada.
El poder. Ese momento que potencia acciones. Ese verbo que se transformó en sustantivo y está casi mutando a adjetivo. Ese anhelo deseado, y que para sostenerse como tal debe ejercerse todos los días, todas las horas, todos los minutos.
Esa figura agigantada por la forma verbal que habilita la facultad o potencia para hacer algo.
El poder es un tiempo y existe solo cuando se utiliza. Por eso ese verbo se define solo en un tiempo y en un lugar para algo.
Ese poder, choca en algún momento con una fuerza que lo doblega. Que hace caer su ciudadela y lo condena a ser destruido.
Claro que al destruirse un poder es porqué surge otro, hay un instante en que, infinitamente breve como para medirse en tiempo, los dos poderes están frente a frente y puede creerse que coexisten, pero es una ilusión. Nunca coexisten los poderes ya que los verbos son de aplicación inmediata. Se puede o no se puede.
El infinitivo, esa terminación que le brinda una sonoridad contundente, nos explica la imposibilidad de que en un mismo espacio y tiempo se puedan dos cosas al unísono.
Claro que algunos politólogos, muchos políticos, inmensidad de periodistas, que hablan loas de Max Weber (Sociólogo alemán, 1864-1920 definió el poder como la “probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de esa probabilidad”) pero lo apuñalan intelectualmente inventaron una terminología que habla de “los poderes”, donde el concepto, al pluralizarse, pierde hasta la armonía sonora de su singularidad. Poder, es algo concreto, es el tiempo que tiene su potencia. ¿Qué es poderes? Esta multiplicidad ilusoria carece de todo andamiaje real.
Crearon la fantasía de “los poderes”. Con módica inteligencia hablan del “poder real”, “poder oculto”, “poder verdadero”. Esta desatinada ristra que nomina a lo que creen distintos poderes, se ha hecho músculo duro en la actividad política. Goza de lo usual de la charlatanería de quienes prefieren suponer poderes que no se ven, no se perciben (sobre todo por la muchedumbre, por las multitudes, por las poblaciones, por el cuerpo social masivo de las comunidades) para evitar enfrentar al poder simple y único que se tiene enfrente.
No me atrevo en incluir a dos prestigiosos psicólogos norteamericanos en la categoría de los banales según el párrafo anterior, entonces solo menciono su aporte en este tema y cada uno sacará sus conclusiones: John R. P. French y Bertram Raven, en 1959 describen en su obra La Teoría del poder social, cinco fuentes de poder que son el coercitivo, el poder por recompensa, el legítimo, el poder del experto y el poder referente. En 1965 Raven revisó esta lista e incorporó una sexta forma de poder que llamó el poder informativo.
No me parecen relevantes como dato para adosar al verbo, al poder como acción que es lo único que puede definirlo. Todas esas categorías entran en la nebulosa del debate.
Cuando se habla de poder y refiere al mundo institucional y político. Ese poder que sostiene claros atributos visibles, como una presidencia, el manejo de la fuerza estatal y la calculadora para los gastos públicos, las causas de porque llega su ocaso, son variadas. En general se habla de las condiciones objetivas, en situaciones intolerantes, en opresiones que no se bancan más, en miseria generalizada, en hechos de corrupción que deslegitiman a ese poder. Todo esto, puede ser, pero es parcial al momento de analizar cuando un poder abandona esa condición.
La fuerza de la subjetividad mancillada, por las carencias impuestas desde un gobierno, cobra importancia al sumar las circunstancias necesarias para los cambios imprevistos de ciclo.
También lo hace cuando la previsibilidad garantiza formas de expresar descontentos, como los hechos electorales regulares. En donde no exista esta posibilidad pueden darse episodios de revueltas violentas, rebeliones y las llamadas, aunque no todas lo sean, revoluciones.
En realidad, los pueblos oprimidos, los sujetos maltratados no tienen puesta su mira, en forma permanente, en cómo realizar una acción política que cambie esa situación, dolorosa e injusta para ellos. No es que la docilidad se imponga sobre su pensamiento ni que renieguen de saber que tienen fuerza para modificar una mala realidad. Los pueblos, el cuerpo social básico, la muchedumbre, las multitudes saben todo, sienten todo y conocen todo. Solo que tienen sus tiempos. Y cuando deciden algo es porque consideraron llegado el momento de poner las cosas a su favor, y no seguir manteniendo los privilegios de otros.
Ese momento viene precedido de un agotamiento significativo y de comprobar que otras formas de reclamar, sin poner en juicio el mismo modelo que motiva los reclamos, fueron inútiles.
Que pedir aumento salarial de la forma en que lo hacían no les trajo incrementos en sus haberes, que requerir mejores jubilaciones solo obtuvo como respuesta, palos en el lomo y gases que hacen llorar e irritan los ojos. Que exigir mejor calidad de vida en educación, salud y empleo, choca con constantes negativas. Entonces cuando se percibe que ese poder que mantenía un equilibrio a favor propio ya no tiene nuevas creatividades para estirar sus malas prácticas y ha perdido mucha confianza, ahí es donde los pueblos pierden su paciencia.
El agobio es total y la idea de cambiar lo presente se hace carne y se torna posibilidad en la cabeza del sujeto social. Del sujeto cultural. De hombres y mujeres que buscan su propia respuesta mediante la oposición firme hacia quien no les brinda ninguna.
Hay formas de poder, cuya manera de ejercer el gobierno es una verdadera provocación para sus gobernados. El caso argentino es un ejemplo claro de esta variable.
Ese momento aparece cuando en la élite gobernante la sensación de impunidad es una percepción general y continua. Creer que por ganar una elección todo está permitido y todo se puede, es una de las formas en que es impunidad se solidifica en la cabeza de los mandatarios.
Esa elite suele confundir un tiempo de calma y hasta de aceptación de su poder con la perennidad del mismo.
Un escándalo no motiva broncas, dos tampoco, pero veinte sí. Los pueblos suelen manejarse con prudencia y silencio hasta que siente, desde su propia alma, que la fuerza es suficiente para dar el combate necesario. El poder cree que ese silencio inteligente de las multitudes es un dato de aprobación para ellos. No. Los humillados contabilizan muy minuciosamente los abusos a que los someten.
El desenlace o el disparador de ese malestar popular puede ser, desde el poder, una medida, una palabra o un gesto. El uso de la vulgaridad en el lenguaje de un presidente puede ser el detonante de una respuesta social masiva, mucho más que una condición objetiva en contra de las mayorías.
En algún momento tanto insulto construye su réplica. “Ratas”, “Zurdos de mierda”, “hijos de puta”, “pelotudos”, “mandriles”, “golpistas”, “pedófilos” dichos una y otra vez acumulan arrogancia a quien las profiere y también suministran ocultas rabias a quienes las reciben.
La despersonalización de la otredad, es un agravio a la condición humana y uno de los derechos más vulnerados cuando se utiliza. Si sos “rata” o “mandril” no sos un humano y por ende se te puede destruir. Una sociedad sana, piensan ellos, debe alejar a estos animales. No son dignos de estar en el mismo espacio nacional que nosotros. Hay que aislarlos, hay que debilitarlos, hay que extirparlos.
La resistencia, pongámosle “popular” ante gobiernos autoritarios, represivos e intolerantes, es un fenómeno que tiene la misma edad que la historia. Cuando miles o millones de personas se cansan de susurrar malestares y quieren gritarlos, lo gritan.
Puede que en su comienzo sea un proceso imperceptible. Miradas de complicidad en las calles entre ciudadanos que concurren a alguna protesta. Murmullos que se escuchan al inicio en pequeños grupos. Estallidos de voces cantando consignas contrarias al poder e incluso vociferando en altísimos tonos verbales marchas políticas cuya letra y ritmo es conocido y apropiado por las mayorías para mostrar su disconformidad.
El poder puede ignorar estas señales, confiados en su fuerza tienen la creencia que controlan todo y que ese manejo es para siempre. Confían en reinas desnudas y en magos dados de baja por los circos más modestos, a los que les asignan categorías geométricas y metalíferas tipo “triángulo” y “hierro” que son solo dos palabras demasiadas gigantes para el pigmeismo político de quienes reciben esa calificación.
El día que suenan, metafóricamente, los clarines del despelote político, no es anunciado por sonar de bombos ni por estridencias. En general puede ser un atronador mutismo, un silencio notorio que no es más que la antesala del grito popular, del alarido social y humano.
Cuando la indignación colectiva quebró las barreras del temor (ni siquiera el físico, sino el miedo a lo que puede venir) es cuando se ve con claridad que este poder que surge de la fuerza de tantos va a derrotar al poder de los que son menos.
A veces, y en distintos países, estas realidades mostraron facetas muy distintas. Hubo revoluciones como la que empezó tomando La Bastilla. Hubo fuertes rebeldías como en Rusia en 1917. Hubo alzamientos como en México desde 1919. Sin ir para otras geografías, tenemos en nuestro país muestra de cómo se materializaron los enfrentamientos al poder. Que es importante saber que no siempre fueron acompañados por el éxito táctico por lograr en el momento lo que se pretendía, pero sin duda sembraron cultura y simbología para nuevas generaciones, y los más importante es que muestran que el poder no es absoluto si tiene enfrente, otro poder.
La Patagonia Trágica, la semana negra de las fábricas Vasena, el 17 de octubre de 1945, los cordobazos, las heroicas y tristes jornadas de diciembre del 2001, son entre otros, momentos en que se dieron éstas situaciones.
Pero también existen marcos institucionales donde ese grito emancipador y rebelde, hace oír su fuerza. No siempre, ni no todo, ocurre en callejeros campos de batalla.
Y eso ocurre en marcos electorales. En “Sufragio y Representación Política” (1963) Carlos Fayt sostiene que “las elecciones son algo más que una técnica para la designación de las autoridades de la Nación” y agrega que estas adquieren el “sentido de una consulta a la opinión y voluntad popular, un medio a través del cual el cuerpo electoral expresa su pensamiento sobre la conducción del Estado”.
Pocas afirmaciones de tipo político/jurídicas/electorales contienen un concepto de tanto respeto por la famosa “voluntad popular” que se expresa fáctica y concretamente mediante la
utilización del voto. Y, ahí, también se expresa el poder.
Hubo un poder institucional y legal que impedía el voto ciudadano y fue demolido por otro poder que se expresó en abril de 1916 cuando Hipólito Irigoyen es electo presidente en las primeras elecciones obligatorias y libres y hubo un poder que duró hasta 1952 cuando por primera vez, el poder de voto de las mujeres se plasmó en una elección nacional. Y en el medio de estas dos fechas, está el 24 de febrero de 1946 cuando el general Juan Domingo Perón gana la presidencia del país.
Y más cerca, el 30 de octubre de 1983, el poder popular en su máxima expresión (más allá de los candidatos y del inobjetable triunfo de Raúl Alfonsín) expresado en esa elección fue el hecho potente que en ese tiempo y en ese espacio, derrota al poder de la dictadura.
Como se aprecia en cada fecha, el poder es un tiempo. El poder es una acción, visible y real, que no precisa se inventen historias sobre él con miradas conspiranoides.
Un pueblo, cualquiera sea la acepción que sobre este vocablo coloquemos, flagelado por acciones desde el poder de un gobierno, lacerado por medidas que le quitan salud y alimentación mientras quienes lo hacen, se enorgullecen de ese accionar, siempre va procurando un refugio donde pueda ser él mismo. Se le hace necesario salir del rol de objeto en donde lo coloca el poder, dejar de ser la parte pasiva de cierto experimento político y lo que desea es ser sujeto. Esto lo hace para mantener su identidad, pero más importante, para seguir siendo algo. Y muchas veces, entre el espacio y el tiempo, si no puede ubicarse en el espacio, elige el tiempo para preservarse y entonces puede encontrar en su pasado, mejores motivos para sentirse cómodo, ya que comparando con lo que hoy le brinda este presente amenazador de su calidad de vida y depredador de su futuro, el pasado puede tener una visibilidad más halagüeña.
No se froten las manos los que desde una medianía intelectual y cierta miopía política dicen frases como “nadie se moviliza ni lucha por el pasado “o “nadie vota con el espejo retrovisor”.
Me permito tener dudas sobre esa seguridad de cómo actúan las multitudes (¡estoy copado con Toni Negri y Michael Hardt!)
Pueden hallar ese refugio anhelado en sus antiguas costumbres que le resultaban más placenteras que lo que hoy encuentra. Por ejemplo, que no les falten remedios a los mayores de su hogar, que no se queden sin trabajo sus familiares y que no dejen de estudiar sus hijos. Esas realidades vividas, que son el pasado, surgen con la fuerza de querer que ocurran en el hoy. Y entonces, ciertas tradiciones políticas, aun con altibajos en la garantía de esos derechos, aparecen como mejores dadores de los mismos. Y cuando más insoportable se haga el poder del gobierno que no le satisface esos mínimos reclamos, aumentará la necesidad de buscar amparo en el recuerdo de cuando si los tenía. La historia no se escribe linealmente y de una sola vez.
Tomemos la Argentina como ejemplo y hagamos un simple ejercicio de practicidad histórica. Si el poder propone formas, usos, costumbres y medidas que van a llevarte a 1870, no es ir para atrás pretender quedarte en un periodo que comienza en 1945 y, descartando las dictaduras, tuvo vigencia muchos años.
Cuando el gobierno se auto percibe insignia de avance, progreso y modernidad, pero sus políticas solo corren en contra de las agujas de reloj, los pueblos eligen en que parte de la tradición, deciden ubicarse. Para, desde ahí sí, mirar e ir para adelante.
Y esto no significa desconocer las nuevas tecnologías ni los aprovechamientos de la ciencia, sino colocar en ese espacio la cuota de sentido popular que merecen. El 5 y 6 G, el Metaverso, lo computacional cuántico, la IA, la memoria del gran Alan Turing, el reconocer que el modelo productivo del siglo 21 es el digital, también enfrentan relatos desde el poder, que son inadecuados y antiguos. Pretender como dicen los funcionarios argentinos que el desarrollo científico tecnológico y el avance digital pasa por impulsar “pequeños reactores nucleares” (para mostrar su siempre presente contradicción con las realidades, abandonaron el CAREM, un reactor nuclear de esas características y con muchos años de desarrollo) para “abastecer la energía que necesita la IA en el país” (lo dicen sin sonrojarse) cuando se conoce que su intención es colocar todo al servicio de los intereses del “amigo” Elon Musk.
La tecnología y el universo digital también está en conflicto como parte de las pugnas del poder y se resolverá entre el dominio de las empresas de Musk o una producción digital que sea accesible, abierta, democrática, justa, libre y soberana.
Cuando un sistema político entra en descomposición, el poder entra en duda sobre su capacidad de seguir imponiendo vigor a ese sistema.
La imaginación de gobernantes sobre el cariño de su pueblo, suele tener despertares grotescos y hasta trágicos cuando van comprobando que de “rock star” pasan, en la ponderación masiva, a ser comparsas de las murgas más desprestigiadas. Aquellas que desde su vulgaridad comenzaban sus cantos con el consabido “a nuestro director, le duele la cabeza…” pero siempre culminaban con el vocabulario gamberro que generalmente rimaba con que “la mujer del carnicero, no sabe ni hacer un guiso y se la pasa todo el día con dos huevos y un chorizo”. Ese es el nivel, que las poblaciones, cultas aun sin educación formal, rechazan y no les agrada.
Y, no es cuestión de violencia ni de saltos institucionales que alteren ánimos y hagan peligrar la paz de las multitudes. La de las fuerzas de seguridad ya están alteradas, pegan y gasean como única respuesta a la protesta.
Sabiendo que aún en una Nación de fuertes e incómodas pujas sectoriales, regionales y sociales es posible hallar objetivos comunes de satisfacción que lleven y brinden respuesta favorable a demandas de las partes, y que se asientan en la vieja frase de un sabio general cuando dijo que “nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”.
Hay una esencia intangible, poca medida en encuestas, que define identidades colectivas. Es cierto que no es una sola, son bastantes, y algunas se reconocen en el llamado (a veces con impropia utilización) “campo nacional y popular”, pero existe una que es mayoritaria y ésta viene fraguada en la historia, refleja valores y combina la admiración por logros culturales, sociales, económicos y políticos con el desdén por falencias en cada uno de esos mismos ítems.
Pone al desnudo sus luchas y sus victorias, pero también sus magulladuras, que las tiene y hoy son casi decisivas en el debate por su continuidad histórica. Junto a otras tradiciones, el peronismo deberá dar el decisivo examen de su alianza con la naturaleza de su ser, con su ontología, con su compromiso histórico.
Es una proporción entre lo que ya pasó, pero está en la memoria positiva de millones de compatriotas, y lo que hoy todavía no ocurrió y es el presente y el futuro en un mismo envase político.
El poder, ese casquivano verbo, que tanto entusiasma y atrae, está en disputa.
El poder, como mando fáctico y concreto hoy en Argentina tiene debilidades desde el gobierno que lo detenta.
Tal vez, y sin caer en rótulos rimbombantes, haya llegado, como en otras ocasiones, “la hora de los pueblos”.