Con la sola excepción de animar una suerte de Larga Marcha contra el socialismo en todas sus variantes, las reales y las imaginarias, la denominada “batalla cultural” que proponen Javier Milei y sus acólitos no parece responder a un plexo de ideas claras al respecto. Es un slogan útil para decir palabras que disimulen, entre varios asuntos, restricciones presupuestarias en las universidades, cierre de centros estratégicos de investigación y desarrollo, despidos y discriminaciones.
A propósito de la tan promocionada “batalla cultural”, sería interesante y productivo recordar unos párrafos de La cartuja de Parma (1839) donde Stendhal formuló un auténtico dilema para los historiadores. En ese pasaje de una de sus mayores novelas aparece el joven patricio italiano Fabrizio del Dongo, hechizado por Napoleón Bonaparte como tantos otros, incorporándose al ejército del emperador en circunstancias poco propicias. Ciertamente lo hace en las proximidades de un sitio denominado Waterloo y en vísperas de que allí sucediera, a juzgar por los desplazamientos apresurados de tropas y aparejos y por el estruendo de los primeros cañonazos, algo inteligible como un enfrentamiento grosso, de gran interés para los tiempos por venir y no apto para principiantes.
Stendhal anotó que Fabrizio (muy jovencito, un bello adolescente) estaba decidido a batirse contra viento y marea. Que una vez en el frente conoció a una cantinera que afortunadamente le dio no solo buenos consejos sino también refugio en su carro, que lo atendió cuando la visión de un muerto a manos del enemigo resultó insoportable para él, que calmó su entusiasmo cuando divisó el paso de hombres enardecidos, que reconoció al mariscal Ney y que trató de fortalecer su temple con algunas medidas de aguardiente. Entonces la demorada escritura realista de Stendhal reprodujo el grito de un sargento (“¡Bestias! ¿Acaso no veis al Emperador?”), la irrupción de una densa escolta que lo vivaba, y algo más. “Resulta ocioso decir que nuestro amigo Fabrizio puso toda su atención en el grupo de generales que cruzaban al galope seguidos de su correspondiente escolta, pero no consiguió distinguir a su ídolo. Sin duda se lo impidieron los largos y ondulantes penachos que coronaban los brillantes cascos de la custodia y su séquito. «Esos malditos vasitos de aguardiente –pensó Fabrizio– han sido la causa de que no haya visto al Emperador sobre el campo de batalla».”
Todo alrededor parecía demencial, una realidad enteramente confusa y fragmentaria, hecha trizas y ensordecedora. Las andanadas de la artillería funcionando a pleno desplegaban un trueno inacabable, con la soldadesca entrando y saliendo del humo, y Fabrizio que también deseaba entrar en combate y matar al menos a un enemigo, cuando lo hirieron levemente, sufrió un desmayo y fue retirado a buen recaudo. Un par de semanas permaneció en una hospedería recuperándose, cultivando el orgullo de haber llegado a tiempo al lugar de los hechos y de haber sido presunto partícipe de las hostilidades, aunque ignorara en verdad a quién correspondía la victoria, y si había de veras estado tan cerca de Napoleón. Entonces comenzó a formularse algunas preguntas inquietantes, a saber: los retazos de enfrentamientos que había entrevisto, ¿debía pensarlos como una batalla? Y en caso afirmativo, ¿eso implicaba la posibilidad de haber sido testigo de una guerra?
Numerosos historiadores analizaron el dilema planteado en este pasaje de Stendhal, y varios arribaron a la conclusión de que nadie puede ser testigo de una batalla (aunque eventualmente participe de ella), y menos aún de una guerra, conceptos abstractos de los cuales millones de personas experimentan solamente un pequeño bosquejo y sus consecuencias. A partir de allí, entonces, como en un jardín con senderos que se bifurcan hubo la perspectiva posmoderna planteando la imposibilidad de todo conocimiento objetivo del pasado, limitándolo a una serie de “relatos”, “interpretaciones” o “discursos”, y la de quienes reivindican la profesión de historiadores, de buscadores de la verdad objetiva, de quienes sospechan y aseguran que conocen mejor el pasado que los testigos como Fabrizio, aunque haya sido partícipe nada menos que de la batalla de Waterloo. A ver: ¿quién sabe más respecto de lo sucedido, un testigo herido y rápidamente retirado del escenario como Fabrizio (aunque sea para ingresar después a la Historia) o el historiador? Está claro que Fabrizio tuvo un conocimiento directo del acontecimiento, pero no es simple responder a la pregunta de qué conoció, habida cuenta de que fue levemente herido y todo lo que tenía delante de sí desapareció temporariamente, y cuando recuperó la conciencia los hechos eran cosa del pasado. Pregunta pertinente, además, cuando desde un gobierno se requiere que sus partidarios, como sucede en la Argentina actual, den una batalla muy particular, una batalla denominada “cultural”
La cultura, entendida como la aspiración de espíritus elevados que animan, poniendo la mayor distancia posible entre ellos, la naturaleza y su propia animalidad, un proyecto superador de su estar en el mundo, es una concepción cedida por la Ilustración que llega hasta la actualidad, aunque cambiara con el curso de los años. Exhibió y seguirá exhibiendo una estructura jerárquica, o elitista, que le impidió sostener demasiado tiempo su hegemonía porque paralelamente apareció la idea de que la cultura (abarcativa de la totalidad de lo dado) es lo que distingue a una sociedad de otra, haciendo partícipes de ésta al conjunto de sus miembros. O sea que el individualismo de quienes cultivan su espíritu deliberadamente, y por su mera existencia patentizan a los incultos, en tanto concepción hubo de lidiar con la idea de que los procesos sociales no solamente generan y modifican las condiciones de vida concreta de sus miembros, sino también su inclusión en un entramado cultural en tanto animadores plenos del mismo. Y por añadidura, la convergencia del idealismo alemán con algunos aportes de la antropología y la sociología habilitó la concepción de la cultura como la acción del hombre sobre la naturaleza y sobre sí mismo, recurriendo a los medios disponibles en un ámbito determinado, modificándose mutuamente.
Como es sabido esta última concepción, denominada “antropológica” por los estudiosos del tema, permitió colocar en la superficie que el desarrollo de las condiciones materiales de una comunidad implica per se la provisión de los estímulos para la creación intelectual y el incremento de la enseñanza, dinamizadores dialécticos del proceso de construcción de la base material de la comunidad. Así que es posible definir a la cultura, retomando lo expresado más arriba, como la forma específica en que las comunidades (y cada uno de sus miembros) resuelven su estar en el mundo, su contradicción con la naturaleza, modificándose mutuamente en el curso de la superación de ésta. Y en tanto forma productiva la cultura se manifiesta materialmente a través de la producción de alimentos y artesanías, artes plásticas, literaturas, etc., o inmaterialmente a través de hábitos y costumbres, comportamientos, creencias, danzas, literaturas orales, etc. Mucho más potente que lo que usualmente se considera, entonces, el despliegue cultural en tanto forma productiva abarca todos los niveles de la comunidad, se apropia de sí misma y se proyecta transversalmente al conjunto.
Ahora bien, poniendo entre paréntesis la vocación destructiva respecto del Estado nacional que exhibe con orgullo el actual Gobierno, lo cierto es que las discusiones en torno de las intervenciones culturales “desde arriba” que, en definitiva, violentarían al entramado social, o de las soluciones “desde abajo” que presuponen una oposición irreductible, no parecen del todo conducentes. Y hay que insistir en esto: aunque los libertarios detesten toda reflexión en torno de las externalidades (sobre todo cuando se refieren a los bienes públicos), las principales externalidades de la cultura son especialísimas y tienen que ver con la cohesión social, el logro de más y mejores creencias, el estímulo y respeto de la diversidad, el alcance de más altos niveles de convivencia y de comprensión entre compatriotas. En definitiva, a través del despliegue de la cultura, la comunidad se vuelve más humana.
Así las cosas, habría que pensar de nuevo en Fabrizio, el personaje de La Cartuja de Parma, y suponerlo inmerso en la presunta “batalla cultural” promovida por Milei y sus acólitos. ¿Lograría comprender Fabrizio que el fin de esa batalla es la cultura, pero su medio también lo es? ¿O que se da para impedir un cambio, aunque tal vez también para provocarlo? ¿Podría suponer que, si la batalla cultural es grande como la cultura misma, pondría en juego al país entero? Para el titular de la Fundación Faro, el filósofo del régimen que administra ingentes recursos, lo primero que persigue la batalla cultural es el dominio de la cultura, la que resulta “el botín de esa batalla” y a su vez el terreno de su propio desarrollo. Y aventura que “los medios a través de los que preponderantemente se desarrolla esta batalla están compuestos por las propias instituciones dedicadas a la producción y reproducción cultural de la sociedad (escuelas, universidades, iglesias, medios de comunicación, arte, órganos de propaganda del Estado, fundaciones, etcétera”. Dicho en buen romance, y ratificada la idea jerárquica o elitista de la cultura, propone dar una batalla para tomar por asalto los medios que todavía queden en manos del enemigo, con seguridad una casta que habrá que reemplazar con otra, es válido suponer.
Retomando la experiencia de Fabrizio en Waterloo, queda claro que la batalla, por significativa que sea, no resulta perceptible con facilidad para sus combatientes. Eso también parece comprender el filósofo del régimen cuando dice que se puede intentar extraer la noción de batalla de la nebulosa, planteando que deriva de un conflicto que bien puede ser la continuación de la política por ese medio, pero siempre y cuando cumpla con el requisito de gran magnitud y trascendencia. Suena feo, porque Fabrizio estuvo en Waterloo, nada más ni nada menos, sin darse cuenta. Pero la convergencia de hechos y diversas circunstancias que hagan significativa la noción de batalla es contingente, dice el filósofo libertario, así como también es contingente su inserción en un esquema de batalla. Incluso las contradicciones en el seno de la comunidad pueden ser pequeñas o grandes, siendo sólo estas últimas las válidas para desencadenar una verdadera batalla cultural.
A modo de conclusión, habrá que señalar que el titular de la Fundación Faro, como corresponde a quienes saben promoverse bien, niega la posibilidad de una batalla cultural sin conductor, “sin un elemento consciente del cual surgen esfuerzos racionales para conseguir la victoria”. O sea que se ofrece implícitamente para ejercer esa tarea, aun a sabiendas de que sin conducción estratégica del lado de sus adversarios (condenados a la perseverancia en una suerte de comodidad perdidosa y confiando en eventuales reacciones espontáneas), su desempeño sería meramente decorativo. O mejor, tan decorativo como rentable.