Desde Porto Alegre, Brasil.
Los militares brasileños fueron el verdadero brazo ejecutor del intento de golpe bolsonarista. Antes, la candidatura de Bolsonaro se definió en una reunión que se realizó en una academia militar dirigida por el actual jefe del Ejército. Se negaron a saludar a Lula. Nunca dejaron los principios de la dictadura. Observan sigilosos a los gobiernos elegidos por voto popular. Fueron artífices del impeachment a Dilma. Y ahí se mantienen.
Bolsonaro llegó tan lejos como llegó, y Brasil casi se hundió en una dictadura feroz porque los militares crearon las condiciones para ello.
Por un tris no hubo un cambio de régimen. Faltó muy poco. Si la conspiración hubiera tenido éxito, Brasil habría quedado sumergido en una terrible dictadura militar.
El complot golpista se fraguó en Planalto y en los cuarteles, con la participación central de generales del Alto Mando del Ejército y altos mandos de las tres fuerzas. Simplemente, 25 de los 37 acusados inicialmente por la Policía Federal son militares.
La empresa golpista fue un medio para alcanzar el objetivo final: la realización del proyecto de poder militar acariciado por los dirigentes partidistas de las Fuerzas Armadas. Aquellos sectores en el sótano del antiguo régimen nunca aceptaron la transición lenta, gradual y segura, ni el fin de la dictadura porque querían un “régimen eterno”. Entendían que los paisanos son incompetentes, corruptos e incapaces de guiar los destinos del país.
La movilización institucional de los cuarteles en torno a tal proyecto de poder se remonta al menos a diez años -si no más- en el contexto de desestabilización política que culminó con el fraudulento impeachment a la presidenta Dilma.
No hay que olvidar que la candidatura de Bolsonaro para las elecciones presidenciales de 2018 fue lanzada en un mini mitín en la AMAN, Academia de Agulhas Negras, el 29 de noviembre de 2014. El actual comandante del Ejército, general Tomás Paiva, comandaba esa unidad.
Los comandantes se mostraron condescendientes con los campamentos en las zonas de los cuarteles y con los oficiales que pidieron una intervención militar. Como mínimo, prevaricaron frente a los grupos golpistas, incluso cuando recibieron el borrador del golpe.
Estos mismos comandantes abandonaron sus cargos el 30 de diciembre de 2022 porque se negaron a saludar al presidente Lula, elegido por el voto popular para ser comandante supremo de las Fuerzas Armadas.
Un gesto de grave insubordinación. En democracias mínimamente funcionales, los sediciosos son arrestados y expulsados de las Fuerzas Armadas.
Pero hoy, sin embargo, estos comandantes son elogiados, considerados héroes salvacionistas que protegieron nuestra democracia. Se sabe que la objeción de Washington al golpe produjo fisuras en el Alto Mando del Ejército, factor que rompió la unidad institucional en torno a la empresa golpista .»Cinco [generales] no quieren [el golpe], tres realmente lo quieren y los demás, una zona de confort. Y eso. Lamentablemente”, dijo un coronel.
A pesar de esta retrospectiva, sin embargo, los medios de comunicación destacan al unísono que Bolsonaro “planificó, articuló y dirigió el intento de golpe”.
Es una narrativa conveniente para los militares porque coloca toda la responsabilidad penal sobre los hombros del ex presidente, al tiempo que oculta el papel intelectual y orgánico de la institución militar y sus altos mandos jerárquicos en el proyecto golpista.
La disposición de Bolsonaro y de algunos militares como chivos expiatorios estaba en el horizonte de la planificación militar. Era sólo cuestión de tiempo y oportunidad. Y este momento ha llegado.
La probable condena y encarcelamiento de algunos de esos militares golpistas es un hecho sin precedentes en la vida republicana y tiene un enorme valor histórico.
Esto, aunque relevante, todavía es insuficiente para poner fin a la amenaza permanente que los militares representan para la democracia. Al crear un “poder moderador”, protegen la política e imponen lo que el poder civil debería –y puede– hacer.
El poder de tutela de los militares no terminó con el fin de la dictadura. Ellos todavía están aquí, dando las cartas y mandando en el juego.
Al salir de la dictadura, impusieron la Ley de Amnistía para quedar impunes y aumentaron a seis años el mandato de Figueiredo, el último dictador. Garantizaron una transición conservadora y controlada, impidieron Diretas Jà e impusieron una elección indirecta para presidente en el Colegio Electoral.
En la Asamblea Constituyente impusieron la duda del artículo 142 de la Constitución que sirve de pretexto para la intervención militar.
Conspiraron con Temer para derrocar a Dilma y ordenaron al Superior Tribunal Federal que arrestara a Lula, despejando el camino para la elección de la fórmula militar Bolsonaro-Mourão.
Fracasados en el intento de golpe, eligieron como ministro de Defensa del gobierno Lula a un fiel representante de sus intereses.
Y ahora han establecido un cordón sanitario limitando las condenas solo a algunos golpistas, no a todos, incluidos miembros del Alto Mando, para liberar la responsabilidad institucional de las Fuerzas Armadas, especialmente del Ejército.
Nuestra democracia vive bajo la amenaza permanente de la intervención uniformada, al menos desde 1889, cuando nació la República mediante un golpe militar.
Como advierte el profesor Manuel Domingos Neto, mientras los militares no sean gobernados por quienes son elegidos por la soberanía popular, seguirán gobernando a quienes no los gobiernen.