Entre tanto viaje pasó inadvertida la visita de Milei a El Salvador. Y recibió poca o nula importancia el puñado de características específicas que hacen a ese país tan distinto de la Argentina. Una mirada a fondo más allá de la zona de confort.
El 1º de junio el sistema de medios hegemónicos pudo mostrar al mundo que hay que ser corajudo para trabajar de titular del Poder Ejecutivo, porque poco antes de que Milei abordara su avión en los EE.UU. a fin de participar en El Salvador de la asunción presidencial de Nayib Bukele por segunda vez, se habría desbaratado un atentado con bombas que tenía la intención de frustrar los festejos. También hay que ser corajudo para soportar el zarandeo de la variedad y riqueza de pensamientos políticos, narcisismos, puntos de vista y formulaciones ideológicas (casi tantas como intereses en juego) por lo general más propensas a la autonomía que a la sumisión. En tal sentido Javier Milei, que se piensa en los umbrales del liderazgo planetario de la ultraderecha neoliberal, pero en su variante libertaria o anarcocapitalista, con la rigidez estatuaria que suele adoptar en público debió soportar que Nayib Bukele pronunciara un discurso de asunción con algunas definiciones molestas para él. Dijo Bukele, por ejemplo: “Lo público debe ser mejor que lo privado. No hagan caso a voces que tratan de envenenar la mente de la gente cuando construimos algo bueno para el pueblo y que es el pueblo el que lo utiliza…”
Si bien Bukele y Milei animan con entusiasmo el avance de la ultraderecha que es, parafraseando el comienzo del preámbulo de un manifiesto famoso, la antítesis de un fantasma recorriendo Europa y el resto de Occidente, ideológicamente el libertario parece un emergente pintoresco que todavía opera en relativa soledad. Bukele ganó su reelección plebiscitariamente (obtuvo el 84,6% de los votos), pero debió forzar el orden constitucional porque no estaba previsto que un presidente ejerciera un segundo mandato a continuación del primero, o sea, de manera inmediata. Por añadidura el efusivo saludo de Milei encendió luces de alarma en la oposición democrática argentina ya que preguntó, apenas completó la reverencia: “¿Cómo es esto de ser reelecto?” A lo cual Bukele dijo: “Es necesario porque cuando uno emprende reformas no alcanza el tiempo; cuando se empiezan a ver los frutos se termina el mandato y se necesita poder administrar los frutos”.
El flamante presidente reelecto de El Salvador viene de una familia árabe palestina de buen pasar, él también es empresario, se autopercibe “un instrumento de Dios” y se dedicó a la política desde muy joven. Fue elegido alcalde de Nuevo Cuscatlán (en 2012) y de San Salvador (en 2015) por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, una ex guerrilla convertida en agrupación de izquierda, pero hubo divergencias que terminaron con su expulsión en 2017. Al año siguiente fundó su propio sello, Nuevas Ideas, no obstante lo cual para las elecciones de 2019, cuando aspiró a la presidencia, se presentó en las listas de Cambio Democrático, partido de centro izquierda que fue disuelto por las autoridades electorales. Esta circunstancia motivó que trazara una extravagante trayectoria en zigzag coronada con su incorporación en la lista del partido de extrema derecha Gran Alianza de Unidad Nacional, con la que ganó las elecciones; pragmatismo de máxima pureza, como se ve: hasta entonces Bukele había representado un papel de outsider de la política y de luchador anti “casta” consecuente.
Una vez instalado en el poder Bukele decidió “pacificar” al país combatiendo a las pandillas para lograr una caída sustancial de la tasa de criminalidad. Sin embargo, según los opositores, promovió que sus funcionarios negociaran secretamente con ellas y, sobre todo, con la Mara Salvatrucha, la poderosa organización criminal compuesta por pandillas de narcos, contrabandistas de armas, asesinos por encargo, secuestradores, etcétera, que comenzaron a operar en Los Ángeles, EE.UU., y luego se expandieron a México, a varios países centroamericanos, y al sur y oeste de Europa. Las negociaciones secretas con las maras y otros manejos autoritarios en desmedro de las instituciones democráticas derivaron en conflictos diplomáticos con los EE.UU. y cierta tirantez con la gestión Biden, y si bien nunca estuvo en tela de juicio el intenso alineamiento de El Salvador con la gran potencia del Norte, fue sugestivo (y debidamente publicitado) que para la segunda asunción de Bukele viajara Donald Trump Jr., el hijo primogénito del candidato a repetir Donald Trump, condenado en plena campaña por fraude contable para comprar el silencio de la actriz porno Stormy Daniels, quien dijo al enterarse del fallo judicial: “Creo que debería ser sentenciado a la cárcel, y a algún servicio comunitario trabajando para los menos favorecidos, o siendo un saco de boxeo voluntario en un refugio para mujeres.”
A comienzos de 2020 Bukele solicitó un préstamo de cien millones de dólares en los EE.UU. a fin de financiar un plan de refuerzo de la Policía Nacional Civil, pero como el Parlamento se opuso procedió a tomarlo con un grupo de militares armados, en lo que para muchos observadores constituyó un auténtico autogolpe. Al año siguiente las elecciones le dieron amplia mayoría legislativa y entonces, con legitimidad electoral y apoyo militar, dio rienda suelta a su creatividad: entre otras medidas destituyó al Tribunal Constitucional de la Corte Suprema, sancionó la aceptación del Bitcoin como moneda de curso legal (además del colón salvadoreño, legalmente vigente pero fuera de circulación, y el dólar estadounidense) y usó la lucha contra las pandillas (haciendo caso omiso de los derechos humanos más elementales) como excusa para incrementar el autoritarismo. El nuevo y sumiso Poder Legislativo reformó el Código Penal, habilitando sanciones a los medios que reprodujeran contenidos vinculados a las pandillas, o detenciones para los que pintaran grafitis o mensajes callejeros, y también aprobó la imposición del estado de excepción.
Estas medidas fueron presentadas por Bukele como la base del “éxito” en la “guerra” contra las pandillas que, habiendo traspasado las fronteras de su país, agraviaban incluso la convivencia planetaria. En El Salvador la policía puede detener a cualquiera por mero aspecto de malandra o por portación de rostro, puede irrumpir en los territorios antes ocupados por las maras y coparlos militarmente, realizando redadas y encarcelamientos masivos, y hasta puede hacer que un detenido desaparezca sin dejar rastros. Bukele construyó una cárcel con capacidad para 40.000 presos (el Centro de Confinamiento del Terrorismo, CECOT), y las fotografías de los contingentes de ocupantes casi desnudos, en cuclillas, son elocuentes: tal vez las maras en El Salvador estén en vías de extinción, pero a costa de gran parte de la democracia porque allí una sola persona manipula todo el sistema, con independencia de mecanismos de control y rendición de cuentas.
Sin embargo cuando fue alcalde Bukele se mostró sensible a las necesidades de los más vulnerables, implementando la entrega de canastas alimentarias mensuales para los adultos mayores, por ejemplo, o apoyando el desenvolvimiento de emprendimientos femeninos de artesanías y financiando obras de infraestructura. Incluso eran tiempos en que manifestaba que descreía de la violencia estatal como remedio de la violencia social, pero cuando llegó a la presidencia eliminó, con la excusa de que eran resultado del clientelismo, todas las organizaciones del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional que tuvieran que ver con la promoción de la mujer, la juventud o el desarrollo local. Había llegado la hora de los ajustes presupuestarios, de la reducción del número de municipios (de 262 a no más de 50) del número de alcaldías (de 262 a 44), y del achique del Poder Legislativo, entre otras iniciativas. Pero Bukele impulsó paradójicamente la Ley de Recursos Hídricos que garantiza el acceso al agua en calidad de un derecho humano y el saneamiento como “componente del derecho a un nivel de vida adecuado”. En El Salvador las ideas de Bertie Benegas Lynch al respecto tendrían poco predicamento porque esa Ley de Recursos Hídricos prohíbe la privatización del agua “bajo ninguna condición”.
Por supuesto que no es interesante y productivo abrazar a Bukele, como lo hizo Milei, sin tener en cuenta sus posturas ideológicas y que preside el país más pequeño de Centroamérica, con un crecimiento modesto, según el Banco Mundial, y una desigualdad altísima y estructural. En El Salvador las cuentas fiscales arrojan un fuerte desequilibrio, la deuda pública orilla el 90% del PIB, el Gobierno recibe presiones de liquidez y carece de alternativas de financiamiento, sin poder por ahora emitir deuda en los mercados internacionales. Sin embargo, en el discurso de asunción Bukele dijo que finalmente El Salvador había logrado acceder a la libertad por convertirse en el país más seguro del hemisferio, pero no por obra de “nuestra fuerza o nuestra inteligencia” sino “únicamente con la gloria de Dios y con la sabiduría de Dios”, una manera de licuar bajo un aparente gesto de modestia toda responsabilidad por la mano dura abusiva, o como diría el filósofo sloveno Slavoj Žižek apelando al zen corporativo, tan de moda en el entrenamiento de los más altos funcionarios de las grandes empresas, “no te mato yo, te mata mi espada”.
Seguidamente Bukele se refirió al país como si fuera un enfermo de gravedad, y dijo que “yo te curé del cáncer y te puedo curar de los demás problemas pero no puedo curarte de todo al mismo tiempo”. También dijo que en su segundo mandato habrá de encarar los demás problemas, dado que estaba resuelto “el cáncer de las pandillas”, y concluyó: “Juntos nos libramos del cáncer de las pandillas, de la inseguridad. Incluso, cuando algunos decían que ese no era el camino… La medicina es solo una parte de la solución. La otra parte es la guía de Dios y la última parte es el paciente.”
Concluidos los festejos el presidente Milei abordó el avión para regresar a la Argentina. Entre otros temas difíciles, lo aguardaban la crisis de gabinete en desarrollo, el escándalo por la retención de alimentos y desabastecimiento consiguiente de comedores comunitarios y merenderos, con la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, en el ojo de la tormenta, y una derivación inesperada: también salieron a la luz contratos y presuntos sobresueldos pagados a través de la Organización de Estados Interamericanos, y siempre en el área de “la mejor ministra de la historia”, como la calificó Milei. Son temas difíciles de asimilar, por más que las autoridades elijan hacerse las distraídas, sobre todo porque pueden implicar comportamientos ilegales y, algo que no fue debidamente advertido, los pagos por contratos con la Organización de Estados Interamericanos, por ejemplo, o por proyectos financiados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo son, en última instancia, deuda externa.