La educación pública, como lo denuncia con humor Woody Allen, es objeto de prejuicios y críticas interesadas. Pero es un patrimonio mensurable por la dimensión de los ataques que recibe, y por su enorme capacidad de resistencia.
Woody Allen, entre otras cosas hombre de teatro, consagradísimo guionista, actor y director de cine, escritor, clarinetista de su conjunto New Orleans Jazz Band y animador de una sobresaltada vida sentimental, en 2007 publicó un libro de cuentos humorísticos titulado Pura anarquía. Con el aporte de esa colección de textos desopilantes, capaces de provocar carcajadas en los lectores más exigentes y deprimidos, Woody Allen se ubica a la par de su malogrado coetáneo sureño John Kennedy Tool, autor de La conjura de los necios. Pero lo que John Kennedy Tool es a la novela, Woody Allen es a los relatos humorísticos relativamente breves, mecanismos donde en función directa de la síntesis irrumpe, y se potencia, un caudaloso material hilarante.
Los cuentos de Pura anarquía ilustran un punto de vista que se pretende crítico, burlón y escéptico del mundo que rodea al autor, y persigue la complicidad de los lectores. Entre esos cuentos de muy dificultoso ordenamiento jerárquico, porque son todos excelentes, hay uno en particular, titulado “El rechazo”, que parece escrito especialmente para los argentinos. Arranca así: “Cuando Boris Ivánovich abrió la carta y leyó su contenido, él y su mujer, Anna, palidecieron. Anunciaba que su hijo de tres años, Mischa, había sido rechazado en el mejor parvulario de Manhattan.”
Entonces Woody Allen da rienda suelta a su inveterada vocación de mofarse de los prejuicios y del snobismo en cualquiera de sus formas, incluso el animado por las clases acomodadas de New York, la ciudad más emblemática de los EE.UU. Uno de los colegas del atribulado Ivánovich le dijo que él no entendía cómo eran las cosas, y agregó: “Los contactos son importantes. Tiene que haber un intercambio de dinero. Eres un zoquete, Boris Ivánovich.” Por supuesto que el aludido con tanta delicadeza probó una defensa desesperada: “Les unté la mano a todos, desde las maestras hasta los limpiacristales, y mi hijo no lo ha conseguido ni por ésas.” Y entonces llega el pasaje deslumbrante, especialmente si es leído desde estas pampas. El colega de Ivánovich aseguró que se dio el caso, muchos años atrás, del hijo de un conocido director de un banco de inversiones que no consiguió plaza en un parvulario muy distinguido. Se desató cierto escándalo, pero luego también fue rechazado en otro colegio elegido por los padres y se vio obligado, agregó el colega y vaciló, como si no se animara a proseguir… Se vio obligado…
– ¿A qué? Cuéntamelo, Dmitri Siminov.
– Me limitaré a decir que cuando cumplió los cinco se vio obligado a estudiar en… en un colegio público.
– Si es así, Dios no existe – declaró Boris Ivánovich.
Según la versión de Dmitri Siminov, continúa Woody Allen, el que cayó en la escuela pública tuvo que “aceptar empleos cada vez más degradantes, hasta que acabó sisando a su jefe para mantener el vicio del alcohol”. A esa altura era un borracho empedernido, y había pasado de la sisa al robo, hasta terminar asesinando y descuartizando a su casera. “Ya en el patíbulo, el chico lo atribuyó todo al rechazo del parvulario adecuado”.
En este relato Woody Allen se deleita perfilando una mentalidad básicamente prejuiciosa y conservadora. La enseñanza privada sería una de las herramientas para satisfacer el elitismo, y eventualmente el deseo de ascenso social, al tiempo que la enseñanza pública sería algo deplorable, algo que por todos los medios posibles conviene evitar. En la Argentina esta mentalidad también existe, pero llegó a su paroxismo en boca nada más ni nada menos que del entonces presidente de la Nación, Mauricio Macri, en ocasión de brindar una conferencia de prensa el 22 de marzo de 2017. Había un gran conflicto con los maestros, que se desplazaban desde todas partes del país hacia Buenos Aires convocados por la Marcha Federal Docente. Entonces Macri decidió difundir los resultados del llamado “Operativo Aprender”, a los cuales calificó como “muy malos, sorprendentemente malos”, aunque siempre los resultados de la enseñanza privada fueran superiores a los de la enseñanza pública. Después su ministro Esteban Bullrich confirmaría la decisión oficial de no aumentar los sueldos de los docentes ni dotar al sistema de mayor presupuesto, pese a que Macri diría, a modo de consigna (y casi con seguridad sin haber leído a Woody Allen) que “en eso también tenemos que trabajar, en terminar con la terrible inequidad entre aquel que puede ir a una privada y aquel que tiene que caer en la escuela pública”. No fue un giro discursivo feliz, y como las críticas generalizadas le impidieron levantar vuelo, ni siquiera pudo sonar como una provocación dirigida a los gremios docentes movilizados.
Pocos años después, el anarco capitalista Javier Milei firmó el Decreto 70/2023 que decía en el artículo 97 que la educación primaria y secundaria, así como el cuidado de menores y la educación especial, entre otros, serían considerados “servicios esenciales” y de importancia trascendental, por lo cual ante un conflicto colectivo debería garantizarse el 75% de la prestación; la iniciativa está en la justicia porque los gremios la consideraron agraviante del derecho de huelga.
Por su parte la denominada “ley ómnibus” también abordó temas educativos, como la gratuidad de las universidades públicas para argentinos y extranjeros residentes, pero no así para los extranjeros, salvo que se trate de becarios financiados por convenios con otros países o instituciones privadas extranjeras. En cuanto a la escuela primaria, se habilitaría la posibilidad del homeschooling a partir del cuarto grado, y propone que al final de la secundaria los estudiantes rindan un examen de carácter evaluativo, y otro examen o un curso de nivelación para el ingreso a la universidad.
Durante toda su carrera Javier Milei planteó algunos temas de difícil comprensión, como por ejemplo la idea de arancelar al sistema educativo, aunque sea un servicio público con gestión estatal o privada, pero sin que a los “usuarios” les resulte oneroso. La pregunta es, aunque Milei no lo plantee así, ¿cómo evitar que continúe la masa de quienes caen en la educación pública? Lo ha dicho demasiadas veces: habrá que implementar un sistema de vouchers como en Suecia, donde funciona bien, de manera que los ciudadanos puedan elegir dónde quieren estudiar, forzando a las instituciones a que compitan entre ellas, mejoren su oferta y aumenten sus matrículas respectivas. Más allá de la teoría, en un país extenso y con desarrollos territoriales desiguales, si no es mediante la gestión pública resulta muy poco probable que se revierta un proceso de desertificación educativa.
Otra idea recurrente y vinculada con la educación pública se refiere a su funcionamiento, apto para formar “esclavos de la religión del Estado” masivamente. ¿Por qué? Porque la educación pública es “una máquina de lavar cerebros”, y quien manda entonces a sus hijos a la escuela pública los expone a serios peligros.
Esta percepción de un sistema educativo público traicionando a sus objetivos genuinos tampoco es novedosa, y si bien en el pasado apareció en varias oportunidades, fue durante el más lúgubre período histórico reciente, durante la dictadura de 1976/83, cuando exhibió una formulación detallada y con mayores precisiones. Entonces el Estado Mayor General del Ejército distribuyó, entre otros materiales, un cuadernillo titulado Marxismo y subversión. Ámbito educacional, en el cual se planteaba que “el accionar de la subversión en dicho ámbito adquiere un énfasis particular por ser considerado por ésta el más apto para la preparación de la acción insurreccional de masas en forma mediata; ello impone un tratamiento más pormenorizado.” En el documento abundaban expresiones como “la línea estratégica establecida (de la subversión) tiende a orientar subjetivamente las conciencias de los futuros dirigentes del país”, manteniendo “el eslabonamiento ideológico entre las generaciones”, al tiempo que “por la acción llevada a cabo en los procesos culturales, se tiende a adormecer a las generaciones mayores, constituidas por padres y dirigentes del país, en la función natural de educación y control que deben realizar”. Se trataría de “captar ideológicamente la juventud, futura conductora de la Nación”, de “reclutar adeptos”, de “evitar la modificación de planes y sistemas que beneficien sus objetivos” y de “mantener encubierto al personal docente partidario”.
Luego el cuadernillo justifica el desempeño de la dictadura, al que considera coronado por el éxito, pero insiste: si el objetivo básico de la “subversión alienante” es la conquista de las mentes, será en las aulas “donde se ha de librar la batalla decisiva”. Y llama a la responsabilidad de los educadores y de los padres para inculcar los valores propios de la Nación, manteniendo presente que tal vez la lucha continúe.