La denuncia de Fabiola Yáñez contra Alberto Fernández fue tomada por el Gobierno como un carancheo. Pasivo, en primer lugar, para quitar de la agenda la catástrofe social y productiva. Pero hay signos de que ese carancheo puede haber sido activo.
Primero fue “el curro de los derechos humanos”. Después, “el curro del Estado”. Le siguió “el curro del feminismo”. Y ahora la ultraderecha quiere terminar de instalar en la Argentina algo que podría ser llamado así: “El curro de los derechos”. Lo dijo Su Excelencia varias veces cuando expresó que la justicia social y la frase de Eva Perón (“De cada necesidad, un derecho”) no era un valor sino una maldición histórica. Ahora, coherente con esa posición, dejó trascender que quiere evitar el carancheo en el caso de la denuncia de Fabiola Yáñez contra el expresidente Alberto Fernández. “Caranchear”, en gastronomía, y sobre todo en el litoral argentino, es picotear con la mano o con el tenedor tal como lo haría una bandada de caranchos sobre una presa. El pacú es ideal para caranchear, por ejemplo. Se sirve en el medio de la mesa y los comensales van usando el tenedor o la mano para tomar trozos de pescado. Debería aplicarse a la fondue, sin duda, pero por algún motivo extraño, quizás el exceso de respeto por Francia y Suiza, la palabra no se usa para esa exquisitez. Y bien: con sutileza, porque no precisa hacer demasiado esfuerzo, el Gobierno dice que no caranchea. Pero en los hechos lo está haciendo sobre un alimento todavía abundante llamado peronismo. ¿Será porque el bocado está inerte como un pacú? ¿O porque no reaccionó a tiempo y corre peligro de ser pacú?
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El trascendido oficial, escrito por uno de los periodistas con mayor acceso a Su Excelencia Javier Milei y al vocero Manuel Adorni, Ignacio Ortelli, fue publicado en Clarín el viernes 9 de agosto a las 14:30.
Vale la pena transcribir dos párrafos de la nota:
*”Nadie (en el Gobierno) quiere referirse en público, pero la versión de que algunos ministros sabían lo que la Justicia manejaba con extremo recelo sobrevuela los pasillos del poder. El esfuerzo por no dar motivos para que el peronismo vincule la acusación a una maniobra oficialista es concreto”.
*”Por eso, en Balcarce 50 su equipo también pidió perfil bajo a los ministros: ‘Se postergan los anuncios importantes y no se hace nada que cambie la agenda’, resumen. Las apariciones públicas de los funcionarios, con excepción de Adorni, quien incluso reiteró que la postura oficial es ‘dejar que actúe la Justicia’, deben ser con extremo cuidado”.
Es decir que algunos ministros sabían algo que la Justicia manejaba con extremo recelo. O sea que el recelo no fue tan extremo. O que no hay recelo extremo que sea impermeable a la habilidad informativa de algunos ministros. La nueva Secretaría de Inteligencia de Estado, por caso, tiene rango de ministerio. También, aunque suene redundante, el Ministerio de Seguridad. Y el ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, está dotado de tantos brazos en el Poder Judicial como los de un calamar gigante.
Y quiere decir también que, hábilmente, o el Gobierno ejerce un carancheo activo, a través de los ministros que sabían y dejaron hacer, o un carancheo pasivo. Consistiría en seguir la conocida sugerencia de Napoleón Bonaparte de no interrumpir el enemigo cuando es público que está metiendo la pata.
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Si el abogado Juan Pablo Fioribello es efectivamente un profesional independiente, también es cierto que su manejo dosificado de los detalles y su condición de hábil declarante frente a los medios ayudó al Gobierno. Primero contó sus conversaciones con Fabiola Yáñez. Luego, sus charlas con Alberto Fernández. Después, la decisión de Yáñez de hacer una denuncia. Al final fue desechado por la denunciante para encabezar la querella. Pero cuando eso ocurrió, ya la mecha estaba prendida y el secreto se había terminado. Y con el cambio de apoderados comenzó la ola de filtraciones de los textos de WhatsApp, de las fotos horripilantes y de escenas patéticas, aunque privadas, de Fernández con una periodista.
Así se fue generando una transmisión en cadena, por televisión y por redes, que explica la pasión del Gobierno por alentar a que ésa fuera la agenda dominante. Esa explicación queda reforzada por datos económicos cada vez más dramáticos.
Pablo López, ministro de Economía de la provincia de Buenos Aires, es un difusor regular de noticias sobre la catástrofe social y productiva. El jueves 8 de julio tuiteó López: “La industria nacional no encuentra piso. En junio, operó un 20,1 por ciento por debajo del año pasado. A contramano del discurso oficial del rebote, la actividad sigue mostrando un ritmo mensual negativo. Estas magnitudes son señales claras de un nuevo industricidio. No sólo se trata de la dimensión de la caída, sino de generalización entre los bloques industriales: las 16 divisiones industriales están en rojo. En junio, las mayores incidencias negativas fueron las de metales básicos (menos 31 por ciento), alimentos y bebidas (8 por ciento) y maquinaria (menos 33 por ciento). En la Provincia la producción y el empleo son las principales preocupaciones”.
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El peronismo, el kirchnerismo, el espacio popular, el campo nacional, se quedaron tiesos como si hubieran recibido una trompada en la parte más débil del cuerpo. Era natural: se trataba de un expresidente que había encabezado junto con Cristina Fernández de Kirchner y Sergio Massa un gobierno derrotado en las elecciones de 2023, y tanto los trascendidos como la denuncia final apuntaban nada menos que a la violencia de género en un marco de asimetría evidente de poder.
En ese marco de impacto y parálisis era difícil responder con una contestación precisa, que no tirase por la borda la lucha de los feminismos y a la vez no se desentendiera de un asunto de altísimo interés público. Era difícil pero no imposible, como lo prueba la síntesis veloz de Estela Díaz, ministra de Mujeres de la provincia de Buenos Aires: “Hay que encarar este caso con respeto del debido proceso y juzgar con perspectiva de género”, dijo en el programa QR por A24.
En los análisis y en las escasas respuestas desde el espacio de la oposición faltó ese tipo de precisiones.
El debido proceso consiste, entre otras cosas, en el respeto del Estado derecho y el resguardo de las garantías de defensa. Nadie es judicialmente culpable salvo que la Justicia demuestre lo contrario.
En cuanto a la perspectiva de género, fue una frase repetida hasta el cansancio pero muy poco explicada. La Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia realiza todos los años un compendio de jurisprudencia sobre el tema. Y la Organización de las Naciones Unidas, un organismo que aborrece La Libertad Avanza Carajo, la define así: “Es una estrategia destinada a hacer que las preocupaciones y experiencias de las mujeres, así como de los hombres, sean un elemento integrante de la elaboración, la aplicación, la supervisión y la evaluación de las políticas y los programas en todas las esferas políticas, económicas y sociales, a fin de que las mujeres y los hombres se beneficien por igual y se impida que se perpetúe la desigualdad”. Y concluye: “El objetivo final es lograr la igualdad (sustantiva) entre los géneros”. Como es obvio que la desigualdad afecta a las mujeres en relación con los hombres, la perspectiva de género puede ser entendida como la corrección de la cancha inclinada. No se trata de inclinarla en sentido inverso en favor de las mujeres sino en dejarla horizontal. Y esa horizontalidad, como ocurre en las relaciones entre propietarios y trabajadores, se traduce en políticas activas de discriminación positiva, o acción afirmativa, para compensar la desigualdad histórica y presente.
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Tanto escándalo llega y se posa sobre un debate pendiente, aquí y en todo el mundo. ¿Tienen consistencia los discursos sobre derechos y diversidades cuando se deja de lado la justicia social? No se trata de definir si los derechos en su sentido más amplio son válidos. Lo son, indiscutiblemente, salvo para personajes como el secretario de Culto de Su Excelencia o los visitantes de Alfredo Astiz y de otros megacriminales. La discusión es otra: si, cuando no hay solidez en la construcción de mayor justicia social y desarrollo productivo, no hay una dilución de facto de todos los derechos, incluidos los incorporados más recientemente a las normas internacionales de convivencia, y por lo tanto todo el espectro de derechos quedaría devaluado. Es común, ya, la hipótesis de que esa situación es un buen abono para que prenda la guerra cultural de la extrema derecha contra la práctica social construida durante siglos por las luchas humanistas.
Sin embargo, incluso en medio de la desazón y el shock, algo es seguro: para quienes no guardan muertos en placard, el juicio a Alberto Fernández no tiene por qué ser el fin de la historia.
Brillante. Mucho análisis del que faltó en los otros medios de comunicación.