Las palabras y la relación de fuerzas

Resulta temerario especular con el fracaso del Gobierno a corto y mediano plazo, dando erróneamente por sentado que su característica de “novedad” constante tiene fecha cercana de caducidad. Qué sucede con la política basada en el bicoalicionismo.

Numerosos análisis han destacado en los últimos tiempos que la “batalla cultural” es propiciada por el gobierno para mantener la iniciativa política. Lo hace planteando  temas que generen polémica mediática y realimenten los enfrentamientos sobre los cuales se renueva su popularidad.

Este mecanismo, que no tiene nada de espontáneo, funciona con fluidez mediante equipos de operadores expertos y bien remunerados. No tenemos argumentos para asegurar que sean mercenarios, tal vez crean que el caos es parte o condición de la libertad, lo cual sería algo bien difícil de demostrar.

Por lo que se advierte hasta ahora (seis meses) esta operación sistemática de “administrar la confusión” contribuye a la renovación, si bien tendencialmente declinante, del apoyo popular a la figura y declaraciones presidenciales

Resulta temerario, sin embargo, especular con su fracaso a corto y mediano plazo, dando erróneamente por sentado que su característica de “novedad” constante tiene fecha cercana de caducidad. La hegemonía de este grupo depende de muchas otras variables que sería largo enumerar aquí y ya han sido evocadas con precisión por numerosas notas publicadas en ¿Y ahora Qué?. 

Lo que no se señala con frecuencia similar es que dicho mecanismo, concebido como herramienta para para ocupar el centro del ring en el debate político, requiere de una determinada relación de fuerzas para alcanzar un desempeño acorde al objetivo buscado. 

Es decir, la “gestión” del equipo gobernante no brilla por la evidencia de su propia verdad y ni siquiera lo pretende: su objetivo está cumplido si añade a cada paso un elemento más a la confusión general. Aunque nadie sepa si este procedimiento tiene “obsolescencia programada”.

Es decir, la pretendida confrontación “cultural” (que no pasa de ser una sucesión de andanadas  ideológicas en forma de presuntas verdades previamente existentes en el sustrato de creencias colectivas) no se desenvuelve en forma caballeresca donde los términos de aquello que se debate gozan de respetabilidad, esto es, del beneficio de posibilidad de ser sólidos y admitidos como un aporte al conocimiento que supere o mejore los elementos contradictorios  en debate. 

Con el mecanismo confusionista en uso ocurre todo lo contrario: se trata de descalificar los argumentos divergentes u opuestos de modo que pierdan su capacidad de iluminar una circunstancia o proceso determinado de modo de poder develar su sustancia y con ello, hipotéticamente, facilitar su tratamiento o resolución.

El “campo de batalla” (Houellebecq) no sólo se ha ampliado sino que, sobre todo, se ha vuelto difuso. Los especialistas en estas cuestiones hablan de guerra “híbrida” o, incluso, total, puesto que abarca todas las dimensiones de la interacción entre países y entre grupos y clases sociales de diversas entidades nacionales. 

Este es un fenómeno de uso mundial (Milei insultando a la esposa del presidente del gobierno español para poner un ejemplo reciente) y no porque en el pasado no se practicara sino porque intervenir en forma abierta en la vida política (por caso, electoral) de un vecino despertaba un inmediato repudio, a todas luces contraproducente. 

Qué hay  detrás

La propia noción de “campo” evoca una confrontación de fuerzas que no puede ocultar su origen bélico, o sea que persigue la anulación del enemigo, no convencerlo de que está equivocado.

La etimología suele ser una aliada valiosa cuando se trata de ampliar el debate lingüístico, pero la sustancia de la acción que persigue establecer la confusión antes que la comprensión de los problemas, sólo es utilizado hoy en provecho propio, o sea, cuando esa acción disociadora aporta ingredientes que favorecen la dispersión temática y conceptual de las cuestiones que se arrojan al debate público sin ánimo de esclarecerlas. Pero desentrañar la sustancia de una cuestión importante para la vida social es un “saber” que no por olvido u omisión (deliberada) deja de existir como desafío del conocimiento. 

La vigencia o desuso del significado estricto de las palabras no es azarosa, mucho menos en la liza politica. Requiere que existan condiciones que permitan su manipulación. Sobre esto trata, a modo de aproximación, esta nota. El idioma no es sólo un fenómeno clave para la interacción humana, es por esa misma condición la principal herramienta para trasmitir un orden social determinado.

La riqueza terminológica o su contrario, la pobreza en el conocimiento y uso de palabras, depende directamente del grado de inserción de los grupos sociales que los utilizan y de las relaciones (jerárquicas) existentes entre ellos. Antonio Gramsci, quien estudió lingüística en la universidad, advirtió su importancia en la lucha por cambiar un orden social injusto por otro inspirado en la equidad. 

La relación de fuerzas es en general invisible pero no por ello menos gravitante. El mejor ejemplo que se nos ocurre para ilustrar esta afirmación es apelar al último resultado electoral que llevó a Javier Milei –balotaje mediante– a la Presidencia. Indagar aquello que permitió este hecho nos obliga a una revisión de las categorías que veníamos utilizando para describir la puja política en la Argentina. 

Solidez o mecanismo de perpetuación

Nuestra hipótesis previa era contestataria del criterio ampliamente admitido de que el sistema institucional argentino se caracteriza(ba) por su robustez. De hecho, desde 2003 en adelante parecía sólidamente establecido.

Nuestra mirada era (es) más bien la contraria.  Pensamos que funcionaba (hasta estallar en la última renovación presidencial) como una suerte de cepo o sistema bi-coalicionista que no dejaba margen para la aparición de terceras o cuartas opciones que obligaran al propio sistema a encarar mejoras encarnadas en dos valores muy trajinados  e inspiradores de su creciente descrédito: transparencia y representatividad. Nada menos. 

El resultado electoral de diciembre del 24 nos obliga a repensar: el cepo bicoalicionista al parecer estalló, salvándose  el sistema, haciendo lugar a una nueva relación de fuerzas donde una mayoría holgada concede el poder a la coalición más conservadora del espectro político. En apariencia, así es. Pero puede hilarse más fino.

Señalemos, a juzgar por los últimos cuarenta años, que el dispositivo bicoalicionista no favorece –sino más bien impide- cambios profundos que impliquen una dinámica positiva de mejora y ascenso social. La grieta (ninguna de sus partes) se privó de utilizar el continuo aumento de la pobreza como responsabilidad del contrario (socio-espejo), configurando una hipocresía gigantesca aplicada con descaro por prácticamente todos los protagonistas del escenario político. 

Agotamiento del artificio

Sometida como todas las demás al ajetreo de los hechos nuestra hipótesis parece sostenerse en el análisis de las proporciones en que se expresó el electorado en las PASO y luego en la primera y segunda vuelta.

En efecto, los presuntos beneficiarios del desprestigio que caracterizó la gestión de Alberto Fernández, seguros de merecer el repudio de las mayorías desengañadas se dedicaron a reforzar el combustible que mantiene vivo en su propio interior el dispositivo. Es decir recurrir a la remanida grieta, una suerte de sistema de fusión atómica con gran despliegue energético que en su publicitada explosividad mantiene las cosas como están en medio de un torbellino de ataques furibundos que los bandos (sus dirigencias, no sus seguidores encadenados) se prodigan entre sí. 

Todo un gigantesco esfuerzo ficcional y a la postre inofensivo (salvo en su real función distractiva), mantuvo entretenida tanto a la porción cautiva del electorado como a los electores “libres” o “independientes” que los gestores del sistema bicoalicional conservador descontaban como de repartija obligada impuesta por la relación de fuerzas. Polaridad forzada que se corona con el sistema del balotaje.

Lo que ocurrió está a la vista, aunque no hayamos todavía agotado su análisis. La fragmentación del espacio presuntamente ganador (que distaba de ser una vertiente con cierta coherencia doctrinaria puesto que su único elemento común era su antiperonismo) abrió la brecha realmente existente por donde se colaría el repudio muchísimo más amplio que se traducía en un reclamo de giro sustancial de la política y nadie, ni aún el ganador, evaluó previamente en su real magnitud. 

Lo que neutralizaba la grieta, entendida como fenómeno de mantenimiento de una situación oprobiosa y en agravamiento constante, y mantenía unido encontró la vía de escape y en Milei la figura representativa para expresar el mayoritario rechazo al mecanismo que tenía atrapados a los electores al menos (con alternancia en el gobierno) desde 2015. 

Es obvio que el camino elegido es un salto al vacío, pero ello no impide que consideremos su principal motor: una expresión genuina de repudio a la política en la forma en que ella se venía experimentando

Las mayorías argentinas que apoyarían el viraje sustancial que requiere la situación del país no están obligadas a conocer los postulados de la escuela austríaca y su voto no convierte a esta presunta teoría en una rama noble de las ciencias sociales. Sigue siendo lo que es: un despliegue de juegos lógicos de pizarrón que no se relacionan en nada con la economía política. Como ideología es otra cosa, como a la vista está.

Los sectores que detentan el poder económico tienen muy clara la función principal del estado, es decir ordenar la vida social mediante leyes y administrar con el mejor criterio las contingencias que plantean las variaciones que, tanto en lo local como a nivel internacional, siempre aparecen en la vida e interacción de los pueblos, y ello se hace casi siempre poniendo el mayor cuidado en que los principios de equidad y equilibrio inspiren la acción administrativa. 

Pero estos sectores jamás se plantearon aplicar políticas como las que se están poniendo en práctica en este momento. Será más que interesante ver cómo se manejarán a medida que el proceso actual muestre todas sus debilidades.

Como ideología, que ha calado profundo en el gran desconcierto argentino, el liberalismo al uso tiene larga trayectoria. Era tan falaz antes como ahora, pero la diferencia parece afincada al menos en dos aspectos principales: el hartazgo social en el marco de una situación social en muy rápido deterioro, como cuestión de base y asunto prioritario a resolver y, por otro lado, la aparición de un ambiente cultural de enorme rechazo a lo que las dirigencias aplican y predican desde hace varios lustros. 

Esto permitió que un personaje que se destaca por su egolatría y faltarle sistemáticamente el respeto a sus contradictores consiguiera que lo apunten los reflectores. Sus auspiciantes de momento lo saben (o van a descubrirlo pronto) y seguramente no van a dejar –en la medida de sus posibilidades-  que el proyecto empobrecedor siga adelante. A fin de cuentas, ellos también tienen (todavía) el grueso de sus activos sobre el mismo territorio que los argentinos desposeídos.

Un comentario sobre «Las palabras y la relación de fuerzas»

  1. «Sus auspiciantes de momento lo saben (o van a descubrirlo pronto) y seguramente no van a dejar –en la medida de sus posibilidades- que el proyecto empobrecedor siga adelante. A fin de cuentas, ellos también tienen (todavía) el grueso de sus activos sobre el mismo territorio que los argentinos desposeídos»
    Está reflexión alienta la esperanza, pero también abre interrogantes. Los grupos económicos argentinos tienen conciencia nacional? Pueden ser sujeto de cambio con un proyecto de desarrollo? Y finalmente y en sentido opuesto, no son los que realmente gobiernan hoy? Es el presidente un títere?

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