Reportaje a Montón: “El Gobierno prioriza la rentabilidad por sobre la soberanía alimentaria”

En un contexto de profundas transformaciones en el sector agroalimentario argentino, la agricultura familiar atraviesa una crisis profunda, agravada por la desregulación de políticas públicas, el desmantelamiento de la infraestructura estatal de apoyo al sector y un aumento en la importación de alimentos que afecta mucho más a los pequeños productores que al resto del sector. Y ahora qué? conversó con Diego Montón, productor, investigador y referente del Movimiento Nacional Campesino Indígena “Somos Tierra”, además de integrante de la Mesa Agroalimentaria Argentina. 

En esta entrevista, Diego Montón ofrece una mirada crítica sobre el rumbo de las políticas públicas del gobierno de Javier Milei en lo que respecta a la agricultura familiar. En particular, denuncia el desmantelamiento de programas esenciales, el avance desregulado de los transgénicos y el impacto negativo de la creciente importación de alimentos sobre los pequeños productores. Para este pequeño productor, las decisiones tomadas durante el último año responden a una lógica del agronegocio que prioriza la rentabilidad de unos pocos por sobre la salud, el medioambiente y la soberanía alimentaria del país. 

–¿Cómo afectan las políticas que impulsó el gobierno nacional en la agricultura familiar?

–Asistimos a un desmantelamiento de las políticas públicas en distintos planos. A nivel nacional, prácticamente no queda nada en lo que atañe al sector; solo en algunas provincias se sostienen ciertos programas. La agricultura familiar, integrada a una política internacional que lleva más de 30 años, siempre necesitó el apoyo del Estado. 

–¿Cómo se inicia ese trayecto de política internacional?

–A partir de la crisis alimentaria de 1996, la FAO llamó a atender a la agricultura familiar mediante políticas especiales que contemplaran la crisis alimentaria global asociada al éxodo de agricultores familiares. En ese contexto, se creó el Mercosur con iniciativas de todos los países del bloque que iban en este sentido. No se trata de la iniciativa de algún populismo argentino, sino de un proceso impulsado tras entender que era fundamental generar política pública para el sector a partir de la revolución transgénica. El gobierno de Javier Milei desmanteló toda la infraestructura política y dejó a la agricultura familiar en medio de un efecto pinza. Por un lado, se desmantelan las políticas y, por otro, se abren las importaciones de productos de países donde la agricultura familiar está subsidiada.

–¿Qué provoca ese efecto pinza?

–Argentina empezó un camino de desarrollo con financiamiento externo, con ello creó el Programa Social Agropecuario. Desde el INTA, el Centro de Investigación para la Agricultura Familiar fue una herramienta de vanguardia que logró generar un ámbito específico para investigar la agricultura familiar. Posteriormente, desde la Secretaría de Agricultura Familiar se desarrollaron políticas como el monotributo social agropecuario, asistencia técnica especializada y políticas de salud y educación, coordinados con fondos especiales provenientes del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA). Esta institucionalidad creó un tejido que permitió frenar o disminuir el éxodo rural, considerando  que Argentina es uno de los países con menor población rural dada la brutal expansión transgénica. Todo ese entramado, que llevó muchos años construirlo, quedó desmantelado, de la mano del desmantelamiento de la Secretaría y el Instituto Nacional de la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (INAFCI). Despidieron a muchos técnicos del territorio, desmantelaron las unidades provinciales y eliminaron el financiamiento internacional destinado a obras de riego, tecnología, agroecología, bioinsumos, desarrollo y acceso a semillas, comercialización en mercados de cercanía, redes, ferias, procesos de fortalecimiento y tecnología de la comercialización, comunicación. En regiones donde no había radios, se trabajó mucho con radios comunitarias rurales ayudando a fortalecer la producción, el acceso a la información y la comercialización. Todo eso fue desmantelado con este gobierno. Hoy, un distrito rural, una comunidad, un intendente con buenas intenciones no tiene ningún organismo nacional que le ayude en el apoyo a la ruralidad. 

–Sumado a este desmantelamiento, ¿qué impacto generaron las importaciones? 

–Hay dos factores que incidieron en materia de importaciones. Primero, los insumos están dolarizados. Con la inflación, los insumos para la producción agrícola y el combustible aumentaron muchísimo. En Mendoza, por ejemplo, la cuota de riego y la tarifa eléctrica se duplicaron mientras que el precio que se le paga al productor es igual al del año pasado. Estamos viviendo una crisis muy grande en la región, con productos que no se están cosechando porque los precios no son acordes con los costos. Con la importación, ingresan productos de afuera a precios altamente subsidiados. Los subsidios a la agricultura familiar en la Unión Europea, Estados Unidos y China hacen que los productos que Argentina importa queden en valores muy bajos. Mientras que el agricultor familiar no tiene cómo cosechar por debajo de sus costos. 

–¿Hay algún ejemplo que ilustre esta situación?

–En algunos lugares, el durazno se paga un 30% menos de lo que cuesta. Los productores lo entregan a la industria sin determinar el precio. El año pasado, la caja de 18 kilos de tomate se pagaba 2.600 pesos, ahora se paga 3.000 frente a más del 100% de inflación y un aumento aún mayor en las tarifas de agua, combustibles y electricidad, y en los fertilizantes. El agua pasó de 60.000 pesos por año la hectárea a 140.000, y sólo alcanza para cubrir media hectárea por la crisis hídrica. A esto se agrega que estamos muy atrasados en la sistematización de datos estadísticos; recién se están sistematizando los datos del censo 2018. Es muy difícil planificar con datos viejos frente a un escenario que cambió drásticamente. Lo que vemos cotidianamente en nuestras cooperativas es un achicamiento sostenido de los productores, a tal punto que muchos dejan de producir. 

–¿Cómo les afecta el precio del dólar?

–El precio del dólar no afecta directamente al agricultor familiar, porque no tiene un vínculo directo con la exportación. Sí hay una afectación indirecta por el ingreso de productos extranjeros. Argentina es cara, de manera que las importaciones afectan a todos. Por ejemplo, el ajo es un segmento en el que la agricultura familiar tiene mucha participación, con gran salida a Brasil. Pero el sector no recibe ningún beneficio con esa exportación, porque cobra poco y en pesos. Posteriormente, las empresas aportan un pequeño valor agregado y lo exportan en dólares a tasas siderales. 

–¿Cómo les impactó la decisión del gobierno de eliminar organismos del Estado y despedir trabajadores conectados con el sector?

–En muchísimas zonas del país, las organizaciones podían acceder a un crédito, a una línea de capacitación o a un subsidio gracias al trabajo de los técnicos territorializados de la agricultura familiar, en articulación con las agencias de extensión del INTA, que también tienen una dispersión en todo el territorio nacional. Ese era un rol muy importante porque conocían el lugar, a los actores de las organizaciones y, además, accedían a una herramienta para tecnificar el riego de una asociación local en un territorio al que era difícil llegar, como Lavalle, en Mendoza, o Chilecito, en La Rioja. Acompañaban en la comercialización, en cuestiones técnicas del manejo de la producción y del acceso a la tecnología. Hoy, todo eso se perdió por completo. Echaron a muchísimas personas que llevaban años trabajando, de manera que las organizaciones quedaron sin vínculo con el Estado nacional. 

–¿Qué les impide el hecho de no contar con datos del censo actualizados?

–Por un lado, afecta la identidad de la agricultura familiar. Se la suele ubicar en el plano del autoconsumo, se la identifica con un sector que necesita asistencialismo y no genera un beneficio, etc. Por el contrario, nosotros manejamos datos diferentes. Los principales productores de ajo son agricultores familiares, pero quedan subordinados a una estructura que es justamente en la que el Estado debería intervenir. Es importante entender el rol que juega el sector y dimensionarlo. En este censo del 2018 vimos que desaparecieron cerca de 100.000 agricultores familiares en los últimos 15 años, pero es un dato del 2018. Además de que es muy difícil planificar nuestro sistema agroalimentario sin datos. Todo el mundo habla de productividad, pero nadie tiene datos territoriales, de los actores que producen, cómo lo hacen, a dónde van y dónde vuelven esos beneficios. Los datos censales son centrales para las discusiones que se dan en el Consejo Nacional de Agricultura Familiar. Necesitamos del censo que hace el INDEC y acceder rapido a una información que esté articulada con un entramado institucional; esas son herramientas esenciales porque sin eso es muy difícil planificar. Los grandes grupos están implementando planes de desarrollo en la Unión Europea, China o Estados Unidos, y manejan un sistema de datos impresionante que utilizan para planificar la producción de alimentos, su mercado interno y lo que tienen para la exportación. Nosotros estamos librados a los caprichos de la bolsa de Chicago. 

–El gobierno tiene políticas orientadas a las grandes empresas del agronegocio, ¿qué consecuencias trae este esquema para la agricultura familiar? 

–Hay algunas medidas graves. En primer lugar, se desreguló la aprobación de eventos transgénicos. En un año, el gobierno de Milei aprobó más eventos que en los 20 años anteriores. En este punto hay inconsciencia e incoherencia, con un alto riesgo para la naturaleza y la salud de los productores. Pero además, avanzaron en la idea de liberar algunas herramientas y no otras. 

–¿A qué te referís, concretamente? 

–Las retenciones fueron una promesa incumplida. Hay un error cuando se habla de retenciones. En verdad, la política implementada recientemente es un golpe a los pequeños y medianos productores de soja, y favorece al sector concentrado que maneja la exportación. La rebaja a término se implementó solo para poder favorecer a los grandes conglomerados. En ese punto, el gobierno está en una encrucijada. 

–¿Por qué? 

–Porque, con su teoría libertaria, deja expuesto al sistema productivo del agronegocio argentino, que está pasando un momento muy complejo de competitividad. China se está replanteando cuánta carne y soja va a necesitar. Frente a eso, Argentina aparece como más improductiva que Brasil o Estados Unidos, aunque acá “nos echemos flores” y nos comparemos con el agronegocio de Brasil, que logró adaptarse a la exportación. Además, Argentina pagó un alto costo ambiental, con millones de hectáreas de bosques destruidas y miles de familias expulsadas. Este gobierno está en una encrucijada complicada porque ese sector también está necesitando del Estado y, en este momento, es un sector que solo acompaña al gobierno en términos ideológicos. Claramente, tienen espalda, dada su estrecha relación con los conglomerados financieros, que cubren baches productivos con especulación y un flujo de dinero que los agricultores familiares no tenemos. 

–De hecho, varias empresas del sector anunciaron que entraron en default. Entre ellas, una compañía de los hermanos Grobocopatel. 

–Eso ocurre porque tenemos el dólar pisado y en ese sector habían hecho una lectura distinta de cuál iba a ser el valor del dólar. Ahí está el riesgo pero es parte de su dinámica. En Argentina, el modelo está agotado: la fertilidad de los suelos está agotada, la cantidad de fertilizantes para mantener los rendimientos es cada vez más alta y hace muchos años que no aumenta el rendimiento. Los propios agrónomos y economistas del complejo argumentan que hay que bajar retenciones porque el modelo no funciona como ellos decían.

–¿Cuáles son las consecuencias ambientales de este modelo?

–Las consecuencias se pueden ver en varias dimensiones. En primer lugar, el uso intensivo de insumos derivados de hidrocarburos y el uso de agrotóxicos inciden en el cambio climático. En segundo lugar, estamos experimentando una destrucción de los suelos y un agotamiento de la fertilidad que son fundamentales para la agricultura. En paralelo, las napas de agua se están contaminando. En tercer lugar, perdimos más de diez millones de hectáreas de bosque nativo en la Argentina; eso redunda en sequía y los consecuentes incendios. Donde antes había bosques con una producción de vida y alimentos, ya no hay nada de eso. En definitiva, tenemos un gran deterioro ambiental, con la infinidad de riesgos que esto ocasiona en la salud humana, tanto para quien aplica los agrotóxicos como para quien los consume. 

–¿Cómo se da ese riesgo sanitario por el uso de agrotóxicos? 

–El transgénico viene asociado a un agrotóxico, y aquí se aprueban eventos transgénicos sin pruebas serias. En un país donde nos congraciamos con ser los grandes productores de alimentos, seguimos dependiendo de la importación de un agrotóxico que nos destruye. En realidad, lo que verdaderamente ocurre es que estamos llevando nuestra base de producción de alimentos a una situación que necesita cada vez más productos producidos en otros países. La discusión sobre el evento transgénico sería otra si una institución y una empresa nacional resolviera el problema con insumos que se producen en el país. Eso implicaría un salto tecnológico; en cambio, lo que vemos hoy está directamente asociado al lobby de las grandes transnacionales. Hace veinte años, diez empresas manejaban el negocio de la semilla. Hoy son cinco, cuyo poder creció de manera exorbitante y su poder de lobby es igualmente grande. En definitiva, este es un proceso que carece de racionalidad, porque priman los intereses de estos poderosos. Se destruyeron los pueblos rurales y, de esa forma, se rompió la red social en pos del único elemento que importa:  la rentabilidad económica. Cuando eso ocurre, las propias familias se desintegran. Pero estas cuestiones ya ni siquiera se discuten.

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