¿Plantar árboles tiene sentido?

La dimensión ambiental es un brazo de la planificación del desarrollo. Requiere educación y participación popular para administrar los espacios comunes y nos conecta con el destino general del género humano. 

Luis Laurino es un coleccionista de árboles que a lo largo de más de cuatro décadas cultivó numerosas y diversas especies, con semillas traídas de distintos lugares del mundo, en un paraje del norte de la provincia de Córdoba (La Tormentosa, en el departamento Totoral, cerca de una histórica estancia jesuítica, Santa Catalina). Logró convertirlo en un sitio único donde se ponen a prueba los saberes habitualmente admitidos acerca de la acción humana sobre la naturaleza y nos permite interrogarnos sobre la vida misma en largos períodos de tiempo.

Agustina Toia y Severo Callaci, cineastas, hicieron un documental que es a la vez un largo reportaje al pionero y que al mismo tiempo funciona como una introducción a la reflexión sobre el género humano y sus relaciones con diversas especies vegetales que trascienden los cálculos de una existencia individual. 

Esas imágenes y conversaciones nos proyectan hacia adelante con un bagaje conceptual notable derivado de una particular interpretación de la historia natural que se parece más a un relato mítico, con sólidas raíces ancladas en la tierra, que a una descripción científica que no ignora ni menosprecia.

El documental dura poco menos de una hora y cuarto, y nuestra recomendación es dedicarle para verlo un momento tranquilo y con la mente abierta. Se lo encuentra aquí: https://www.youtube.com/watch?v=QzKBwIS_v9Y

Hasta aquí la anécdota, simpática y admirable por donde se la quiera ver. Podríamos dejarlo así, como una curiosidad de las que abundan en la Argentina profunda, o tomarla como inspiración para una reflexión hacia el futuro, sobre lo que podemos ser y aún no empezamos en tanto comunidad organizada. 

Hombres y ambiente

Slavoj Zizek definió al hombre como “una herida en la naturaleza”, un concepto elocuente y no del todo exacto, pero estimulante para pensar el contexto en que se desenvuelve la vida social.

Estamos lejos de pensar que somos individuos en pugna por sacar ventajas para imponernos sobre el resto y así garantizar nuestra supervivencia, idea arcaica de que la trayectoria de la civilización ha archivado definitivamente. Esto se debe a que la condición de seres sociales se impone como evidencia primaria desde el mismo momento en que los primeros cazadores-recolectores cooperaban entre grupos y especies para alimentarse y reproducirse. 

Es apasionante indagar aquellos primeros momentos de la evolución humana (¡gracias Yuval Noah Harari!) sobre todo para poner en duda los saberes que se instalaron como dominantes a nivel mundial con la primera globalización. Fue la globalización ocurrida al compás de la expansión del moderno sistema mundial (descripto en una portentosa compilación por Immanuel Wallerstein), cuando la explotación a escala planetaria del trabajo humano y de los recursos disponibles llevó a pensar que el porvenir era sombrío al crecer más rápido la población que los medios para su subsistencia. El clérigo y profeta pesimista Thomas Malthus no tuvo razón pero su legado no ha muerto y reaparece todo el tiempo con fórmulas catastrofistas que anticipan la extinción de la vida sobre la Tierra. 

En efecto, a la ilusión del progreso indefinido se contrapuso la de los límites que la humanidad no podría superar. En eso todavía estamos, hasta ahora vivos pero con agudos problemas que resolver. De lo que se trata es de despejar las visiones que nos llevan a una relación depredadora de las sociedades con los recursos que de todos modos abundan en el planeta. 

Desde que el mundo es humano, los relatos dominaron nuestra comprensión de la realidad y sus cambios. Con la primacía del capitalismo tras la implosión del socialismo real en su versión soviética tampoco se pudo, aunque se lo pretendiera, imponer una visión única del devenir terrícola. 

Los grandes relatos, sin embargo, no han muerto. Andan sueltos y fragmentados por ahí. Sirven a causas diversas aunque ya no inspiren grandes pasiones constructivas. 

Lo que sigue vigente, en cambio, es la necesidad de justificarse para mantenerse y reproducirse que tiene el poder, siempre amenazado por los cambios que no logra dominar del todo. Por eso describimos a la ideología como una cortesana del poder, a su servicio. 

La visión del hombre como señor de la naturaleza, no en el sentido de administrador racional sino de expoliador, se potenció con el perfeccionamiento de las herramientas de intervención que, mientras se lo permitió, privatizó ganancias y externalizó costos de todo tipo, básicamente ambientales. 

Ya en el siglo XIX era visible el daño que la tecnología sin control  infligía a los entornos afectados por prácticas que no incluían la reparación y mejora del ambiente. 

En la ciudad donde nació Federico Engels en Alemania (Barmen-Elberfeld), su familia poseía el monopolio del blanqueado de hilos y utilizaba para ello productos químicos tóxicos que ya en la primera mitad del siglo XIX habían contaminado gravemente el río que atraviesa esa población. En su interesante biografía del compañero Carlos Marx, Tristam Hunt lo relata. La publicó Anagrama en 2011: El gentleman comunista

Evidentemente la teoría de estos autores no se había planteado aún que la mejora en las condiciones de vida del proletariado forman parte de la lucha por su emancipación.

No solo le pasó a los primeros comunistas: toda la expansión industrial de ese siglo y buena parte del XX despreció el impacto que ese progreso generó en los entornos naturales y urbanos. Ahora ya no lo pueden desconocer ni tirios ni troyanos, aunque algún distraído siempre aparece.

Esa mayor conciencia es sin duda un avance, pero también se presta a un manejo ideológico. El ambientalismo como fuente de armas arrojadizas ha sido y es profusamente utilizado para desalentar inversiones que son necesarias. 

Por ejemplo el caso de la minería que ahora y tardíamente, se promociona con un enfoque extractivista que reduce su potencial como herramienta de desarrollo. La distorsión conceptual proviene de considerar a esos recursos como atractivos para la inversión externa destinada ante todo a la exportación. No se explica su explotación como parte de un plan estratégico nacional que ensanche y diversifique la estructura productiva argentina y difunda a todo el territorio nacional los impulsos expansivos que a su vez aumenten la oferta de empleos y mejoren la calidad de vida de las poblaciones. 

A lo sumo, se habla de “licencia social” que consiste en pactar con voceros locales (a veces ni locales) condiciones de convivencia mutua con los emprendedores extractivos. 

Nuestros ambientalistas antimineros no han tomado registro de que a nivel mundial ya existe la exigencia de desenvolver esa actividad de acuerdo a parámetros de buenas prácticas que incluye remediar y mejorar las condiciones en los lugares donde se realizan las tareas extractivas. Ello lleva a que, en Bolsa de Toronto, en los prospectos de emprendimientos que buscan financiamiento estén incorporados, a los costos de cada proyecto y su diseño, temporal los procedimientos de cierre y reutilización de esos sitios para otros usos. 

Esa distorsión fiscalista es la misma que preside la extracción de gas para la exportación en Vaca Muerta. Lo que le importa a la visión monetarista ajustadora es que entren dólares, no que suba el nivel de empleo y de cultura de la población. Tan luego con el gas, que es la materia prima fundamental para la petroquímica, palanca insustituible y formidable para el desarrollo y que tiene que ser transformado en bienes que beneficien la calidad de vida del conjunto social.

Al respecto, ya hicimos un aporte anterior que puede verse en: https://yahoraque.com.ar/por-que-nadie-se-acuerda-de-la-petroquimica/

Para resumir sobre ideología y extractivismo digamos que tanto oponerse a las inversiones transformadoras como propiciarlas sin atender a la integración productiva de la economía argentina son una forma de hacer las cosas mal. Y la dimensión ambiental ayuda en forma directa a que esos proyectos de radicaciones de capital se planteen con proyecciones en el tiempo que van mucho más allá del período de extracción de las materias primas.

Hay una claudicación teórica cuando se descuida el interés popular. Una economía no anda bien solo cuando baja la tasa de inflación, que como en nuestro caso se hace sobre la brutalidad de bajar los ingresos fijos de los trabajadores activos y pasivos. Anda bien cuando se amplía sostenida y en todos los rubros la oferta de empleo, que es el camino a recorrer para alcanzar la productividad y competitividad que se declaman como panacea y debieran ser objetivos bien concretos y mensurables en el tiempo.

Una política económica que solo beneficia algunos sectores, por espectaculares que pudieran llegar a ser algunos índices, sin favorecer al conjunto de la economía nacional no es un logro admirable en sí mismo. 

Si no se propicia un dinamismo general de toda la economía, no hay modo de que se integren al trabajo formal los millones de  desocupados que tenemos, y si ellos no son convocados no hay un estímulo general para el incremento de la productividad, que pasa primero por aumentar lo que se produce y de allí a mejorar la eficiencia y competir en el mundo sin desmedro de abastecer en abundancia al mercado interno. 

Tantos años de fracasos sucesivos por malas praxis, aplicadas por unos y otros, han llevado a un curioso “olvido” de cuestiones tan elementales como éstas.

La ventaja nuclear

Hay un reciente y llamativo giro en el discurso presidencial, que en general se presenta como un campeón desmantelador del Estado. Consiste en cerrar y/o transferir negocios públicos a financiadores de campañas electorales. 

Ojalá no se trate de un fuego de artificio para malvender lo que ha llevado décadas de paciente construcción, con muchos altibajos, hasta constituir un segmento importante de la actividad generadora de energía y otras funciones importantes como la asistencia a la salud pública mediante sofisticados tratamientos moleculares. 

Con un topo a cargo del Poder Ejecutivo el riesgo destructivo no es una pesadilla por indigestión sino un peligro bien concreto. 

La actividad atómica argentina ha sido siempre una fuente de preocupación para la diplomacia estadounidense que, so pretexto de desalentar la proliferación nuclear en la fabricación de armas (mientras la protege en sus aliados), ha hecho todo lo posible por frenar y desmontar nuestros avances en esa materia. Ha tenido éxito en no pocas oportunidades, lamentablemente incluso en estas cuatro décadas de gobiernos democráticos. 

Apenas asumida la actual gestión, como en otros temas, le envió claras señales de genuflexión a la potencia norteamericana al despedir personal que trabaja en el demorado proyecto CAREM. Ahora Milei anuncia grandes hazañas en este terreno, sin explicitaciones esclarecedoras por el momento. 

La creación, por parte de INVAP, de una filial en los Estados Unidos y la obtención de una patente para la construcción de reactores medianos y modulares para la producción energética es un dato que motivó un interesante análisis que aporta mucha información al respecto y puede leerse en: https://agendarweb.com.ar/2024/12/18/invap-patenta-en-ee-uu-su-mini-central-nuclear/

Los antagonistas de la Comisión Nacional de Energía Atómica envejecieron con ella y ahora todo parece una película en blanco y negro. Pero como dice el autor del artículo citado, la actividad generadora de energía más amigable con el medio ambiente, que es la de origen nuclear, no goza aún de la buena prensa que merecería.

Décadas atrás, los ataques tenían retaguardias bien forradas: las grandes petroleras mundiales financiaban ingeniosas campañas antinucleares en el plano local. Ahora hay que volver a ajustar el foco. 

Educación ambiental

Si se mira bien, en la intención primarizadora que tiene esta gestión, hay también una oportunidad para afinar la visión desde el campo nacional. Por la contradicción, claro. 

Con cerca de cincuenta millones de habitantes, absurdamente distribuidos en su geografía y la mitad de la población sumida en la pobreza, nuestro país presenta notables debilidades que pueden ser aprovechadas para imponerle políticas de saqueo. Hasta, , conflictos mediante, llegar hasta el desmembramiento físico del territorio. 

Y con los temas ambientales, según se los manipule, pueden jugar tanto los desmanteladores como quienes creen que se puede volver a un pasado que nunca fue glorioso, pero que tuvo momentos en su historia en que los ingresos populares y el empleo tuvieron mejores condiciones a las actuales. Hay que estar muy alertas y sobre todo no comprar pescado podrido.

El desierto, tal como se le llamaba en el siglo XIX a nuestros inmensos espacios vacíos, nunca fue una virtud en sí misma. Sí fue una promesa de poblamiento y puesta en valor, en diversas regiones, generalmente carentes de grandes recursos hídricos.

Ahora, junto a niveles de alta productividad agropecuaria, conviven zonas de suelos degradados, zonas boscosas expoliadas y otros ambientes que permanecen casi vírgenes. El “casi” no es casual porque la naturaleza no está inmóvil y cambia a ritmos más largos pero siempre en transformación.

Un plan nacional de poblamiento y activación productiva del territorio se requiere en carácter de evidencia pero muy pocas voces se hacen escuchar en esa dirección constructiva. 

Combinar las regiones con abundancia hídrica con los espacios áridos y semiáridos es una tarea titánica y al mismo tiempo necesaria si queremos construir una comunidad donde sus miembros puedan vivir como ciudadanos plenos.

No se hace con una visión conservadora-ajustadora ni con otra dispendiosa de lo que no estamos produciendo. Se trata de crear una gesta nacional en sintonía con las necesidades locales y los desafíos mundiales que no son ajenos, aunque nos encontremos como al margen de ellos. 

Plantar árboles es necesario, no solo para volver productivo al desierto, a varios desiertos argentinos con diferencias entre sí, sino para fundar una epopeya de construcción común, que nos una más allá del fútbol. Dicho sea de paso, es lo que hace China que foresta sus desiertos interiores a miles de kilómetros cuadrados por año.

En el documental que comentamos al comienzo, el protagonista entrevistado muestra un ejemplar de algarrobo cuyo tronco está muy torcido y dice: “Se salvó porque de él no se podían sacar tablones”. Es toda una definición sobre lo que el hacha hizo con nuestros hermanos los árboles valiosos por su madera. No se trata de no aprovecharlos, sino de plantar el doble de lo que se utilice en una proyección de años que vaya más allá de la brevedad de nuestras vidas, para que lo administren los hijos de nuestros nietos. 

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