Shakespeare sacrificaba la verdad para intensificar el efecto teatral. Ahora la política como espectáculo resulta vacía de contenido, un recurso que dura lo que tardan en estallar las crisis cuando no se resuelven los problemas reales.
Abundan quienes piensan que Shakespeare es el mayor dramaturgo de la historia. ¿Las razones? Entre muchas otras, la variedad y la hondura de sus personajes ocupando la escena para cumplir con un mandato prioritario, el logro de un intenso efecto teatral.
En más de una ocasión Shakespeare se permitió algunas inexactitudes o licencias a fin de mantener dicho efecto, cuando no aumentarlo, como en la segunda escena del Acto III de Enrique VI, circunstancia en que aparece el duque de Gloucester poco antes de convertirse en Ricardo III. Puso Shakespeare en boca de este oscuro personaje algo más o menos así: “Yo puedo agregar colores al camaleón / Puedo cambiar de forma como Proteo, si me conviene / Y al siniestro Maquiavelo puedo mandarlo a la escuela de la perversidad”.
La noche del estreno de esta obra, en 1591, los escritos de Maquiavelo circulaban con fluidez, a la par de ciertas ideas respecto de “lo maquiavélico”, de la política pensada como un asunto al margen de cuestiones morales o religiosas. Eran un recurso fácil para movilizar al público emocionalmente, pero el problema radicaba en que Enrique VI había reinado entre 1422 y 1461, años entre los cuales el duque de Gloucester se habría manifestado capaz de remitir a Maquiavelo a la escuela de la perversidad, cuando en verdad el genio florentino recién nacería en mayo de 1469. ¿Qué hizo entonces Shakespeare?
Con absoluta indiferencia incluyó en la obra semejante anacronismo, y así como al padre asesinado de Hamlet, que por muerto estaba explícitamente en el sitio de donde nada regresa, en su momento Shakespeare lo puso regresando vuelto fantasma para exigir que su hijo lo vengara, en el caso del duque de Gloucester y Maquiavelo desplegó una licencia histórica grosera sencillamente porque la convención con su público no establecía que tributara a la verdad sino que intensificara el efecto teatral.
Desde entonces hasta ahora, siempre que termina una función también sucede algo extraordinario: cae el telón y después de los aplausos el público da la espalda al escenario y se dirige hacia la salida, buscando algún lugar donde tomar un cafecito. Los espectadores abandonan la convención teatral, abandonan esa suerte de contrato que los hacía partícipes estructurales de la obra, y tratan de recuperar su condición previa, pretenden dejar de ser un público destinatario de efectos dramáticos para retomar en plenitud el contrato que los perfeccionaba en calidad de ciudadanos. Pero no es una tarea simple ni siempre posible si entre el público teatral menguante y la ciudadanía creciente se interpone, cada vez con más frecuencia, la política concebida y realizada como espectáculo, reaccionaria, propia de los espacios de ultraderecha.
Esa política, elaborada por publicistas y expertos en mercadotecnia que analizan constantemente las preferencias de los ciudadanos como si fueran meros consumidores, pretende velar la verdad y promover constantes golpes de efecto, incluso con saturación de noticias efímeras circulando por las redes a la velocidad digital (sin omitir andanadas de fake news apuntando a destinatarios precisos), de manera que haya poco tiempo para pensar mientras el emisor hegemónico, el poder de turno, aspira a generar las emociones que velen los caminos de acceso a lo cierto y al debate consecuente.
La intención de confinar a la ciudadanía en una suerte de limbo como si fuera un público sentado a perpetuidad en una platea, frente al televisor o con un celular en la mano desconoce límites, o al menos éstos resultan difusos. Los insultos y los agravios destemplados, las promesas electorales incumplidas aunque dadas como satisfechas cada vez que las autoridades toman la palabra, y otras desmesuras por el estilo, requieren también momentos de acting, algunos “pasajes al acto” demostrativos, por no decir sintomáticos.
La política como espectáculo, mientras procura velar los turbios negocios de las viejas y de las nuevas castas, apela a formatos narrativos de los mass media y a la colaboración de la farándula correspondiente. Y sirva de ejemplo la presentación del presidente Javier Milei el domingo 15 de septiembre a las nueve de la noche en el Congreso de la Nación, convertida en noticia, entre otras cosas, porque el uso de la cadena nacional obligó a Susana Giménez a suspender el estreno de su nuevo ciclo. También fue noticia que al momento de la cadena nacional se derrumbó el rating, pese a que desde un palco siguieron al desempeño de Milei, como si de un festejo se tratara, sus padres y la actriz, periodista, escritora, ex modelo y vedette Yuyito González, quien asegura que mantiene una firme relación sentimental con el presidente y por esos días, además, había mantenido un intercambio de opiniones con Susana Giménez.
En verdad la ceremonia gubernamental fue una cuasi presentación del presupuesto 2025, un acto de campaña extemporáneo, vuelto entonces una representación como en cualquier performance, una parte de un espectáculo. Desde el comienzo del discurso presidencial el público pudo apreciar su vocación artística, la manera de metaforizar una metáfora (el denominado “cepo” en general, y “cepo” cambiario en particular). Arrancó Milei: “Hoy estamos aquí para presentar un proyecto de presupuesto nacional que va a cambiar para siempre la historia de nuestro país, de manera que podamos volver a ser la Argentina grande que alguna vez fuimos. Después de años donde la clase política vivió poniendo cepos a las libertades individuales, hoy venimos aquí a ponerle un cepo al Estado. Este proyecto de presupuesto que estamos presentando hoy aquí tiene una metodología que blinda el equilibrio fiscal sin importar cuál sea el escenario económico. Esto significa que independientemente de qué ocurra a nivel macro, el resultado fiscal del sector público nacional estará equilibrado”.
Para Milei se trataría de establecer un “blindaje fiscal”, y tras criticar al default de diciembre de 2001 manifestó: “Algunos se preguntarán por qué estoy yo hoy aquí esta noche, si en general quien suele presentar el presupuesto nacional que el Poder Ejecutivo le propone al Congreso es el Ministro de Economía. Decidí hacerlo personalmente por dos razones. Primero, porque soy economista –además estoy orgulloso de eso–. Soy el primer presidente economista de la historia, para ser más preciso. Y como soy economista, probablemente por deformación profesional, para mí el destino de un pueblo se juega en las definiciones económicas que toma. Porque solo sobre la base de una economía sana las personas pueden ejercer verdaderamente su libertad”.
Muy bien. Luego continuó señalando con insistencia sus records y distinciones, como la ya mencionada de ser “el primer presidente economista de la historia”, o que el proyecto de presupuesto a presentar sería “el más radicalmente distinto de nuestra historia”, o que la clave del éxito futuro será la vigencia a rajatabla del déficit cero, o que “este será el primer año de superávit fiscal sin entrar en default de toda la historia argentina”, o que habían recibido “ni más ni menos que la peor herencia de la historia”, o que realizaron “el ajuste más grande de la historia de la humanidad”, etcétera. Y pese a que el ministro de Economía Luis Toto Caputo estaba presente, Milei dijo también que “una vez descartada la posibilidad de subir impuestos, la otra forma de solventar el déficit es con deuda, es decir, cargándole a las generaciones futuras el despilfarro de hoy, esto no es otra cosa que entregar en el altar del populismo la vida de nuestros jóvenes […] Argentina, producto de ser el mayor defaulteador serial del mundo, no tiene acceso al crédito –por ahora–, lo que inhabilita cualquier tipo de endeudamiento, aún si fuera deseable, cuando en realidad nunca lo es.” Palabras estas últimas que en algún espectador desaprensivo resonaron como la célebre sentencia de Groucho Marx: “Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros.”
Parado en un atril, con banda y bastón de mando, el presidente lanzó algunas cifras que fueron motivo de perplejidad para los pocos opositores que lo escuchaban, a quienes calificó genéricamente de “ratas miserables”. Luego de referirse al déficit fiscal como el huevo de la serpiente de todos los problemas económicos argentinos, a los negocios de la casta política con el gasto público, a la justicia social como un robo, a la promesa de vetar todos los proyectos que atenten contra el equilibrio fiscal, Milei hizo un raro inventario del desempeño de su gobierno y aseguró que “gestionar no es administrar el Estado; gestionar es achicar el Estado para engrandecer la sociedad”.
También lanzó algunos números que poco después debieron ser corregidos por sus funcionarios más cercanos, como el pedido a los gobernadores de un ajuste adicional del orden de los 60.000 millones de dólares. Además el presidente había dicho con todas las letras que “no creemos en la política económica contracíclica y de ningún tipo; creemos en la libertad, en los derechos de propiedad y en que los precios se expresen libremente”, y dando muestras de refinamiento y de buen gusto agregó que “si el ciclo económico no es de origen real, sino que es generado por el Estado, es lo mismo que aceptar que un mafioso nos rompa las piernas para luego venir a ofrecernos las muletas; no queremos las muletas del Estado, queremos vivir en libertad; no queremos que nos rompan las piernas”.
Representación pura, pero solo por un momento. Después, como siempre, vino el cafecito de la realidad.