Diego Sztulwark es un tipo singular. Estudió Ciencia Política en la UBA, coordina grupos de estudio sobre filosofía y política, y participó del Colectivo Situaciones en los primeros 2000. La combinación del trabajo intelectual, la investigación militante y una labor sostenida en los barrios le dan un plus: no solo advierte sobre los rasgos de una sociedad que apoya el actual momento de “alucinación colectiva” en manos de un gobierno de ultraderecha y que vive adormecida este “momento delirante, en el que se acepta que se destruya todo un poco”. Además critica la falta de sensibilidad del progresismo argentino, que simplificó la complejidad política de una sociedad que no fue escuchada. ¿Milei es consecuencia o síntoma?
–En tu nuevo libro “La ofensiva sensible” (Caja Negra) te referís al abismo que se produce entre la representación de los discursos progresistas y lo que están pensando las clases populares ¿Qué tan grande es ese abismo?
–En el 2001 y, nuevamente, en el 2008 con la crisis del campo, hubo un pedido del kirchnerismo político para que las tradiciones e intuiciones anteriores fueran replegadas en función del antagonismo entre kirchnerismo y derecha. En el mundo de los derechos humanos, el mundo intelectual y el de la militancia hubo que procesar que ése era el dilema. Fue como si nos licenciaran: “Ustedes, ya no. Ahora, ¡apoyen, defiendan y voten esto frente a esa agresión de la derecha, porque por acá pasa la historia!”. Son nuestros gobiernos progresistas, son éstas las políticas, las formas de argumentar y en las que uno quedó fuera. Y hubo una especie de crédito de mala gana, entre quienes se sienten incómodos porque nunca se termina de dirimir una serie de creencias o experiencias que son consideradas no políticas o de otra época. Para muchos de nosotros hubo un repliegue.
–¿Por qué un repliegue? ¿Dejaron de ser protagonistas de esos espacios?
–A mediados de los ‘90, estábamos siempre al frente en las marchas. Ayudamos a las Madres de Plaza de Mayo a armar la Marcha de la Resistencia. En la facultad estábamos en las agrupaciones, en la lucha contra el ajuste de cuerpo completo, con la CTA, con HIJOS, con el MOCASE. No había manera de que el cuerpo no estuviera puesto. No porque uno tuviera una idea de vanguardia, sino porque lo que ocurría te situaba en esa primera línea. La CTA de fines de los ‘90 era muy porosa: afiliar desocupados, jubilados, estudiantes. Vivíamos en una sociedad hecha mierda que reaccionaba. Esos años, de gran acumulación social desde abajo, fueron desleídos por el kirchnerismo.
–A diez años de ese 2001, en retrospectiva, ustedes habían escrito un texto que decía “el 2001 no existió”.
–Era un chiste, emulaba un documento publicado por Deleuze y Guattari en Francia, que decía “el ‘68 no existió”. Era para los que negaban la importancia del 2001 como un punto a partir del cual uno podía leer cinco o seis años hacia atrás y ver que había habido una acumulación en los territorios, en las universidades, en el mundo de los derechos humanos y en los sindicatos; de eso que la política tradicional no lee porque no pasa por sus cánones.
–¿A qué cánones de la política tradicional te referís? La situación a la que llegamos hoy, ¿puede ser también síntoma y consecuencia de esa falta de lectura?
–Hay que ver si la politización que llamamos “progresismo” no es una construcción que hoy sirve para que las derechas terminen de liquidar todo. Se había llegado a la conclusión de que la política tenía que hacerse muy fuerte en el Estado, en ciertos ámbitos de una cultura profesionalizada y con recursos, y en los medios de comunicación. Todo lo que no estuviera funcionando allí era desmerecido y ubicado en la anti-política. Se empezó a no escuchar una serie de malestares, inconformismos, experiencias que no entraban en ese molde. Mientras el progresismo daba clase, la derecha te regalaba el altoparlante. Ahí se empezaron a procesar una serie de cuestiones que nosotros tendríamos que haber tramitado de otra manera.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo, la crisis de los movimientos sociales significó decir que los dirigentes no siempre son interesantes, no siempre está bien lo que hacen con los planes sociales. La codificación desde arriba de cosas que habían surgido muy desde abajo cortó una relación con algo más oscuro que tiene la sociedad. Por ejemplo, que en un barrio la política no surge limpia ni con una expresión superestructural, surge desde abajo con tensiones y contradicciones. Es ahí donde se trabaja. Mi objetivo es entender cómo fue que la ultraderecha –incluso en su disputa contra la derecha tradicional– creó una escena donde una parte importante del mundo popular encontró la posibilidad de gritar, de decir, de putear, de verse representado. Y de dirigir todo ese malestar contra aquellas banderas que en los ‘90 habían surgido desde abajo y hoy se las ve como si fueran cosas que se hacen desde arriba: casta, privilegio, todo financiado.
–Te referiste a la ultraderecha en tanto que disputando con la derecha. ¿Esa crítica a la derecha tradicional resulta más eficaz que hacer una crítica global al kirchnerismo?
–Por supuesto, las críticas al kirchnerismo, progresismo, feminismo, comunismo, palestinismo son caóticas y totales. Pero la ultraderecha tiene una fuertísima polémica con la derecha tradicional, porque perciben que está comprometida con una forma de mediación social democrática que ellos consideran ineficiente y no le tienen confianza a la hora de enfrentar la crisis. Pero, además, es una ultraderecha paranoica, que siente que no tiene garantizados los equilibrios de dominación. Es como si hubieran entrado en una dinámica revolucionaria en la que defender esa supremacía que es de clase, de raza, de religión, de género.
–¿Alcanza con la distinción entre “izquierda y derecha” para entender el mapa ideológico actual?
–Dieron vuelta el mapa ideológico y creo que hay algo más. Un fascismo que, a diferencia del siglo XX, no tiende al enemigo comunista, a la Unión Soviética, a la Revolución. Hoy se instaló la idea de que hay un enemigo encubierto, un germen en cada estudiante, cada político, cada sindicalista o en Lali Espósito. Esa mentalidad anti-insurreccional va muy bien con la forma paranoica de subjetividad capitalista, con ese malestar nunca del todo procesado y con estas tecnologías. Frente a todo lo que cuestione un ápice los equilibrios que ellos imaginan con sus supremacías, aplican los manuales de antiterrorismo de hace tres o cuatro décadas. Estamos frente a un fenómeno psicótico-social, hablan de unas referencias que ostensiblemente no existen. Están procesando, por un lado, estas fuentes de desequilibrio que no logran manejar y son propias del capitalismo y, por otro, el hecho de que no existe la dominación perfecta.
–¿Esa reacción obedece a una nueva etapa del capitalismo o del neoliberalismo con menos Estado?
–Todo nos hace pensar que sí. En la Argentina, el neoliberalismo fue bastante abollado en 2001. No sé si lo que hubo después es técnicamente neoliberalismo. Porque el neoliberalismo, ése que opera en muchos países de Latinoamérica, es una forma de integración social a través de la mercancía. En cambio acá, asuma Macri o Milei, el quiebre de empresas es infinito, la idea de que el mercado va a reconstituir la sociedad no aparece más. Quizás con Menem o con Cavallo se mantenía esa ilusión. Pero en la actualidad, cuando los neoliberales llegan al poder, los pequeños empresarios están liquidados. Queda una oligarquía empresarial que se beneficia mucho, pero este neoliberalismo que destruye empresas es notable. Estamos ante un cambio del capitalismo, la crisis del 2008 no pasó en vano. El politólogo brasileño Rodrigo Núñez dice que, a partir del 2008, las élites mundiales del occidente capitalista tomaron la decisión de acelerar, porque ya no estaban dadas las condiciones o porque no se quiso volver a pactar un capitalismo con legitimidad, dice Núñez. Ya no hay más discusión sobre las mediaciones, ni materiales ni simbólicas.
–Sin mediaciones, solo hay aceleración.
–Claro. Las tecnologías del capitalismo son de aceleración, y a la clase trabajadora la ponen a pedalear lo más rápido posible o deja de existir. Como si el eje de la velocidad hubiera sustituido al de la legitimidad. Este capitalismo tiene sus héroes. Son quienes demuestran que, habiendo ido muy rápido, consiguieron llegar a Marte. Tengo un poco más de dudas con los discursos que se hacen sobre los estados. No imagino el capital sin el Estado. Miro a Israel, Rusia o Ucrania y veo armas y estados. En la Argentina, donde Milei dice que odia al Estado, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, tiene autos nuevos, tanques nuevos, armas nuevas. Para que haya RIGI, lo que importa es el contexto jurídico. Ahí veo al Estado. Quizás sea una forma estatal que no solo prioriza el aspecto represivo. Es el pacto de los contratos: asegurar jurídica y militarmente el contrato. Hay una forma de lo jurídico, un aparato represivo y un mecanismo de garantías que constituye una forma estatal muy violenta.
–También incluís el miedo y la desesperanza como factores habilitadores de esta forma estatal.
–Uno de los problemas de la pedagogía progresista es que aquel que explica y enseña se separa de sus dudas, de sus propias desesperaciones y de sus inconsistencias para poder explicar, enseñar y tener control. Pero la vida está recorrida por eso que no entendemos, por lo que nos desespera de nuestro futuro. A esas figuras de la certeza y la seguridad las veo como separadas de lo que podríamos llamar un estado de desesperación de la existencia. Recuerdo una asamblea en Florencio Varela, el 8 de diciembre del 2022, que me impactó. Había pasado poco tiempo desde el intento de asesinar a Cristina. Todos estaban muy conmovidos con ese ataque. Al hablar con esas señoras del barrio, me di cuenta de que no estaban preocupadas por Cristina, sino por su situación, por sus maridos violentos, por conservar lo que habían comprado y que no se los robaran, por sus hijos. En los ‘90 o en 2001, esa desesperación venía acompañada de la construcción de orientaciones colectivas. Cuando el lenguaje crítico no conecta con esa desesperación, la retórica política deja de tejer la afectividad de la gente. No digo que sea cinismo.
–¿Qué es entonces?
–En esa asamblea sentí que eso estaba muy destejido, que sectores del mundo popular con fuerte protagonismo en el movimiento piquetero podían llegar a votar a Milei. No me había dado cuenta, hasta ese momento, de que había tal vaciamiento del discurso político progresista. La palabra “politización”, tal y como la hemos entendido en otra época, no está funcionando.
–El nivel de polarización que hay en la Argentina, no solo a nivel de las élites políticas sino de la sociedad, muestra que la ideología dejó de explicar la multiplicidad de dimensiones que nos atraviesan. ¿Hacia dónde se mueve la agenda política en ese dinamismo?
–Creo que la pandemia fue un momento clave. Todos lo sospechamos, pero me cuesta mucho tratar de entender exactamente qué ocurrió entonces. Fueron años de poco contacto personal con otros. El hábito de construir lecturas de lo que ocurre con otros se enfrió y eso fue sustituido por las tecnologías de la distancia. Hubo una especie de placer tanático, de un confort que no se apoyaba en un movimiento emancipatorio, sino en una especie de clausura. La generación de los pibes padeció mucho la situación, el miedo, la muerte, no poder verse, la actividad física restringida. De la cuarentena salimos, de nuestra casa salimos, pero entramos en una forma de mediación digital de la que no saldremos. Eso llevó a un grupo de chicos y chicas instalados en el lenguaje digital a decir que “estos tipos que dicen que hay que quedarse en la casa son lo peor que hay”. Veo la experiencia de una generación de transgredir, cortar con el discurso de los padres, del Gobierno, del progresismo.
–Muchas experiencias de la generación de jóvenes son hoy muy distintas a las vivencias previas. Incluso las laborales.
–Sí, el trabajo precario es un eje que falta investigar. El trabajo coordinado por aplicaciones es muy autoritario, porque la aplicación y el algoritmo te indican cómo, cuándo y dónde. A eso le podemos sumar la paradoja de un gobierno peronista que bajó ingresos populares. Creo que estos libertarios entroncaron con algo, le pusieron nombre: “casta, progres de mierda”. El otro elemento es que el macrismo heredó la política social del kirchnerismo. En los barrios hace mucho ruido la diferencia entre los que trabajan y los que no, los que cobran un plan y los que no, gobierne quien gobierne. En resumen, observo aumento de la desigualdad social, la intervención de una tecnología de la comunicación nueva y una situación que ya no se resuelve en términos de reflexión sino de efectividad directa. Estas tres cosas son el culto a la derecha.
–¿Cómo pensás hoy la política y, dentro de ésta, al sujeto político de hoy?
–Para mí ese ciclo de politización se agotó, y tendremos que ponernos a ver cómo se hace para iniciar otro. Si esa comunicación se puede reabrir, si hay una permeabilidad, tendremos que trabajar fuertemente en eso. La representación idealizada y mitificada de pueblo no nos permite entender el pueblo real que somos: uno tomado por internet, sin tiempo, ansioso, amortiguado, al que le cuesta mucho perder tiempo en las reuniones. Supongo que también hay que repensar qué lugar se le puede asignar a la resistencia estudiantil, universitaria, movimientista. Hay que pensar el pueblo que somos y no tanto en mistificaciones previas de ese pueblo. Al mismo tiempo, no quiero decir que la historia se terminó o que no se repite o no se aprende nada. Está el sufrimiento real de la vida y de una cantidad de redes organizadas que acompañan experiencias y dolores. Yo imagino la resistencia como la insistencia de lo real múltiple que, frente a la simplificación economicista y fascista, dice “no es un problema de presupuesto, es un problema de sufrimiento, de prácticas, de personas”.
–¿Y el conflicto universitario, que asume magnitudes incluso más amplias?
–Claro. Al conflicto actual no lo leo como en los ‘90, cuando emergió la discusión contra el arancelamiento universitario, sino como algo mucho más complejo. Se está jugando con la expectativa popular acerca de que el conocimiento, la integración, la institución nos pueda dar algo a nosotros. No vamos a aceptar que simplemente digan que esto es un 0,6% del presupuesto. Es como si hubiera algo de las memorias populares y de los sujetos reales que en un momento se van a ver obligados –ojalá, es lo que espero– a recordarle al capital que la vida es más compleja, que tiene más niveles, que no se puede simplemente convertir todo en pantalla, numerito y dato. Trato de mirar a los sujetos de resistencias reales sin escepticismo. Puede ser que al Gobierno se le haya ido la mano, que haya creado un enemigo permanente, que haya ofendido a un grupo de personas grande.
–¿Qué potencia le asignas a esa ofensa?
–Creo que la ofensa es un sentimiento importantísimo para la resistencia que viene. Ofensa por cómo tratan a los viejos, por lo que están haciendo a este pueblo que tiene su historia, ofensa por lo que hacen con la universidad, con el conocimiento, con el sufrimiento de las personas. Lo que imagino, y un poco lo que quiero, es que haya mucha gente ofendida, pero en un sentido colectivo, político. Sería interesantísimo ver a un pueblo ofendido que se pregunte “¿cómo podríamos, en este capitalismo actual, en medio de la guerra, hacer algo no tan ofensivo?”.
–¿Dónde se da esa escena? ¿En el Parlamento? ¿En la calle?
–Una cosa que me pasa es que escucho a Axel, escucho a Cristina, escucho a Máximo y no siento allí el drama. Estoy de acuerdo con todo lo que dicen, pero el drama… Sí veo el drama en los trenes, en los molinetes, en la Plaza del Congreso, en los jubilados. El drama circula, pero no sé si podrá tomar una forma política reconocible.
–¿Reconocible en qué términos?
–En el sentido de que podamos ver claramente ahí una forma de la justicia. Y donde se digan las cosas que a nosotros nos habría gustado que se digan y que se recojan nuestras memorias. No sé si eso ocurrirá, pero quiero creer en estas formas de la ofensa. Sobre todo, porque el sistema de provocaciones con el que el Gobierno avanza es válido en una sociedad que está muy jugada a humillar. Esto también es algo para pensar. Una sociedad que está convencida de que solo existe porque humilla al otro. No se trata solo de merecer o no la humillación, sino de que humillar sea la única forma de lenguaje. ¿No hay ninguna dimensión sensible en ese mundo? Creo que sí, yo encuentro gente herida que sufre, que no aguanta esto. Al mismo tiempo, veo que hay un imaginario muy gélido de las personas, como si todo el mundo hubiera entrado en una especie de crueldad e indiferencia total, y no estoy dispuesto a esa representación.
–¿Y los tiempos?
–El tiempo es una dimensión en la que esa desesperación, esa sensibilidad y esa crueldad juegan. Yo pienso un tiempo largo. No largo por lo que demore tener un candidato propio que gane. Estoy pensando en cómo se procesa un tipo de afectividad popular, cómo se convierte en forma de decisión, en símbolos, cómo se generaliza. Hay que renovar imágenes, encontrar formas de producir sentido desde la experiencia, desde el territorio. Eso fue malversado. Y uno quisiera suponer que va a volver a haber un entramado, pero sabemos que eso no es algo rápido, no es una especie de ataque de indignación, una cosa espontánea. Las olas de espontaneidad se van volviendo más ricas cuando va madurando por abajo. Yo estuve en Chile, en noviembre del 2019, cuando se produjo el “estallido”. Por la mañana, venían los chicos de los colegios secundarios a unos talleres que dábamos antes de ir a las marchas. Me acuerdo de que un chico me dijo: “Esto que está pasando hoy en Santiago, nosotros ya lo vivimos durante los últimos años en nuestros lugares”. Es muy importante cómo eso toma la forma de una resistencia menos visible, más clandestina, no codificada. Es mi memoria del 2001, que hoy me está traicionando.
–¿Cómo caracterizarías al Gobierno actual?
–Si lo califico como “psicótico”, me da miedo de que no se entienda el uso de la palabra. Estaría estigmatizando una figura del dolor psíquico. Quisiera calificarlo como un momento de alucinación colectiva. En la Argentina tuvimos varios. Como recordaba León Rozitchner: un momento delirante, en el que se acepta que se destruya todo un poco en función de una especie de depuración sacrificial. Todos aceptamos que se bajen los ingresos, que se destruya la dimensión pública e, incluso, el lenguaje, porque debe haber la expectativa de una depuración. Para mí asistimos a un tipo de fascismo, no en el sentido de la forma política comparable con el fascismo histórico de los ‘20 en Italia. Pero si por fascismo pudiésemos entender algo más abstracto y general, que en épocas distintas tiene formas diferentes. Acá podríamos pensar que tiene una forma nueva, sorprendente y no se parece a otras. Creería que esto es una forma de fascismo, una forma del capital de secuestrar la capacidad de producir sentido a la gente, a los cuerpos, a la comunidad y a lo colectivo. Creo que eso es la derecha hoy.
Siempre me pregunto porqué los analistas políticos no están en el congreso, en lugar de Lemoine.
Los grupos de estudio que coordina Diego son en la Facultad o también particulares?
No puedo comentar «técnicamente» . Soy sólo una médica jubilada. Me llegan estas palabras y las «siento» fuertes y certeras, dentro de lo q pueden serlo razonablemente. Algunas resuenan en mi micro experiencia cotidiana y mi micro militancia en semaforazos etc. Soy analógica y semi analfabeta digital. Exponer nuestros cuerpos aún puede generar algún impacto.