Y se viene Donald Trump, nomás. El 20 de enero asume su segundo mandato como POTUS (President Of The United States). Sin entrar en mayores detalles, lo que más salta a la vista en la escena global es que sus colegas del G-7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido, y de facto la UE), que no son derechistas o tan desangeladamente derechistas como él (y no es que estemos hablando de bolches tenebrosos), están bailando con la más fea desde que Trump se recortó como certeza en el horizonte mundial. No logran zafar de crisis políticas que amenazan seriamente hasta su propia supervivencia como líderes políticos. Sólo la premier italiana Giorgia Meloni navega serena.
Es como si los electorados de esos terruños agregaran a las pullas antipolíticas que vienen arrastrando desde hace años, el hecho de que no ven a sus actuales líderes con la capacidad de enfrentar el desafío que implica Trump en la coyuntura. Se suman las contradicciones que emanan de la cultura pop, que llevan a confiar en el sistema recelando de cómo funciona el sistema. El “te amo, te odio, dame más” hacia la acumulación de capital realmente existente. No es nueva esta inconsecuencia. Viene desde los albores del capitalismo como sistema que maduraba.
La cultura pop se ha articulado alrededor de la visión de que el sistema no conoce otras crisis más que las causadas por golpes externos a su funcionamiento. Y si eso ocurre y no se corrige, se debe a una falla en el ejercicio del liderazgo político. No es que algún tipo de golpe exterior al sistema –exógeno se dice en jerga- no tenga capacidad de provocar una crisis. El shock del petróleo de los ’70 es un buen ejemplo de ello.
El punto es que cuando eso sucede, se desencadenan movimientos secundarios que pegan en la demanda bajándola (dinámica endógena en jerga) y, como todo se presume que es generado por defectos por el lado de la producción (el lado de la oferta en jerga), se tiende a comprimir a demanda. Los efectos secundarios en vez de ser atenuados y revertidos se amplifican.
Lo irónico de todo esto es que al buen dirigente político que se pone a gastar se lo tacha de populista, despilfarrador que incita a políticas inflacionarias. Se prestigia al pusilánime obtuso que hace de la austeridad el color más vivo del pendón que se enarbola para marchar resignados a la malaria. Pobres pero serios antes que prósperos pero disipados. Visto así, lo raro no es que haya surgido el populismo derechista. Lo raro es que haya demorado bastante su cita con la historia.
La Argentina y el multilateralismo
Las facetas espulgadas del multilateralismo realmente existente nos estarían diciendo, entre otras cosas importantes, que las instituciones están precediendo a una nueva configuración del escenario geopolítico. En el espacio conformado por el connubio economía-mundo-economía-mundial, lo más probable es que el multilateralismo realmente existente se adapte y evolucione para que el equilibrio de poder que alumbre, sea cual fuere, resulte alcanzado. En cualquier caso, la respuesta argentina debería variar razonablemente de acuerdo a las circunstancias, pero tales cambios necesariamente orbitarán en derredor de su núcleo duro.
Cuando la meta es mejorar la distribución del ingreso, el país se ve obligado a sustituir importaciones. De lo contrario, las tensiones y fricciones se agravarán en vez de sosegarse y no muy lejos se encuentra una crisis de balanza de pagos. Lo que vuelve interesante e imprescindible el hecho de profundizar la industrialización es el aumento en cantidad y calidad del consumo popular para tornarlo factible y sostenido en el tiempo, y no alguna supuesta superioridad de los productos manufacturados sobre los bienes primarios, un puro espejismo.
Independientemente de que el gobierno libertario esté jugando el partido contrario, cabe preguntarse si está configuración que está tomando la escena mundial no resulta en un freno insalvable para el desarrollo argentino. Se verifica que el sistema internacional no puede frenar el desarrollo de un país que cumpla con determinadas condiciones, a menos que se ejerza la violencia política, lo que queda por fuera de toda consideración. No se ve por qué la Argentina no reuniría tales requisitos, siendo como es una de las veinte naciones de mayor volumen entre 192 en que está parcelada la geografía planetaria. Immanuel Wallerstein opina que “es absolutamente imposible que la América Latina se desarrolle, no importa cuáles sean las políticas gubernamentales, porque lo que se desarrolla no son los países. Lo que se desarrolla es únicamente la economía-mundo capitalista y esta economía-mundo es de naturaleza polarizadora”. No creemos que esta regla no admita excepciones –la Argentina, una de ellas- y por las mismas razones de las polarizaciones que operan.
En otras palabras, dadas las circunstancias que las fuerzas del mercado explican por sí solas los factores del bloqueo, cuando un país que está en condiciones de hacerlo emprende su camino al desarrollo, el multilateralismo realmente existente funciona de freno pero no de obstáculo insalvable, por la sencilla razón de que la decisión de tener como objetivo permanente el superávit de cuenta corriente, al que se arriba por efecto del superávit comercial, es enteramente nacional. Solamente se trata de no olvidar que “el derecho del más fuerte es también un derecho, y que este derecho del más fuerte se perpetúa bajo otra forma en su ‘estado de derecho’”, según puntualizó Karl Marx hace un siglo y medio. A eso juega Trump evidentemente.
Genio superior
La propia fe al lado oscuro de la oferta condujo a decretar, ni bien despuntó la década de 1970, que el keynesianismo había fenecido por inadecuado. Algo que nunca se vio, pero lo dieron por probado y que induce a la cultura pop a grasadas del tipo que para mejorar la distribución del ingreso (vg.: que los morochos mejoren su estándar de vida, por lo corriente estropeado y bajo), hay que aumentar primero la producción. Los empresarios se van a poner a producir para vender lavarropas o dulce de batata a mi abuela si no hay demanda previa. El poder de compra de mi abuela es determinado por la política. Pero eso lo obvian.
En este punto entran las relaciones internacionales y forman parte de la explicación de las desconfianzas de los electorados del G-7. En el sistema económico en que vivimos la reabsorción del desempleo que genera una crisis tiene como unas de las condiciones necesarias conseguir -y mantener- una balanza comercial superavitaria. Si se es emisor de la moneda mundial, como son los Estados Unidos con el dólar, se tiene el privilegio de pagar con la propia moneda las importaciones y la limitación señalada no corre.
Cuando las clases dirigentes de los diversos estados se atuvieron al verdadero sentido de la dirección de los hechos en lo atinente a los flujos comerciales externos, siempre se abocaron y siempre se abocarán más o menos conscientemente, a pergeñar políticas económicas que busquen un estado satisfactorio de equilibrio obtenido a través de alguna cosa como producción menos superávit comercial igual a ingresos. El superávit comercial es un factor que tiende a reequilibrar el sistema, en el que producto siempre tiene más valor que ingreso que crea. Esa diferencia es establecida por la tasa de ganancia. Esta es la macroeconomía de la desigualdad: producto mayor que ingreso.
Ricardo, que era muy sagaz, en su principal ensayo “Principios de economía política…” insertó un corto capítulo -el VII- en el que da los fundamentos del libre comercio. Ese corto capítulo da asombrosamente para que, dos siglos después, siga tallando fuerte. Pero no lo escribió por razones de librecambio para el desarrollo, sino para fundamentar cuál era el mejor camino, según su opinión, para que la balanza comercial arroje como resultado cero. Igualar lo que se exporta con lo que se importa, significa que el comercio no perturba. Para eso se hace. Para simular que no existe. Es como si hubiera entrevisto que algún barullo había con su idea ultra clásica de que la producción genera todos los ingresos que la compran. El “accidente del proteccionismo” lo perturba. Por supuesto que no es así. La producción genera un ingreso que no la compra en su totalidad. Esa diferencia está dada por la ganancia. Justamente la política macroeconómica se hace para abatir esa diferencia o mejor dicho para redistribuirla hacia el ingreso. Así obligar al sistema a gastar. El aprendiz de brujo junto a Prometeo, deben constantemente recomenzar porque esa diferencia siempre existe.
Multilateralismo
Sin el concurso de la macroeconomía de la desigualdad, las contramarchas del multilateralismo se asimilan a un aberrante error de los responsables de la política económica en la interpretación teórica de los hechos propios del comercio exterior. Por débil e inadecuada que parezca tal hipótesis se está obligado a sostenerla si no se admite la desigualdad básica entre producción e ingreso. Es por ignorar las ventajas del librecambio, como hace Trump, que se incurre en el proteccionismo.
Por lo tanto, se debe observar que es la contradicción del producto mayor que el ingreso y no la ignorancia lo que está por detrás y da cuenta de los avatares sufridos por el multilateralismo desde la posguerra a la fecha. Las historias que sucedieron con distintos grado de éxito durante los últimos cincuenta años en países en desarrollo, ponen en evidencia que una adecuada administración de los flujos comerciales externos es clave, tanto para emplazarle el necesario plafón a las industrias nacientes en sus primeras etapas llena de tensiones y que dejan a trasluz sus debilidades inherentes, como para potenciar el grado de crecimiento económico alcanzado.
Y es aquí donde se encuentra el verdadero estatuto de la OMC (Organización Mundial de Comercio) que Trump congeló en su primer mandato y con el que Joe Biden siguió igual. En la manera en que los países industriales están tratando de resolver el problema de intermitente crecimiento desde la crisis del petróleo es factible identificar el verdadero estatuto de la OMC, por qué fue dejado a un lado y por qué es posible que no vuelva a funcionar como antes.
Incapaces de superar a sus rivales, emprendiendo un incentivo internacionalmente coordinado -un incentivo que tendría lugar sin ningún peligro de desequilibrio en las balanzas de comercio y pagos, desde que el comercio dentro de su ámbito brinda suficiente grado de autonomía a la zona para con el resto del mundo- fueron cayendo en diferentes variantes de economías del “lado de la oferta”. Los países industriales estaban nuevamente tratando de realizar el viejo sueño del sistema capitalista, de invertir independientemente de y en proporción inversa al consumo final.
El constante fracaso de estos intentos parecen suficientes para confirmar que la contradicción fundamental de la economía de mercado viene dada por el hecho de que los que deciden no pueden sino tratar la inversión y el consumo como magnitudes directamente proporcionales, mientras que son por naturaleza inversamente proporcionales.
Encima apareció China y la tendencia -descomunal- a recaer en la expatriación de capital que los países centrales no necesitan desde fines del siglo XIX para expurgar una crisis. Hace un siglo y medio las luchas de sus trabajadores fortalecieron de tal suerte los mercados internos que la salida de capital se volvió innecesaria. Apenas una potencial contingencia que saltó en gran forma con China.
Los límites de la cooperación internacional
Todo este panorama lleva a seguir con la búsqueda de las respuestas a los interrogantes sobre los límites, y también las limitaciones, de la cooperación internacional y sobre los avatares del multilateralismo conforme se vayan sucediendo las tensiones que se observan en el equilibrio del poder mundial atravesadas por la lógica y dinámica de la macroeconomía de la desigualdad.
Es en ese terreno donde se empiezan a develar los perímetros del espacio de maniobra de la Argentina en el ámbito del multilateralismo, o dicho de otra forma, las probables opciones de respuesta que enfrenta nuestro país de cara al multilateralismo realmente existente o lo que queda del mismo.
Esta expedición se enmarca en una coyuntura signada por un mundo donde todo contorno de las verdades sabidas y guardadas de buena o mala fe, se difumina por la niebla de la dureza de la situación global. Escarbar en el terreno del multilateralismo debería permitir comprender a qué se debió que el caldo se espese tanto y se ponga fulero. La respuesta que dispara el interrogante depende si se la enfoca en materia de relaciones internacionales con la óptica realista o con la liberal-institucionalista. Debe tenerse presente que los dos enfoques difieren esencialmente.
Desde la perspectiva realista, el teórico de las relaciones internacionales Robert W. Cox advierte el doble aspecto político y económico del multilateralismo y a la sazón señala que “el multilateralismo económico significó la estructuración de la economía mundial más favorable a la expansión del capital a escala internacional, y el multilateralismo político significaba que los acuerdos institucionales realizados en ese momento y en esas condiciones se establecían para la cooperación interestatal en problemas comunes”. Pero aclara Cox que “el multilateralismo político tenía como objetivo principal la seguridad y el mantenimiento del multilateralismo económico, el apoyo del crecimiento de la economía mundial capitalista”. En tanto -según Cox- “otros veían una contradicción entre los aspectos económicos y políticos” puesto que en esa perspectiva el multilateralismo político tenía razón de ser en función de “corregir las desigualdades resultantes de la economía mundial”.
Cox manifiesta que las instituciones internacionales y los principios generales tanto del derecho como del comportamiento internacional “no deben ser contempladas por lo que expresa su formalidad, más bien deben ser vistas como medios para lograr fines que se derivan de los conflictos de interés real en el corazón del sistema”. Cuando se hace operativo el criterio enunciado, determina que hay “espacio para una considerable proliferación de las instituciones internacionales, pero poco espacio para cualquier adquisición acumulativa de autoridad por parte de estas instituciones”.
Para Cox tal situación trae como consecuencia que “las organizaciones internacionales no tendrán ninguna autonomía real como organismos capaces de articular los propósitos colectivos y la movilización de recursos para lograr estos propósitos”. De manera que la dinámica esperable viene dada por la preservación de “los mecanismos para poner en práctica, o simplemente para respaldar públicamente, los propósitos que se han acordado y son aplicadas por los estados que disponen de los recursos necesarios para alcanzarlos”. Como resultado “las instituciones internacionales son un ritual público diseñado para legitimar las medidas pactadas en privado. Los principios generales utilizados para legitimar la promulgación de estas medidas son un ritual sospechado de racionalizaciones de segundas intenciones”, redondea Cox.
El punto de vista de otro académico importante de las relaciones internacionales como Robert Keohane marca el contraste con el realismo que propina el diagnóstico surgido desde la perspectiva liberal-institucionalista. Haciendo entrar en juego la cooperación que supone la hegemonía, Keohane dice que “la hegemonía se define como una situación en la que un Estado es suficientemente poderoso como para mantener las reglas esenciales que gobiernan las relaciones interestatales, y está dispuesto a hacerlo”. Para comprender mejor la naturaleza de la determinación que un Estado debe tener para poder ser considerado hegemónico, Keohane reflexiona en torno a la idea de “cooperación”.
La relación entre cooperación y hegemonía se establece a partir de que “el liderazgo hegemónico puede ayudar a crear un patrón de orden. La cooperación y la hegemonía no son antitéticas” y en contraste “la hegemonía depende de cierta clase de cooperación asimétrica que los hegémonos exitosos respaldan y mantienen” de tal suerte que “al dar cuenta de la creación de los regímenes internacionales vemos que a menudo la hegemonía desempeña un rol importante, incluso crucial”. Y perfila la categoría puntualizando que “la cooperación intergubernamental se lleva a cabo cuando las políticas seguidas por un gobierno son consideradas por sus asociados como medio de facilitar la consecución de sus propios objetivos, como resultado de coordinación de políticas”.
Asimismo, Keohane explica que “para comprender las estructuras de cooperación de la economía política mundial […] debemos examinar las expectativas de los actores con respecto a las futuras estructuras de interacción, sus supuestos acerca de la verdadera naturaleza de los acuerdos económicos, y clases de actividad política que ellos consideran legítimas” de manera que “debemos analizar la cooperación dentro del contexto de las instituciones internacionales”.
Revisando la estructura y dinámica de la acumulación a escala mundial y la suerte y verdad de los flujos comerciales comprendidos en tal dinámica y estructura, se cae rápido en la cuenta de que “las expectativas de los actores” y las “clases de actividad política que ellos consideran legítimas” no pueden ser más que momentáneas. ¿Podría ser de otra manera? Por lo argumentado en torno a la macroeconomía de la desigualdad es claro que no.