Una clase de historia para el Presidente

No es una rareza argentina que el campo financie el crecimiento industrial. Es la palanca que movió la historia del desarrollo del capitalismo como modo de producción. Hay que estar muy desinformado o desaforado ideológicamente, o una mezcla de ambas limitaciones, para vociferar que el más natural, necesario e inevitable proceso es un “robo”, como hizo el Presidente en el Día de la Industria.

En el discurso que pronunció el Presidente de la Nación, Javier Milei, en lunes 2 de septiembre en el acto por el Día de la Industria, en la Unión Industrial Argentina (UIA), enunció su deseo de “aprovechar esta oportunidad para desmentir dos grandes mitos que – durante décadas – fueron utilizados por la política para meter la mano hasta el codo, en el sector industrial y enriquecerse a costa de todos los que producen (…) el primero, es el que tacha de incompatible el desarrollo industrial en simultáneo con el de los sectores primarios de la economía (…) El segundo es el peor de todos y es adyacente al mito anterior: el mito de que la libertad en la economía es perniciosa para el desarrollo industrial. Ningún país quebró por abrirse al comercio internacional; todos los que lo hicieron progresaron de hecho, ¿a quién se le puede ocurrir semejante disparate? Y lo único que es pernicioso, para el desarrollo industrial, es tener un Estado elefantiásico, montado a sus espaldas”.

De aquellos polvos estos lodos y conforme la óptica presidencial “la consecuencia es que – para proteger a la industria – se le robó al campo, y esa protección lo único que generó es un sector industrial, adicto al Estado. Esta es una de las raíces de las crisis económicas estructurales que padecemos, desde hace tantas décadas (…) Cien años de insistir con estas ideas terminaron – en primer lugar – arruinando nuestro potencial exportador; castigando al campo con trabas e impuestos y directamente impidiendo el desarrollo, de otros sectores exportadores, en los que deberíamos ser protagonistas globales, como es la industria del cobre”. Tales mitos, según el primer mandatario, “perjudicaron a todos los argentinos porque nos obligaron a pagar más caro por productos de peor calidad, aumentando el costo de vida y reduciendo la capacidad de ahorro y – en consecuencia- la capacidad de inversión de todos”.

A partir de este diagnóstico el primer mandatario se preguntó retórico: “¿saben cuál es la mejor política industrial? Tener una buena política fiscal y monetaria; honrar las deudas y recuperar la credibilidad del país para que – desde afuera – confíen en que, si nos venden, les vamos a pagar (…) ¿Saben cuál es la mejor política industrial? Terminar con la inflación, recuperar el cálculo económico y devolverles a los argentinos los dones de la estabilidad”. 

Al vetusto y siempre erróneo diagnóstico de que agro significa atraso e industria adelanto, Milei lo da vuelta y propone que agro es igual a adelanto e industria es igual a atraso y cosa fea. El anecdotario cosechará que cuando Milei señaló que “para proteger a la industria se le robó al campo” y dirigió la mirada al presidente de la Sociedad Rural Argentina que estaba entre los invitados por los industriales para preguntarle con tono de sorna: “¿Me escuchaste, no?”.

Revisando el papel de los dos sectores en la historia del desarrollo capitalista, considerando los motores reales de la actividad económica y dando cuenta del estatus de las políticas proteccionistas y su notable constancia a lo largo de los siglos, se concluye que la visión de Milei está muy cerca de la ideología y muy lejos de los hechos. 

Dos tipos de revoluciones burguesas

En todos los otros sistemas de producción que operaron en la historia humana, la acumulación de excedente se llevaba adelante esencialmente con fines improductivos, de prestigio. Desde las pirámides hasta las catedrales ilustran ese comportamiento. La utilización productiva era un sedimento ocasional. Por el contrario, con la revolución burguesa, por primera vez en la historia humana, para la clase que detenta el poder la acumulación productiva es la que deviene en un fin en sí mismo y la utilización improductiva del excedente es la que constituye un subproducto ocasional. Es este contexto y sobre la base de una muy larga acumulación tecnológica, previa, es que tiene lugar la llamada revolución industrial.

En el momento que la clase burguesa entra a jugar como vector de una transformación radical de la sociedad –la más radical de todas después de la dislocación de la comunidad primitiva y el principio de la lucha de clases- en la que hasta entonces -y desde que se abandonaran las cavernas- la fuente casi única de excedente era el trabajo de los pequeños agricultores. El problema de la revolución industrial fue, por un lado, un asunto de extracción, de movilización y de utilización del excedente agrícola; y por el otro, la transferencia de una parte de la población activa desde ese sector hacia la industria. En 1810 el 93% de la población mundial vivía en el campo. Hoy algo menos de 35%. 

Como se observa, no es una rareza argentina que el campo financie el crecimiento industrial. Es la palanca que movió la historia del desarrollo del capitalismo como modo de producción. Hay que estar muy desinformado o desaforado ideológicamente, o una mezcla de ambas limitaciones, para vociferar que el más natural, necesario e inevitable proceso es un “robo”.

Encima, las dos operaciones son factibles si la productividad del trabajo de la agricultura se eleva lo suficiente como para, por un lado, a partir de cierto umbral permitir la generación de un excedente permanente que posibilita financiar el desarrollo de los otros sectores; y por el otro, asegurar la misma cantidad de alimentos con menos mano de obra. En suma, aquellos que permanecen en la agricultura deben ser capaces de nutrir a aquellos que la abandonan.

El problema de la “revolución industrial” acontece pues como un problema de la mecanización de la agricultura. Esta tecnificación implica la introducción de relaciones capitalistas en la agricultura, dado que la granja capitalista posee un poder de absorción de maquinaria de lejos muy superior a la de la chacra de los pequeños agricultores.

Si esto funciona así, entonces hay sólo dos vías para llegar: transformar directamente la propiedad del señor noble en propiedad capitalista o transformar al pequeño agricultor en propietario burgués y esperar que las relaciones mercantiles la disuelvan – por la proletarización de unos, el enriquecimiento de otros- y la transformen en propiedad capitalista. O en el caso que haya aborígenes nómades, evitar su injerencia. 

En los tres casos es preciso atravesar, se lo quiera o no, por la expropiación de los propietarios anteriores, inmediata y violenta en el primero, lenta y evolutiva en el segundo. (En el primer caso se le expropia directamente, lo que luce más racional. En el segundo, se comienza por consolidar los derechos y se los expropia después, lo que luce absurdo). El tercero es un variante del primero.

Así es como entrar a tallar el factor político en las relaciones de fuerza del momento. La clase burguesa revolucionaria no puede combatir en dos frentes. O bien, acuerda con los señores feudales y expropian a los pequeños agricultores, y los señores feudales se convierten en capitalistas (caso inglés), o bien acuerda con los pequeños agricultores y proceden a abolir los derechos de los señores feudales (caso francés). O, le establecen la frontera al indio. 

En el primer caso, la “revolución” es pacífica en el plano político y, por paradójico que pueda parecer, discurre hacia la integración en el plano económico y permite a las fuerzas productivas dar un salto hacia delante. En el segundo, la revolución política es radicalizada y se pone en marcha un sistema híbrido en la cual la agricultura precapitalista, parcelaria, se convierte en un freno, una tara y una hipoteca para el porvenir. En el tercero, también una variante del primero. 

Nos ahorraremos enumerar todas las taras a derecha e izquierda que sobre la realidad de este proceso han malversado las posibilidades del desarrollo argentino. Basta considerar que por deplorable que resulte hoy el “Remington y Administración”, en el ayer de la realidad histórica fue lo que posibilitó liquidar las guerras civiles en nuestro país y que se impulse el crecimiento. En el reverso izquierdista de la declamada “reforma agraria inmediata y profunda” -que aún hoy tiene sus partidarios- es una invitación al estancamiento y el retroceso.

Necesidad de industrializar

En la realidad impura, deviene imposible mecanizar la agricultura sin al mismo tiempo y en la medida necesaria industrializarse. Es que el desarrollo económico se acompaña de una determinada transferencia de la población activa desde la agricultura hacia la industria. Pero entre los dos fenómenos no hay una relación causal de tipo lineal, son concomitantes. La industrialización no es la condición estructural del desarrollo, es el síndrome.

En otros términos, la transferencia de la agricultura a la industria no se produce a raíz de que la agricultura es atrasada en sí y la industria avanzada por naturaleza; más simplemente porque la gama de bienes industriales es de tal suerte más extensa que aquella proporcionada por el agro, y su participación en la canasta familiar sanciona una función creciente del nivel de vida. Además, en tanto las rigideces del comercio exterior y ciertas dimensiones mínimas de los países vienen dadas, las salidas de la agricultura son velozmente saturadas.

Un ejemplo hipotético –casi surrealista- resulta útil en su contraste con la economía realmente existente, para desbaratar esa falsa antinomia campo atraso –industria adelanto que ahora quiere revertir y exacerbar Milei. Supóngase que las otras actividades en los Estados Unidos producen menos valor por activo que su agricultura, y que el resto del mundo acepta abandonar completamente las actividades agropecuarias e importar de los Estados Unidos todos los bienes agrícolas que deseen a cambio de bienes industriales, que los factores naturales son ilimitados en los Estados Unidos, que la transferencia de un sector al otro no presenta problemas y que los costos de transportes son nulos. 

En estas fantásticas circunstancias, para los Estados Unido no será menos beneficiosa tal situación especializándose el 100% en agricultura, por la simple razón de que los 200 millones de la población económicamente activa activos norteamericana (15-64 años) se pondrían a trabajar en una agricultura tan productiva que generaría un volumen de productos agropecuarios más de dos veces superior a lo que consume la totalidad del planeta.

No es entonces porque la agricultura es atrasada que los hombres la abandonan. Más bien al contrario, debido a que es relativamente más productiva con relación a la escala de las necesidades. Así es que lo que el desarrollo presupone no es entonces la industrialización sino en primer lugar y antes que nada una elevación de la productividad de la agricultura tal que aquello que se le resta luego pueda enmendar lo quitado. 

Así, el factor más decisivo entre aquellos que posibilitaron la revolución industrial en Inglaterra a mediados del siglo XVIII fue la superioridad considerable de su agricultura con relación a la del continente – Inglaterra en esa época era exportador neto de cereales- de suerte que pudo organizar sin mayores inconvenientes la transformación de una parte de sus campesinos en proletarios urbanos. 

Los rústicos que apostrofan desde el campo contra la industria nunca dan a conocer de qué otra forma práctica se podría no ya en la Argentina, sino en el capitalismo global, financiar la transformación. Obvio, que por un cuestión de predomino político –“¡la manija es mía, mía!”- no quieren saber nada con la industria. Ahora hacer de esta animalada una bandera política no puede ser sino producto de la capitalización de las serias limitaciones de los opositores que pretenden representar a las mayorías nacionales.

Queda clarificado entonces que no se trata de una transferencia de factores de la agricultura a la industria para que se desarrollen más en mecanización y en modernización tanto uno como otro sector. La superioridad de los países de la OCDE sobre los de la Periferia no consiste en el mayor porcentaje que tiene la manufactura en la producción nacional; sin embargo, el hecho es que tanto la manufactura como la agricultura son por lejos superiores a sus pares de la Periferia. La frontera del desarrollo no pasa entre la agricultura y la manufactura, sino entre dos géneros totalmente diferente de los unos y de los otros.

La diferencia entre una agricultura mecanizada y una que no lo está es considerablemente más grande que la que existe entre una agricultura y una manufactura, ambas poco mecanizadas y poco desarrolladas. Y ahí estuvo la real causa del estancamiento pampeano, que comenzó a superarse cuando se comenzaron a producir en el país (sustituyendo importaciones) tractores. Hasta 1960 el país no producía tractores. Unos pocos salían de una línea de producción montada unos años antes. El agro por falta de mecanización se estancó en la década del ’30, como lo revelan los estudios del sector. Las diatribas contra la sustitución de importaciones (ISI, por su sigla en inglés) deja en penumbras esta realidad para vender humo y defender el librecambio.

Río arriba

Donde a Milei se le queman aún más los papeles es en el país del 17 de octubre de 1945. Cuando se considera la situación un poco más de cerca, se cae en la cuenta de que “estructura adecuada” no son más que otras palabras para invocar la falta de mercado interno, por lo tanto de la falta de ingresos internos suficientes, por lo tanto de la falta de salarios suficientemente elevados. “Estructura inadecuada” no es que había mucho campo y poca industria, es que no había mercado suficiente. Don Juan tuvo la amabilidad de invitar a la mesa al país que estaba con la ñata contra el vidrio. Semejante afrenta a la gente de bien, cada día que pasa resulta más imperdonable.

Al fin y al cabo una economía nacional sólo puede materializar los ingresos externos recibiendo una cantidad equivalente de mercancías del exterior, ya sea destinada al consumo final (improductivo) o a la inversión (consumo productivo). Ambas formas implican la existencia previa de poder adquisitivo dentro del país receptor y esto es lo que faltaba en la Argentina de entonces.

Todo esto parece bastante absurdo. Admitir que el exceso de consumo improductivo y la baja productividad son factores de desarrollo es como admitir que la desembocadura de un río determina su fuente. Pero esto es sólo un reflejo de la paradójica realidad objetiva del sistema económico en el que vivimos. Desde hace mucho tiempo se sabe que en el modo de producción capitalista el mundo está patas para arriba, está parado sobre su cabeza. Pero si eso no es una mera metáfora, significa justamente esto: que la desembocadura de un río determina su fuente.

En todos los demás sistemas de producción es al revés. Se produce primero según los medios productivos de los que se disponen. Entonces se consume después de distribuir lo que se ha producido de acuerdo con algún procedimiento de reparto elegido. La tasa de consumo depende del volumen de producción anterior. En el sistema de relaciones mercantiles, la dinámica se invierte. Se producen en función de las ventas preestablecidas reales o esperadas. Todas las determinaciones vienen de la desembocadura. En lugar de ser un aumento en la producción el que hace posible el aumento del consumo, es un aumento previo en el consumo el que estimula la producción. Lindo le va a ir al país con un presidente que habla de las virtudes del ahorro (gastar menos) para que se invierta más. Hasta donde llega nuestro conocimiento desde que el capitalismo asentó sus reales, nunca se pudo cuadrar el círculo y no se ve porque ahora se podría.

En una sociedad de libre empresa, la inversión y, en consecuencia, el desarrollo son directamente proporcionales al consumo improductivo, lo que verdaderamente es el mundo parado sobre su cabeza. En todos los demás tipos de sociedad el problema básico es producir; bajo el capitalismo el principal problema es vender. Esta dinámica inversa tiene implicaciones considerables. Muchos prejuicios y mitos tienen que ser abandonados. Y muchos problemas políticos y económicos nos aguardan a los argentinos porque los que dirigen el Estado viven la fantasía del mayor ahorro (menos consumo) para mayor inversión. Eso traba el desarrollo y entonces es muy peligrosa. 

Para más, no está en la fuente, en el sector productor de los medios de producción, en la industria de las máquinas-herramientas y manufacturas de alta tecnología, en el que hoy se encuentran las ramas más dinámicas, a pesar de la tenaz creencia de muchas personas. Es en el otro extremo de la cadena, en las industrias que está lo más cerca posible del consumo más cotidiano (entre ellas las llamadas “tecnológicas”) que se encuentran los puntos de crecimiento. Para convencerse, basta echar un vistazo a las principales curvas del mercado de valores ya sea en Nueva York, Londres. Tokio, Frankfurt o París. 

El cielo protector

Durante el discurso de la UIA, como se transcribió al principio, Milei dijo que “ningún país quebró por abrirse al comercio internacional; todos los que lo hicieron progresaron de hecho, ¿a quién se le puede ocurrir semejante disparate?” En su edición del viernes el New York Times informa que al que se le ocurrió “semejante disparate” fue a Donald Trump, admirado por Milei y que –según trascendidos- prometió tirarle unos cuantos dólares si gana las elecciones.

El Times subraya que en el centro de las propuestas que esbozó el jueves en el Club Económico de Nueva York, están aranceles más altos, impuestos más bajos. “Yo la llamo Estados Unidos Primero. Esta es la política que construyó este país, y esta es la política que salvará a nuestro país”, consignó Trump. Describió a los aranceles aduaneros como la panacea para los problemas económicos de Estados Unidos y ahora afirma que los aranceles también podrían ser un generador de ingresos que incluso ayudaría de alguna manera a las familias a afrontar los crecientes costos del cuidado infantil. También rindió homenaje al “presidente altamente subestimado, William McKinley”, un defensor de los aranceles en el siglo XIX, de cual el Times comenta con socarronería “hasta que dejó de serlo”. El Times advierte que las políticas de Trump podrían empujar a Estados Unidos a una guerra comercial que aumentaría la inflación y debilitaría la economía. Su contrincante Kamala Harris, si hay algo que no hace es desmentir este proteccionismo.

Viendo que la economía mundial es el reino del disparate que tanto disgusta a Milei, vale preguntarse si la Argentina se protegió por un diagnóstico chingado de creer que la industria es superior al campo en cuanto a perspectivas de desarrollo o hay algo más. Debe haber algo más, porque si todos los países se protegen no debe ser por un mal diagnóstico. Y en efecto no es por eso que una economía se protege. Ni tampoco para amparar una industria en su fase infantil o un capitalismo en su tierna niñez. Nada es para siempre, aunque el proteccionismo parece que sí.

Los mercantilistas repiten bajo todos los tonos con constancia y cinismo durante más de dos siglos, que es necesario vender más de lo que se compra. En sentido contrario a los economistas clásicos y neoclásicos, los responsables de la política económica actual y los Estados capitalistas normales siempre han buscado una balanza comercial superavitaria.

Teniendo en cuenta que los economistas de la escuela austríaca destrozaron a David Ricardo en todo, salvo en el punto del librecambio y la ventaja comparativa que hicieron suya, Milei y las ideas clásicas y neoclásicas que sigue estarían en lo cierto si se acepta la igualdad de la producción (P) y el ingreso (R). Es lo que enuncia la ley de Jean Baptiste Say. En todo caso su postulado fundamental a saber: la producción (P) crea ipso facto un volumen de ingresos (R) correspondiente a su valor. Entonces tenemos que: (1) P = R. Habría un irracional desequilibrio porque P – E (excedente de exportación) sería inferior a R. ¿Menos ingreso por lo que se produce por el superávit comercial? En verdad, protegerse, tener un superávit comercial es un disparate.

Puede haber una momentáneo desacople entre la demanda global (D) y el ingreso (R); (2) D = R. Si D ≠ R entonces se sigue P ≠ D; ambas desigualdades fundadas sobre la tendencia al atesoramiento. Pero aun así, el proteccionismo debería ser coyuntural y no perene como es.

Pero resulta que como bien fundamentó el economista greco francés Arghiri Emmanuel el producto es mayor al ingreso siempre. Tal desigualdad hace a la naturaleza del sistema capitalista que crea normalmente una producción cuyo valor es superior a los ingresos distribuidos. La producción, no puede realizarse o venderse más que por la anticipación misma de su realización o venta, es decir, recurriendo a un poder de compra ficticio introducido por el crédito. Esta tendencia a la no realización puede ser sobrellevada por numerosos artificios pero no puede ser abolida y resulta así el fundamento de la inestabilidad congénita del sistema capitalista.

Uno de esos artificios es el proteccionismo. Como P>R entonces los seres humanos al frente del Estado y conscientes de sus responsabilidades políticas –mantener el nivel de empleo y el crecimiento- más o menos conscientemente sabiendo lo que hacían o por siempre intuición, siempre estuvieron buscando un estado satisfactorio de equilibrio obtenido a través de alguna cosa como: 

P – E = R. 

De manera que el proteccionismo no es ninguna irracionalidad y si alguna vez su práctica se justificó por amparar una supuesta mejor performance de la industria, errónea desde todo punto de vista, no fue más que una boutade, por la falta de teorización al respecto y el desprestigio que siempre tuvo. 

El recorrido hecho provoca preguntarse ¿en qué mundo vive Milei, maquillado por Lemoine?

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