Una clase sobre el capital financiero para la oposición

El objetivo del capital financiero es muy lineal: cobrar con una tasa de interés estable y garantizar que la absorción del excedente destinado a la actividad económica no ponga en riesgo la disponibilidad de fondos para los pagos que les corresponden, dentro de perspectivas realistas. Por eso la obsesión con poner algún tipo de límite sobre el gasto público. Los países subdesarrollados con interés en modificar su situación deben comprender este funcionamiento del orden mundial.

Una idea que se repite con frecuencia entre economistas y personas interesadas a las relaciones internacionales es que a partir de la década de 1970 se produjo una “globalización” de los factores de la producción (en términos prácticos, mayor movilidad del capital, porque afirmarlo sobre la fuerza de trabajo sería absurdo), y una primacía de las fuerzas de mercado mancomunada con un auge “neoliberal” en la orientación de los gobiernos de países desarrollados. 

Normalmente esa idea es planteada como si se tratase de una cuestión descriptiva en cuyas implicancias prácticas no vale la pena detenerse más que para una cosa: saber que cualquier ejecución de políticas progresistas es más dificultosa que en el período que va desde el fin de la segunda guerra mundial hasta la mitad de la década de 1970.

Sin embargo, los hechos históricos son más complejos, y su relación con la actualidad más profunda. En un país como la Argentina, en el que se habla permanentemente del capital financiero en la forma de endeudamiento externo como un riesgo y se ignora sistemáticamente su potencial uso para el crecimiento económico, es necesario detenerse sobre los matices que adquiere el problema, a los fines de establecer una posición nacional útil para atender a las necesidades del presente.

En el libro Los Estados y el Resurgimiento de las Finanzas Globales: Desde Bretton Woods a 1990, el profesor de Economía y Política Internacional Eric Helleiner explica que entre 1950 y 1990 se produjo una remarcable expansión de la actividad financiera global, cuyas reconstrucciones omiten el papel desempeñado por los Estados nacionales en hacerla posible, atribuyéndole las causas de su crecimiento a fuerzas de mercado y cambios tecnológicos que facilitaron la movilidad internacional del capital al disminuir el costo y la complejidad de la realización de operaciones financieras. 

Considerando que se trata del financiamiento de la actividad económica de las naciones, o bien de un tipo de movimiento de capitales que suele entrar en oposición a ésta última, atribuírselo a la entelequia del “mercado” y dar por sentado que no existen intereses contrapuestos y arbitraje mediante regulaciones es, al menos, ingenuo. Helleiner observa que abundan análisis en los que se trata al comercio y las finanzas internacionales como independientes, cuya naturaleza es ajena a las decisiones políticas. Cuando en realidad sus transformaciones y eventos relevantes se ven determinados, antes que nada, por las decisiones que adoptan los Estados de acuerdo a sus posiciones relativas de poder.

La difusión de los controles

La regulación de la movilidad internacional del capital adquiere forma de dos maneras. La primera, mediante la fijación de la tasa de interés. Cuanto más alta sea en un país en comparación con las medidas de referencia internacional, más atractiva es la colocación de capital en el mismo en sus diversas formas. La segunda manera, que es la reglamentación de controles nacionales para la localización del capital en el país del que se trate, se utiliza para evitar la volatilidad y los condicionamientos asociados con la primera, que pueden afectar la planificación de políticas macroeconómicas. Reglamentar el movimiento de capitales requiere de cooperación internacional, porque hacerlo unilateralmente se presta a la elusión de los controles por medio de la deslocalización.

Las prescripciones tradicionales de los banqueros o financistas internacionales consisten en las recomendaciones de política fiscal ordenada y la prevención contra la inflación estableciendo tasas de interés que permitan controlar la demanda de capital. Así es como la teoría económica convencional, desde finales del siglo XIX hasta el presente, concibe la gestión macroeconómica. Las cosas funcionan de otra manera y rara vez la política económica se diseña con estas perspectivas. Pero el decálogo ideológico funge de ariete a favor de un objetivo que, para el capital financiero, es muy lineal: cobrar con una tasa de interés estable y garantizar que la absorción del excedente destinado a la actividad económica no ponga en riesgo la disponibilidad de fondos para los pagos que les corresponden, dentro de perspectivas realistas. Por eso la obsesión con poner algún tipo de límite sobre el gasto público.

Antaño, el “control” se ejercía con el patrón oro, que consistía en fijar límites a la base monetaria vinculando el tipo de cambio entre monedas y la creación de dinero a las reservas de oro de las que dispusiesen los bancos de cada país. Rara vez ese límite se cumplía a rajatabla, y en los períodos en los que era adoptado se flexibilizaba en poco tiempo, pero existía. 

Hacia el final de la primera guerra mundial, durante la cual esos pruritos económicos fueron dejados de lado por los países involucrados, los banqueros de Londres y Nueva York, entonces los más importantes, insistieron en la adopción de políticas de presupuesto balanceado, libertad para el movimiento del capital, gestiones monetarias prudentes (es decir, tasas de interés altas) y el respeto del patrón oro. Las recomendaciones no tardaron en ser desoídas, a la vista del crack bursátil de 1929 y las necesidades de intervención pública para hacerle frente a las consecuencias de la crisis, que implicaban expandir el gasto. Varios países de Europa adoptaron políticas proteccionistas. Estados Unidos, Alemania y Austria introdujeron controles al movimiento de capitales a mediados de 1931 para prevenir que este perjudicase su recuperación económica, e Inglaterra abandonó definitivamente el patrón oro en septiembre de ese año.

Más importante para el alejamiento del libre movimiento de capitales fue el establecimiento del régimen de Bretton Woods entre 1945 y 1946, al final de la segunda guerra. Los principales negociadores por parte de Estados Unidos e Inglaterra, respectivamente Harry Dexter White y el célebre John Maynard Keynes, mantuvieron desacuerdos en torno al ordenamiento de la economía mundial, relacionados con el papel de Estados Unidos y el funcionamiento del incipiente Fondo Monetario Internacional, creado con ese régimen, pero coincidían en que debían reglamentarse controles al movimiento de capitales. 

La filosofía en la que coincidían ambos y quedó reflejada en la redacción de los documentos sobre la cuestión era que para, que las economías nacionales prosperasen, se requería una restricción de los flujos especulativos de corto plazo, que al mismo tiempo evite perjudicar los flujos de capital productivo o inversiones. Se intentaba depositar las funciones de financiamiento en la órbita nacional, y en todo caso que los problemas estructurales fuesen resueltos por medio del FMI. El objetivo de esta concepción era evitar que los movimientos de capital obstaculizaran la planificación macroeconómica, que alcanzaba a la fijación de la tasa de interés, el tipo de cambio y los niveles de gasto público.

El abandono de los controles

La aceptación general de los controles de capitales, que nunca llegaron a adoptarse en forma completa, pero se difundieron extensamente entre los países desarrollados, comenzó a decaer a lo largo de la década de 1970. La principal razón fue el abandono del régimen de Bretton Woods durante la crisis del petróleo, con la declaración de inconvertibilidad del dólar al oro, que transformó al dólar en una moneda nacional que ocupaba a la vez la función de principal moneda de circulación internacional. Con este “poder estructural”, Estados Unidos mantuvo una actitud remisa a ocupar un rol auxiliar del resto de los países. utilizando su posición para darle prioridad a la resolución de problemas económicos internos, a costa de forzar al resto de los países desarrollados a adaptarse a lo que las circunstancias les impusiesen. Alternó episodios de austeridad (comenzando por la famosa estabilización de Paul Volcker) con otros de expansión, de acuerdo a las necesidades del caso.

Las mayores consecuencias las padeció Inglaterra. El gobierno laborista encabezado por el Primer Ministro James Callaghan sufrió una corrida contra la libra esterlina en 1976, que resolvió recurriendo a un rescate del FMI y aceptando un programa de austeridad. De esa manera se atenuó la corrida rápidamente, pero luego llegó Margaret Thatcher, la política inglesa se enrareció y el laborismo nunca volvió a ser lo que era. No es casual que su resurgimiento de la mano de Keir Starmer venga de reivindicar las tradiciones y el hartazgo que produjo la negligencia de los conservadores durante la última década. Resaltemos que los laboristas concibieron la alternativa de instalar controles de capital más duros en 1976, pero las descartaron para no poner en crisis el status de Londres como centro financiero global.

Otro caso importante en el desfallecimiento de los controles de capital se produjo con el gobierno de François Mitterrand en Francia, electo en 1981. Al presentarse como promotor de políticas keynesianas de reactivación económica para afrontar un declive económico que afectaba al país, pronto fue objetivo de ataques especulativos contra el franco. Tanto los integrantes del Sistema Monetario Europeo (precursor de la Unión Europea) como la administración norteamericana de Ronald Reagan se rehusaron a asistirlo si no mediaban políticas de austeridad económica, forzándolo a abortar el programa de reactivación. 

Mitterrand impulsó la adopción de controles de capital dentro de la Comunidad Europea, para poder adoptar una política de tasa de interés independiente de la norteamericana sin riesgos de provocar una huida de capitales, pero su propuesta fue recibida sin entusiasmo por los otros miembros (el más importante, Alemania Occidental). Se llegó a una adopción de política de austeridad y la devaluación del 10% del franco, pero hicieron poco por mitigar el ataque, que continuó hasta comienzos de 1983. Para entonces, el gobierno sufrió las consecuencias políticas en elecciones de medio término y se propuso cambiar de rumbo, pero por los condicionamientos internacionales se vio forzado a abandonar el “keynesianismo en un solo país”. 

Hay que comprender

El rechazo a colaborar para implementar controles de capital se originó en muchos casos en la decisión de ciertos países de conservar o fortalecer sus posiciones como plazas financieras. Lo primero aplica a Londres. Lo segundo a Japón a partir de la década de 1980. Y el caso del resto de la comunidad europea, como se llamaba entonces, se podría describir como una tímida solución de compromiso, mayormente perjudicial desde el punto de vista del orden interno. Incluso antes del decaimiento iniciado en la segunda mitad de los 70 existió un Euromercado en el que las finanzas circulaban sin control. Residual, pero significa que nunca se intentó practicar la “eutanasia del rentista” que pregonaba Keynes en la Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, sino simplemente un apartamiento para que las finanzas globales no representaran un estorbo al crecimiento de la segunda posguerra. 

Las naciones desarrolladas, en lugar de adoptar un esquema de cooperación y reconocimiento de intereses divergentes para llegar a un acuerdo que diese lugar a un orden mundial permeable al crecimiento, optaron en la práctica por abandonarse a una competencia estéril en la que estaban condenados a perder contra el poder estructural de Estados Unidos, que emite la moneda que predomina para el uso internacional del resto, a los que les traslada los costos de su estabilización macroeconómica cada vez que la lleva adelante.

Los países subdesarrollados con interés en modificar su situación deben comprender este funcionamiento del orden mundial, que forma parte de los factores que en la actualidad transformaron a Europa en un tembladeral político, para explotar a su favor esas contradicciones y no caer en situaciones que acarrean un perjuicio, sea tanto por subestimar los riesgos del endeudamiento improductivo como por adoptar posiciones maniqueas que nada tienen que ver con la realidad de los hechos. En la Argentina, la conducta anterior fue la del gobierno de Cambiemos, y la última la del Frente de Todos. La regeneración de una expresión genuinamente progresista debe proponerse objetivos que favorezcan el crecimiento económico y desenvolver una política exterior que lo potencie, lo que ineludiblemente entraña comprender de qué se trata la relación entre los Estados y el capital financiero.

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