La invocación a la ortodoxia en política es un atajo tramposo que no suma a la hora de construir un movimiento patriótico multipartidario y multisectorial que requiere sustentarse en una cruda percepción de la desintegración. Un repaso de las distintas ortodoxias y los dogmas. G. K. Chesterton. George Bernard Shaw. Las religiones. La política.
Se asocia la palabra ortodoxia a una suerte de dogma o conjunto de principios que nos viene legado desde un pasado luminoso y, en tanto preceptivo, dispone un modo de vida cuya observancia nos garantiza la vida eterna.
Es decir, su sustancia es intrínsecamente religiosa siendo lo religioso una dimensión propia de los seres humanos que se sitúa en el plano espiritual. Se refiere a creencias que, inspirando nuestra vida en lo cotidiano, nos conecta con lo trascendente, una aspiración por demás comprensible dada la precariedad y finitud de la vida de los seres de esta especie a la que pertenecemos.
La conexión entre religión e ideología es además íntima, sobre todo en los usos de la política tratándose de cuestiones muy diferentes aunque colindantes.
Es curioso pero no inexplicable que la expresión haya pasado a las escuelas doctrinales del pensamiento económico que se pretenden legitimar por vías presuntamente racionales cuando se trata de un núcleo de creencias que no admiten su confrontación con las realidades actuales e históricas, lo que se da por hecho obviando su demostración práctica.
Por último de la fe en obediencia hacia cierto pensamiento económico se ha llegado a su trasvasamiento a la política cuando se trata de intentar ordenar a la tropa adoctrinándola sobre una supuesta ortodoxia en las concepciones políticas. El ejemplo que tenemos a mano es el peronismo ortodoxo, costándonos imaginar una ortodoxia republicana o demócrata en los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, y mucho menos en vertientes más escépticas como la socialdemocracia europea.
Aparece muy frecuentemente en las vertientes de las izquierdas, tanto la considerada extrema en sus diversas expresiones como la conservadora comunista que rigió en la URSS y muy administrada sigue vigente en China.
Resumiendo tenemos el desafío de entender la ortodoxia al menos en tres dimensiones distintas: en primer lugar la religiosa, de lejos la más interesante al enfocarse en la comparación entre creencias de esa índole, y, en degradé, sus aplicaciones a la economía y la política, donde suelen cumplir un curioso sesgo confirmatorio que invoca la existencia de una autoridad superior indispensable para resolver las siempre delicadas y muchas veces enojosas cuestiones del poder dentro de los grupos humanos y en sociedad más amplias y complejas.
El príncipe de las paradojas
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue un extraordinario escritor inglés, convertido en 1922 al catolicismo. Fue muy admirado en estas playas donde se lo leía con fruición y hasta se ha creado aquí un grupo de admiradores que postulan su canonización, objetivo más que justificado al ver su enorme influencia sobre no pocos libreprensadores. Por el momento y hasta donde sabemos, el intento se ha visto frustrado por la negativa del obispo de su lugar natal a dar curso de esta petición a Roma.
Narrador, poeta, biógrafo y dramaturgo, Chesterton expresa una reacción al proceso de secularización que se registraba entonces –y continúa hasta hoy– en el occidente cristiano, quizás con menos fuerza en los Estados Unidos donde las creencias se mantienen más vigentes que en otras sociedades caracterizadas por el escepticismo.
Su lectura es un desafío al ingenio y obliga a explorar argumentos que por lo general no están desplegados en debates contemporáneos. Lo hace con una audacia intelectual asombrosa y no dudamos en considerarlo un gran dialéctico, aunque en modo alguno materialista sino profundamente idealista y apelando a justificaciones tradicionales generalmente despreciadas para enraizar sus puntos de vista.
Es curioso porque su tradicionalismo no le impide ser moderno en grado extraordinario. Abominaba del materialismo, tanto del capitalismo como del comunismo que se construía ante sus ojos con la revolución rusa desde 1917. Sus críticas más implacables, sin embargo las reservaba para Wall Street y el mundo de las finanzas que recién se desplegaría como hegemonía mundial muchas décadas después.
Publicó Ortodoxia en 1908, un clásico en el que respondió a las críticas con que fue recibido su libro anterior, Herejes, editado en 1905. Allí describe su propia búsqueda de una verdad interior objetivada en la existencia de Dios y multiplicada en evidencias de la vida común. Aún pertenecía a la Iglesia Anglicana que solo dejaría por la católica casi tres lustros después, en 1922, causando no pocos resquemores en el ámbito intelectual inglés donde se había ganado una sólida reputación como escritor y periodista.
Podría decirse que Ortodoxia, que influyó en otros pensadores para su pase al catolicismo, fue también parte del camino que lo llevaría a él mismo a integrar la grey romana. Dudaba sobre la eficacia del título de su ensayo, puesto que no apela a principios ni dogmas, sino a ejercicios de lógica y verificación sobre la belleza y dignidad de la vida humana. Es un título que constituye un contrasentido, una provocación diríamos hoy. Eso lo convierte en un clásico admirado entre otros por Jorge Luis Borges.
Antes como hombre público (sus opiniones no padecían de indiferencia por parte de sus contemporáneos) ya había sentado posición al oponerse con todo el arsenal de su inteligencia y su potente pluma a la segunda guerra anglo-bóer (1899-1902) por considerarla acertadamente como una agresión imperialista del Reino Unido en el sur de África, colonizado a su vez por los neerlandeses calvinistas.
Sus polémicas y amistad con grandes intelectuales como el fabiano George Bernard Shaw (de quien escribió una biografía), el reformista social H.G. Wells, el escritor y traductor Ronald Knox y el cruzado católico Hilaire Belloc, entre otros, proyecta la potencia cultural existente en esas horas tardías del imperio victoriano.
Habría que sumar a Maurice Baring y J.R.R. Tolkien y restar a Shaw y Wells para discernir, entre los que se declararon católicos, la estela del regreso al redil romano inspirados por el cardenal John Henry Newman (1801-1890), todos ellos lo hicieron de modo sobresaliente destacándose como intelectuales prominentes que ampliaron los términos del debate público en el Reino Unido y, como dato no menor, renovaron su idioma, envejecido por el conservadorismo en las costumbres y la sociedad estamental que se había forjado con el dominio del mundo.
Apuntemos como dato significativo, que Chesterton y Shaw, siendo éste el primer escritor en ganar sucesivamente el Nobel de Literatura y un Óscar en los EEUU, coincidieron en denunciar los excesos y la crueldad británica sobre el pueblo irlandés y su búsqueda de independencia frente a la brutalidad imperialista que duró más siglos que la ocupación islámica en España.
Si traemos a Chesterton aquí es debido a su creatividad (expresada en el rigor con que utilizó de modo complejo y elegante la lengua inglesa) y para destacar que como expresión de su tiempo esas mentes privilegiadas se independizaban de obstáculos prejuiciosos a la hora de exponer y defender sus ideas, algo que añoramos hoy, cuando el pensamiento crítico es reemplazado por burdas simplificaciones, sesgos y desprecio por la verdad de los hechos.
Para sintetizar: en ellos –sobre todo en Chesterton– la ortodoxia consistía en buscar la verdad, que sabían era una tarea ardua y la encararon con valentía y creatividad sin miedo al error, que los acompañó no pocas veces (Shaw, que se mantuvo fabiano hasta el fin de sus días, expresó en su momento elogios hacia Mussolini, el propio Hitler y admiraba a Stalin).
Ortodoxias religiosas
La Iglesia Ortodoxa, conformada como el cristianismo oriental luego del cisma con la iglesia católica romana en 1054, cuatro siglos antes de la toma de Constantinopla (antigua Bizancio, hoy Estambul) en 1453 por el imperio Otomano, carece de una organización común y se rige por un sistema de gobierno autocéfalo que reconoce en numerosos patriarcados sus referentes jerárquicos y tienen en el de Constantinopla (Bartolomé) un primado simbólico.
Esas iglesias muy diferentes en cantidad de seguidores (siendo con mucho la rusa la más grande superando los cien millones de adherentes) han estado en general muy apegadas, o en necesaria convivencia, con los poderes locales, lo que incrementa su autonomía respecto de sus expresiones hermanas y las convierte en religiones nacionales sujetas a las relaciones de fuerza existentes en su entorno.
Su fidelidad a los principios de los primeros cristianos, que es invocada como su base identitaria principal, es una construcción histórica que las obliga a tomar posiciones comunes como de hecho ocurre hoy con la operación militar iniciada por Putin en Ucrania, claramente apoyada por el Patriarca de Moscú, Kiril (Cirilo). Esto ha llevado al gobierno ucraniano a recurrir a su propio jefe espiritual, el metropolitano Sylvestr, como respaldo de su lucha contra el invasor, hostigando a los seguidores del rito ruso.
Nada que no hubiese ocurrido antes, teniendo en cuenta el fenomenal antecedente que llevó a Stalin a entenderse con la iglesia que hasta entonces había perseguido en función del ateísmo comunista militante cuando empezó la ofensiva nazi, en junio de 1941 (Operación Barbarroja).
El patriarcado de Moscú, reconocido en 1589 por el entonces jefe metropolitano de Constantinopla, es posterior al de Kiev (que tiene su origen en la conversión del príncipe Vladimiro en 980). Esto le añade pimienta a la lucha actual, en la que se emplea todo para disminuir al contrario.
Este patriarcado tuvo sus avatares a lo largo de la historia, pues lo suprimió Pedro el Grande en 1721, reemplazándolo por el Santo Sínodo (sin una cabeza principal). Recién fue restablecido por el Consejo de Comisarios del Pueblo en 1918, presidido por Lenin. Para quien crea que la historia de los pueblos es sencilla basta recordar que la enorme nación eslava, para afianzarse como cultura y estado, sobrevivió a la invasión mongola (a la que pagó tributo durante muchos años) y sus secuelas tártaras posteriores, y en todo ese proceso la participación de la iglesia, en su versión oriental (ortodoxa), fue decisiva.
Más moderna es la ortodoxia judía, que se constituyó en el siglo XVIII para apuntalar la identidad religiosa frente a los potentes procesos de secularización que trajo la Ilustración y respaldar la emancipación de ese castigado pueblo. No por nueva ha tenido poco éxito pues ha conseguido notables privilegios por parte del Estado israelí, aun siendo minoritaria como expresión religiosa dentro del pueblo judío.
Pero en lo que a antigüedad se refiere, el islamismo sunita se presenta como muy anterior, apareciendo en la fracción mayoritaria de seguidores. Al morir Mahoma en el 632 de la era cristiana, quienes lo seguían disputaron la herencia moral y doctrinal del fundador. Se basan en el Corán y la Sunna, compilación de dichos y hechos del Profeta, que eligieron a su suegro como el continuador y rector de la pretendida ortodoxia. Para el chiísmo no hay tal cosa, porque el verdadero continuador fue su yerno, Ali ibn Abi Tálib y a lo largo del tiempo ha ido consolidando una conducción ejercida por la autoridad religiosa, incluso de la sociedad civil y política superior al Estado mismo, tal como representan hoy los ayatolas iraníes.
En el campo del cristianismo con la Reforma Protestante se elaboraron ortodoxias luteranas y calvinistas para confrontar con Roma. Ésta contestó con su Contrarreforma y el refuerzo de las posiciones dogmáticas en las que, según ambas, debía creerse y que eran aplicadas a los adversarios de forma casi nunca cordiales, en no pocos casos terriblemente sangrientas.
Podemos concluir parcialmente que habiendo tantas y variadas “ortodoxias” no hay ninguna que sea hegemónica ni cualitativamente superior sino que resultan valiosas solo para quienes elijan una como propia por las razones que fuesen, de legítima fe, conveniencia o inercia cultural.
Epistemología política
El traslado del dogmatismo a la política, argumentando presuntas ortodoxias, resulta peligroso para la convivencia democrática que se nutre del respeto mutuo y la igualdad de todos frente a la ley.
El somero repaso que hicimos de ortodoxias religiosas nos sirve para ver que es mucho peor cuando ellas se aplican, con fervor de creyentes conversos, a la vida social.
Tal es el caso del actual Gobierno argentino que como se ha explicado largamente en esta publicación y en innumerables reflexiones críticas. Éste Gobierno es consecuencia del conjunto de desaguisados que veníamos padeciendo.
Al presumirse como poseedor de una verdad, investido de una autoridad divina, el gobernante se siente capaz de determinar por sí el bien y el mal, y desata pasiones irreconciliables utilizando el odio para generar respaldo a acciones dañinas sobre el cuerpo social. No hay inocencia en ello que se vuelve monstruoso cuando invoca a “las fuerzas del cielo”.
Los enormes vicios que había acumulado nuestro sistema institucional le sirven de pretexto para intentar remodelar la estructura económica y social, arrasando con actividades y prácticas que requiriendo mejoras y correcciones en realidad están en riesgo de desaparecer.
Esto es particularmente grave cuando se reemplaza el conocimiento objetivo por ideas primitivas que no entienden la complejidad de cada sociedad. De allí surge el anticientificismo de esta gestión, tan curioso como sorprendente por su primitivismo.
Conocimiento objetivo no implica unanimidad. La ciencia avanza por sucesivos descubrimientos y revisiones y lo que se considera aceptable en un momento histórico resulta luego superado por nuevos estudios que modifican el saber, ampliándolo y eventualmente mostrando paradojas y contradicciones que permanecen abiertas.
Frente a la certeza del dogma, el saber acumulativo y en permanente revisión parece como más débil. Esto tiene que ver con la necesidad de sostenerse en un conjunto de principios y valores que nos permiten vivir en sociedad compartiendo esfuerzos para la mejora común. Allí es donde la ideología sustituye perversamente al conocimiento necesario que ayuda a convivir de un modo cada vez más humano, es decir inteligente y solidario.
Por eso es absurdo reservar la expresión “ortodoxa” para la ideología económica que sacraliza la noción de mercado, un fenómeno de hondo arraigo que requiere todo el tiempo de reglas y vigilancia para no devenir en un sistema de convalidación de monopolios dominantes.
Así lo han entendido todas las economías maduras del mundo que cuidan sus respectivos mercados y pujan en los ajenos.
Junto con la santificación del mercado va otro principio religioso: la propiedad privada, amenazada en primer término por los poderes establecidos que buscan siempre subordinarla, aunque no necesariamente anexarla porque es mejor para administrarla si padece sus propias debilidades.
La operación antiestado en curso tiende a hacer creer que la propiedad se democratizará en la medida en que desaparezcan las barreras que hoy la castigan, cuando sucederá exactamente lo contrario.
Son presunciones que solo pueden sostenerse sobre la base del embrutecimiento y la ignorancia. La Revolución Francesa, que abolió la propiedad feudal y estableció en su lugar la privada de libre acceso, inauguró un fenomenal proceso de acumulación capitalista que en modo alguno supuso mejoras y prosperidad para las masas desposeídas. Solo la lucha social organizada posterior logró las mejoras de las que gozan hoy las naciones más avanzadas.
Los dogmas en doctrina económica son más peligrosos actualmente que los fanatismos religiosos, pero no tienen para desacreditarlos la misma prensa de que gozan siniestramente estos últimos.
Y no estamos discutiendo estas cosas en un cenáculo que celebre las mejores ideas y sus contrapartidas, como disfrutaron los autores que hemos mencionado anteriormente, sino en un ambiente pútrido donde el debate es reemplazado por la descalificación y la saturación de falsedades que se presentan como saberes indiscutibles y absolutos.
Se lleva la interacción a un estado primario y autodefensivo donde lo primero que se sacrifica es la noción de pertenencia a una comunidad.
Cada cual debe salvarse por sí mismo y lo más lógico es que lo haga a costa de su vecino que resulta ser su prójimo, con quien lo más razonable es siempre colaborar y compartir, noción que dentro de la actual relación de fuerzas queda en la oscuridad.
Y allí la ideología se desenvuelve a sus anchas, cuanto más primitivas son las creencias que se imponen, más éxito tienen el poder que desintegra la vida social y cultural.
Lamentablemente a la prepotencia de este oficialismo no se le opone una fuerza integradora de la sociedad argentina. Los responsables de ello siguen apostando al desgaste del macaneo libertario, cuando lo que estamos enfrentando es un allanamiento de las condiciones nacionales a la rapacidad del esquema mundial que tributa a grupos cada vez más concentrados que articulan finanzas, tecnología y planificación a escala mundial. El RIGI responde a eso: aquello que puede apropiarse a bajo costo y gran rentabilidad en su aprovechamiento en bienes y servicios que serán comercializados a nivel global.
Por eso recurrir a la ortodoxia peronista que remite a las medidas que se impulsaron en la Argentina entre 1945 y 1955 resulta completamente anacrónico, porque no registran los cambios ocurridos desde entonces en términos de concentración y centralización de la economía mundial.
El propio Perón herbívoro previo al 73, con sus jugosas reflexiones sobre la necesidad de incorporar la dimensión ambiental a las políticas nacionales en una época de universalismo, obliga a advertir esa rémora y poner la cabeza en los concretos desafíos actuales, verdaderamente complejos. complejos.
Y ello sin contar con el enorme vaciamiento doctrinal del peronismo que ocurrió durante el menemato. No hay casualidad en el elogio de Milei a Menem. Es muy coherente en eso, buscando desmantelar todo que sea o parezca de interés genuinamente nacional.
Oponerse desde una muy floja ortodoxia resulta patético, suicida. Lo que hay que rescatar con audacia y creatividad son las innovadoras formas asociativas, integradoras, superadoras de todos los enfrentamientos menores e irrelevantes.
Existen numerosos indicios de que esto se está planteando en todas partes, incluso en el seno del peronismo, pero no hay registro de voluntades convergentes en acción, muy probablemente porque los voceros conocidos que gozan de difusión sean perfectos para convalidar los estropicios de esta administración y no solo por sus errores pasados sino por sus inconfesables compromisos actuales.

Muy buen artículo