El maestro de la MPB, la música popular brasileña, es un gran nombre de la música y un puente entre lo más tradicional del samba carioca y la modernidad. Chico Buarque cumplió 80 años el último 19 de junio. Aquí va su vida, con tantos matices como tiene Río de Janeiro, porque él sigue siendo reconocido tanto en el llano como en el morro.
Allá en la punta de Leblón, pegado al muro de piedra que cierra la ciudad carioca, vive Chico Buarque de Hollanda. Es su enésimo departamento en Río, el lugar donde nació, el que tuvo que reconquistar a los veinte años, el que confiesa que hizo suyo recién en 1998. De jogging negro, sale a caminar cuando cae el sol, confiado en el recato de sus conciudadanos, que lo reconocen siempre y nunca le dicen nada. Porque saben que se moriría de vergüenza si lo empezaran a saludar. A su modo, saben que este tipo contradictorio, que casi termina en Tradición Familia y Propiedad, pero se tuvo que exiliar acusado de comunista; que es cantante, pero no le gusta mostrarse en público; que fue monógamo casi una vida, pero a lo largo de esos años escribió espléndidas canciones contando levantes, quiere ser un famoso ignoto. Los cariocas le dan el gusto a Chico, porque por algo esto es Río.
Ese sandwich de percepciones contrarias es una marca registrada del cantante y compositor. Con sus ochenta años cumplidos el 19 de junio de este 2024, Chico cambió tantas cosas –sin ir más lejos, dejó de pasar días y días estupefacto por el alcohol–, pero no cambió la madera. Sigue siendo un sambista recatado, un brasilero callado, un esteta metido a músico popular, un comprometido que detesta la política. Y sigue siendo un artista que pasa de giras interminables a años de fuga, de discos primorosos a parates para escribir novelas.
Chico, nacido Francisco, es el menor de los tantos hijos que tuvo el gigantesco Sérgio Buarque de Hollanda, intelectual esencial de su país, autor de Raíces de Brasil, uno de los libros por los que hay que empezar para entender esa tierra mulata. El chico de ojos celestes se crió a la sombra de los miles de libros del padre, pegado al piano de la abuela, entre los polos de la bohemia filial y la activa noción de decencia de su madre. A los dos años de edad, empezaron las mudanzas. Primero de Río a la Rua Haddock Lobo, en plenos Jardins Paulistas, ya paquetes pero tan residenciales que en el fondo de la casa familiar acampaban circos en un baldío y el pequeño Francisco se encontró un buen día con lo real maravilloso, un elefante que volteaba con la trompa la ropa tendida en el jardín. Después vino un memorable par de años en el sótano de un palazzo romano, húmedo y oscuro, que le dejaron el idioma y un gusto inacabable por la pasta. Luego la vuelta a San Pablo, de la que sólo saldría rumbo a Río, ya con 22 años, a punto de casarse, idolito pop de programa musical.
En casa de los Buarque no había televisión ni radio, y para saber qué se escuchaba en Brasil los chicos se encerraban en la cocina, a escuchar la portátil de la mucama. Había discos, sí, una mezcla hoy nada rara pero entonces peculiar de clásicos y valsinhas, de ópera y fados y protosambas orquestadas. Caymmi sí, Cartola a veces, pero nada de tambores: el Carnaval todavía no era un tesoro nacional y el verbo “sambar” se usaba más como sinónimo de “armar quilombo” que como etiqueta de género. Los éxitos de cada febrero se escuchaban a escondidas, entre las planchadas de la babá.
Así y todo, y sin un día siquiera de educación formal, de esa familia salió una camada de amantes de la música. Papá se las arreglaba para reunir casi cotidianamente a los amigos, para beber y conversar. En la barra había calibres como Vinicius de Moraes, por entonces un pacato diplomático, respetable poeta y bebedor inacabable, y el cantante Noche Ilustrada, farrista incontrolado que nunca se perdía un cumpleaños de la hermana mayor, Miúcha, y le puso a Chico su primera mulata entre manos, con la que el muchacho se pasó la noche bailando el trencito.
Pero por otro lado estaba la formidable Memélia, la señora María Amelia Buarque de Hollanda, que vivía entre fascinada por el desorden creativo de su marido y alarmada por su necesidad de “poner orden en el circo”. A Memélia le cabían las fiestas, los artistas, la dosis de bohemia y el enorme gregarismo del marido, que por algo se había casado con él, pero una cosa era pasarla bien y muy otra que los chicos se dedicaran a eso. Los hermanitos ganaban sonrisas y caramelos cantando o armando obritas teatrales para la familia. Pero Miúcha y Chico tuvieron que pelear a brazo partido para que Memélia no los desheredara por transformarse en artistas.
La infancia de Chico le dejó un amor desbordado por el fútbol. Tiene su propio equipo, el Politheama, con sus propias camisetas azules y su propia cancha, una “quinta” que compró en las afueras de Río y que consta exactamente de la cancha, vestuario, una pequeña tribuna cubierta y un barcito dado en concesión al cuidador. No hay casa de fin de semana porque no alcanzó el terreno. El complejo se llama Vinicius de Moraes, aunque el poetinha odiaba el deporte por una cuestión de principio.
De la adolescencia quedaron dos episodios tan desparejos que a su manera demarcan los polos del personaje. Por un lado, a los quince, el arresto por robar autos: Chico y un amigo “barreteaban” puertas por el barrio, hacían arrancar los autos con una tenaza y corrían picadas. Una noche los alcanzó un patrullero y terminaron en los diarios, con bandas negras tapándoles los ojos por ser menores de edad. Meses después, el muchacho tuvo un ataque místico que alarmó a los Buarque. De golpe se engominaba, usaba camisa blanca y pantalón negro, iba a misa todos los días, criticaba a los hermanos. Memélia se la vio venir e investigó. En el colegio, Chico y su barra se habían acercado a un cura carismático que armaba reuniones ultramontanas, pero diseñadas para adolescentes. Memélia armó un escándalo, al cura lo invitaron a renunciar: poco después aparecía como fundador de Tradición, Familia y Propiedad, grupo del que pocos saben que originariamente era brasileño. Chico fue exiliado a otro colegio, laico, y Memélia pidió por escrito “máximo rigor” para con su hijo.
La receta funcionó, ayudada por una inesperada cadena de eventos. Ese mismo año entró en la casa de los Buarque un combinado hi-fi, inmenso mueble alemán con parlantes forrados en tela. A los discos de música pop italiana y francesa –Jacques Brel, Edith Piaf– se les empezaron a sumar los simples de Noel Rosa, Ataulfo Alves, Dorival Caymmi. Casi atrás, llegó un disco que cambió la vida de Chico. Era 1959 y Joao Gilberto editaba Chega de Saudades, inventaba a batida en su guitarra y le daba pie a la bossa nova.
Un par de años después, para darle el gusto a Memélia y hacer lo correcto, Chico entró en la Facultad de Arquitectura. Chico había tocado en algún festival de la secundaria y tocaría en alguno de la universidad, pero enfrentó al público por primera vez en un concierto masivo en 1964, poco después del golpe militar, junto a ilustres desconocidos como el empleado administrativo Gilberto Gil. Por entonces apareció la moda de los festivales musicales en TV que derivarían en engendros como Viña del Mar o San Remo. Chico presentó un tema en el de TV Excelsior, con Geraldo Vandré en voz. Perdió –contra Elis Regina cantando “Arrastrao”,de Vinicius y Edu Lobo– pero quedó finalista y el tema fue a parar a un disco. Por primera vez en su vida, el joven Buarque cobraba unos cruzeiros por su música. Por amigos, Chico pasaba temporadas cada vez más largas en Río, parando en lo de la abuela y componiendo canciones para el teatro. Para 1966 se fue de gira por Francia acompañando una obra teatral con banda de sonido propia, Morte e Vida Severina. De vuelta, pasó a trabajar bajo contrato en la TV Record, cantando casi todos los días en los programas musicales con pibes como Caetano Veloso, Gilberto Gil, Wilson Simonal, y no tan pibes como Vinicius.
Chico crecía. El Quarteto Em Cy y Nara Leao grababan sus temas y acababa de conocer a un coro estudiantil rebautizado MPB4 de apuro, que lo acompañaría durante años y años. Pero, pese a la tele, a Chico sólo lo conocían familiares y amigos. Entonces llegó “A Banda”. En 1966, el temita estaba listo para ser presentado por Nara Leao en uno de tantos festivales. Pero a último momento, el productor decidió que fuera Chico el que cantara, pese a su voz bajita. “A Banda” fue una explosión, el tema pop del año, una locura. Chico fue elogiado por la crítica, adorado por las cámaras, empezó a firmar autógrafos y a esconderse de sus fans menos moderadas. El astro tenía 22 años, vivía “en un antro” y para dar entrevistas fingía habitar el Copacabana Palace: la productora le alquilaba una suite para los reportajes.
Fue entonces cuando Chico empezó a recorrer Brasil repitiendo una y otra vez su tema-emblema (nadie quería escucharle los otros) y fue entonces cuando empezó a beber. Los músicos de la banda recuerdan su parálisis a la hora de subir al escenario: sin whisky, sin vodka, sin litros de cerveza, no se animaba. Lo fue superando, pero sigue diciendo que estar de gira es “parar de trabajar, no escribir” y con el único público con el que se siente a sus anchas es con el argentino: en su recital de 1999 batió su record histórico e hizo siete bises en Buenos Aires. La fama, sin embargo, lo acercó a tipos como Tom Jobim, con el que empezó a componer y ganar festivales. Con lo que vendieron sus primeros discos se compró el primer departamento en Leblón, conoció a una joven actriz, Marieta, con la que se casó casi enseguida. Y empezaron los problemas con la censura.
Todavía es el día en que Chico se pregunta si sus letras tenían algo que ni él notaba o todo era esa paranoia típica de un régimen militar en fase feroz. Una respuesta probable es que Brasil tuvo una música pop que trascendía el yeyeyé, y que eso registraba en la pantalla del radar militar. Con los años, Chico ha defendido Cuba, atacado autoritarismos diversos y levantado casos de derechos humanos. Él dice que no fue mucho, que nunca militó y apenas concurría distraídamente a alguna reunión política. Para los militares fue suficiente para hacerle la vida imposible. El 13 de diciembre de 1968, el gobierno militar del general Costa y Silva publicó el Acto Institucional 5, instaurando la censura previa y penas durísimas para los “culpables de subversión” en los medios y la cultura. El 20, un comando civil fue a buscar a Chico a su casa. Eran momentos en que cada día desaparecía alguien y cada día alguien era detenido. El cantante estaba aterrorizado. Fue interrogado todo el día y finalmente lo liberaron, con órdenes de no abandonar la ciudad sin permiso de su “interlocutor”, un coronel con el increíble nombre de Atila (no era un seudónimo, el tipo realmente se llamaba así). Fue la primera “invitación” de muchas que llegaron. Llovieron las prohibiciones de temas, los secuestros de discos, los cierres de teatros. Caetano se tuvo que exiliar en Londres; Geraldo Vandré, en Chile; Gilberto Gil, también en Londres; Edu Lobo, en Los Angeles. A Chico lo invitaron a un festival en Italia en 1969. Fue por cuatro días y se quedó catorce meses.
Época dura, con Marieta embarazada de siete meses, sin dinero ni amigos. En Roma, los honorarios del festival duraron dos meses y después hubo que vivir haciendo de telonero de Josephine Baker –muy mayor pero todavía famosa– y tocando en boites donde nadie había escuchado un tema brasilero en la vida. “Tico Bárke”, como lo malpronunciaban por allá, vivía en rigor de “A Banda”, que Mina había grabado en italiano y transformado en un éxito. De vuelta en Brasil, siguieron años de delicado equilibrio con un gobierno que gradualmente se transformaba en “dictablanda” e iba perdiendo el control. Comienza el período en que Chico se construye como formidable compositor y graba Construcción, Chico Canta, Semáforo en Rojo, Chico Buarque, Vida y Almanaque, para mencionar sus discos de la dictadura. Chico juega a las escondidas con la censura del régimen, que lee manifiestos en la letra de Mujeres de Atenas, y con los que quieren comprometerlo a contrapelo, costumbre que todavía lo saca de quicio.
Lo que construyó Chico desde entonces es una obra individualísima y sin etiqueta. El crítico Tárik de Souza dijo que Buarque es el “eslabón perdido” entre la música brasileña tradicional (la de Pixinginha, Cartola, Noel Rosa, Nelson Cavaquinho) y la moderna MPB. A Chico le parece un elogio: como escribió junto a Jobim en Piano na Mangueira, su música “no es de levantar polvareda, pero entra allí donde la mulata cuelga la pollera después del Carnaval”. Una definición que le permite moverse a gusto por los arreglos modernos, internacionales, que tocan muchas veces la vena cubana, y su voz de crooner tradicional: Chico Buarque, años atrás, hubiera sido un favorito de Noel Rosa, el Cole Porter carioca.
Lo notable es su vertical popularidad. Chico es reconocido y apreciado en el morro y en el llano, y desfiló más de una vez en homenajes de su escola de samba, Mangueira. En 1998, demostró que podía entusiasmarse: Mangueira decidió dedicarle su desfile de Carnaval y Chico pasó un año trabajando, desfiló en la carroza con la Guardia Vieja –los músicos y cantantes demasiado mayores para bailar el recorrido– y produjo su único disco de samba en sentido estricto, Chico Buarque da Mangueira. Para llegar a los agudos, el controlado Chico Buarque de Hollanda llamó a Nelson Sargento, mulato debochado que baila con la voz.
Y los años no lo calmaron, apenas lo maduraron. Volvió a haber largos silencios para escribir, el fútbol se transformó más en algo para ver que para hacer. Y el gran disco a su ciudad recobrada tuvo el interesante título de Las Ciudades, que son todas Río de Janeiro, visto desde todos los ángulos. Es aquel que empieza como un reencuentro: “Volví a cantar, porque un día sentí saudades…”
Feliz aniversario, mestre.