El debate del anciano y el mentiroso

El jueves 27 de junio se enfrentaron un Biden débil y de a ratos senil, con un Trump enérgico y sanatero.

Cuando entró Joe Biden, por la derecha de la pantalla, uno tenía ganas de darle el brazo para que se apoye. Era un abuelo de los que se mueven con cuidado, con las piernas algo flexionadas, mirando dónde pisan.

Cuando entró Donald Trump, por izquierda, era el vendedor de autos usados de siempre, el que hay que esquivar para no clavarse. Gestos enérgicos, jeta de Mussolini, gritón, siempre con una respuesta rápida, la sanata aceitada.

El resto fue un desastre para los demócratas, que vieron a su candidato afónico, como perdido, dudando y, en un momento que dolía ver, perder completamente el hilo. Cuando le tocaba, Biden escuchaba a Trump con una cara que mezclaba asombro por lo que oía con dificultad para entender, la boca semiabierta, los ojos llorosos. Sus asesores aclararon que estaba engripado, pero no daba gripe, daba senilidad.

El debate del jueves por la noche era un momento combinado por las dos campañas para ver si destrababan el empate técnico en las encuestas que ya lleva seis meses. A nivel percepción, la idea era simplemente contestar la principal pregunta de los votantes respecto a cada candidato. ¿Biden es demasiado viejo para ser presidente? ¿Trump es demasiado loco para ser presidente?

Todo lo que tenía que hacer Biden era mostrar que es menos viejo de lo que Trump es loco. No le salió. Trump no lo interrumpió, no se peleó con los moderadores, no gritó. Al minuto de debatir, ya estaba mirando a su rival con cara de que se lo iba a comer crudo.

En este contexto, se perdió la substancia del debate. Biden dio números, conceptos, relatos exactos. Trump mintió tanto que CNN, organizadora del debate, puso un periodista a hacer la cuenta, que dio treinta inventos. Por ejemplo, cosas como que ya hay catorce millones de inmigrantes que cruzaron la frontera, que el actual presidente abandonó a los veteranos de guerra, que le dejó una economía “increíble, perfecta” y que Biden la arruinó con la inflación. Cada vez que le preguntaban algo que le molestaba, Trump volvía estos temas. ¿Qué va a hacer con el problema de los fondos jubilatorios? Sacar a los inmigrantes a los que “éste” les da beneficios. ¿Cómo va a mejorar el desempleo de los negros y otras minorías? Echando a los ilegales que compiten por esos empleos.

Trump tiene tan perfeccionado el arte de no contestar lo que no quiere, que los moderadores tuvieron que preguntarle cuatro veces si iba a aceptar los resultados de la elección si perdía. Tres veces, el republicano se había ido por las ramas, y al final dijo que sí, que por supuesto, pero si eran “limpias y ordenadas”.

La circularidad terminó irritando a Biden, que lo acusó de mentiroso, sanatero y loco. Trump no se quedó atrás y le dijo a su rival que era estúpido, insano e incompetente, y que había transformado a Estados Unidos en un país del tercer mundo, “la risa del mundo”. 

Y dio ejemplos, como que Putin nunca se hubiera atrevido a invadir Ucrania y Hamas a Israel si él hubiera sido presidente, porque a él lo respetan y a Biden no. Y que su plan de subir los impuestos a la importación eran un castigo a China y otros países que “se ríen de nosotros” y abusan de las fronteras abiertas. ¿Y eso no subiría los precios internos de una economía con tanta cosa importada? “No. En realidad, le va a costar una fortuna a los exportadores…”

Hubo dos momentos particularmente patéticos. Uno fue cuando los candidatos se dijeron mutuamente que eran el peor presidente en la historia del país. Biden citó a un panel de expertos e historiadores, Trump a “expertos” que le decían que había sido el mejor y Biden el peor. El republicano estaba inventando, el demócrata no.

El otro fue cuando salió el tema de la edad de los candidatos. El republicano, de 78 años, dijo que acababa de pasar un examen cognitivo y que había dejado “asombrado” al médico que se lo tomó por su puntaje. Y agregó que también había ganado un torneo de golf, “uno abierto, no de seniors”. Biden, 81, no tuvo mejor idea que decirle que su par en golf es de ocho, lo que terminó en un desafío a jugar un partido…

Para el viernes, quedaba en claro que los demócratas están desesperados. En radios y televisión se hablaba de cómo reemplazar a Biden como candidato, del problema de la vicepresidente Kamala Harris como rueda de auxilio -esperar que gane una mujer afroamericana en el EE.UU. actual es soñar despierto- y de la esperanza de que el actual presidente se recupere para el segundo debate, en septiembre. Después de todo, tres meses en campaña son una eternidad.

Pero siempre hay que recordar la regla de Bill Clinton, que famosamente dijo que el votante prefiere a alguien fuerte que le diga mentiras y no a un débil que le diga la verdad…

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