Por qué prestarle atención al Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones, un instrumento inserto en la Ley Ómnibus que expresa los fervores privatizadores noventistas del gobierno libertario actual.
La deuda externa y la inversión extrajera son instrumentos para acelerar el crecimiento que los liberales argentinos se han encargado histórica y sistemáticamente de malversar. No es tanto como importadores sino como exportadores de capitales que los países de la periferia sufren en el momento de la repatriación de las ganancias del capital extranjero. Y ése es el resultado lógico de hundir el mercado interno y crear islas artificiales de rentabilidad como lo que pretende en el proyecto de Ley Ómnibus del Gobierno mediante las privatizaciones que se harán bajo el llamado RIGI, Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones.
Hay que considerar que la repatriación de los beneficios de un extranjero no se diferencia en nada, ni en la práctica ni en la teoría, de la expatriación de capital de un nativo. Esta expatriación es realmente perjudicial para la Argentina. El hecho de que esta vez no es el centro el que exporta sino la Argentina, no cambia en nada la cuestión.
Multinacional o nacional, el capital se determina por las oportunidades de inversión. Después de que los salarios se han diferenciado claramente entre países desarrollados y subdesarrollados, estas oportunidades no son más una función decreciente sino creciente del desarrollo. El mismo capital que reinvierte sus ganancias hasta el infinito en Canadá y se hace canadiense, las retira rápidamente de Colombia o la Argentina y allí deviene un «enclave». Esto tiene un efecto acumulativo sobre la brecha entre países pobres y ricos.
Las sirenas están cantando. A la derecha, contra el aislamiento. A la izquierda contra las multinacionales. Algo tan absurdo como lo anterior, porque el capital externo tiene sentido liberador según a qué se lo destine. O sea: cuando se trata de inversión que sustituye importaciones. Que la inversión externa es un instrumento importante para acelerar el desarrollo, es una visión que a esta altura de la soirée no parece tener detractores. Menos claro es el endeudamiento externo. Si se toma para no detener el crecimiento es una cosa. Si un país se endeuda para momentáneamente no pagar el costo político del estancamiento y retroceso del crecimiento al que llevó la política que puso en marcha el gobierno de turno, como hicieron la dictadura genocida, Fernando de la Rúa y Mauricio Macri, es otra muy diferente y contraria al interés nacional. Los malversadores seriales de ambos instrumentos del crecimiento están cabalgando de nuevo montados en el RIGI.
El RIGI está incluido en el artículo 641 de la Ley Ómnibus. Por el RIGI “se otorgará a los titulares y/u operadores de grandes inversiones en proyectos nuevos o ampliaciones de existentes que adhieran a dicho régimen, los incentivos, la certidumbre, la seguridad jurídica y la protección eficientes de los derechos adquiridos a su amparo”.
Hablando en plata, el proyecto propone la reducción del impuesto a las ganancias del 35% al 25%, la suspensión del impuesto a los dividendos distribuidos si se retienen utilidades en los primeros tres años, la cancelación del IVA con certificados de crédito fiscal, el descuento de bienes personales a cuenta de ganancias, la exención de cualquier otro impuesto provincial o municipal, arancel del 0% para importaciones, retenciones del 0% desde el tercer año, libre disponibilidad de divisas y estabilidad tributaria, aduanera y cambiaria por 30 años.
Los objetivos de la norma, enlistados en el proyecto de ley, y que pretenden conseguir a través de los estímulos descriptos son:
- Incentivar las Grandes Inversiones nacionales y extranjeras a fin de garantizar la prosperidad del país;
- Promover el desarrollo económico;
- Desarrollar y fortalecer la competitividad de los diversos sectores económicos;
- Incrementar las exportaciones de mercaderías y servicios al exterior comprendidas en las actividades desarrolladas en los sectores incluidos en el RIGI;
- Favorecer la creación de empleo;
- Generar de inmediato condiciones de previsibilidad y estabilidad para atraer inversiones y que las mismas se concreten mediante el adelantamiento temporal de las soluciones macroeconómicas de inversión sin las cuales determinadas industrias no podrían desarrollarse;
- Crear para las Grandes Inversiones que cumplan con los requisitos del RIGI, un régimen que otorgue certidumbre, seguridad jurídica y protección especial para el caso de eventuales desviaciones y/o incumplimiento por parte de la administración pública y el Estado al RIGI;
- El desarrollo coordinado de las competencias entre el Estado nacional, las provincias y las respectivas autoridades de aplicación en materia de recursos naturales.
El proyecto establece que el plazo para adherir al RIGI es de 2 años a partir de su eventual entrada en vigencia. El Poder Ejecutivo podrá prorrogar por única vez el plazo para acogerse al RIGI por un período de hasta 2 años. En la norma se le da una vuelta de tuerca a la persona jurídica dándole cauce a la categoría Vehículos de Proyecto Único (VPU), que comprende a:
- sociedades anónimas,
- sucursales establecidas por sociedades constituidas en el extranjero,
- uniones transitorias y otros contratos asociativos,
- sucursales dedicadas.
Los VPU deberán tener por único y exclusivo objeto llevar a cabo un solo proyecto de inversión admitido en RIGI.
De aprobarse esta parte de la ley ómnibus, por vía reglamentaria se establecerá que se entiende por inversión mínima en las actividades que por ahora se consideran estratégicas que son:
- la tecnología,
- las relacionadas con la energía de cualquier fuente,
- minera,
- forestal,
- infraestructura
- agroindustria.
Esta lista se puede ampliar o recortar por vía reglamentaria.
La meta no declarada de la RIGI –y posiblemente su verdadero objeto– es el de facilitar la participación del capital extranjero o del capital argentino radicado en el extranjero, en el proceso de privatización que piensa lanzar el gobierno, ni bien considere que están dadas las condiciones. El papel decisivo que el proyecto le da al arbitraje internacional para que las empresas puedan solucionar sus diferencias contingentes con el gobierno argentino, sugiere –inequívoco– que si algún gobierno posterior considera leonina la gestión privada de esa actividad, se frene de actuar porque los intereses multinacionales resumidos en el arbitraje lo derrotarán.
La IED
La rememoración de la experiencia de los ’90 advierte el cuidado con que hay que tomar, desde el vamos, con la propia definición de inversión externa. El programa macroeconómico del gobierno, por llamarlo de alguna manera, tiene el objetivo alegado de manejar un proceso estanflacionario, neologismo compuesto cuyo prefijo es la apócope de estancamiento. Entonces, ¿podrán los incentivos estatales revivir una inversión que el retroceso del mercado desaconseja?. Salvo que la legislación genere islas de privilegio, no parece. El RIGI cumple aunque esa inversión no dignifique.
Cuando en los análisis relacionados entre en juego la llamada Inversión Extranjera Directa (IED, o FDI, por su sigla en inglés correspondiente a Foreign Direct investment) hay que andar con cuidado en el terreno de las definiciones. En el sistema de cuentas nacionales acordado internacionalmente, con el que la Argentina y el resto de los países registran la marcha del producto bruto para que este resulte comparable entre países, bajo la voz “inversión” se contabilizan los fondos destinados a la formación bruta de capital en la economía. Si hago una fábrica desde cero es inversión, si compro una hecha no. Se entiende: en el segundo caso hay una mera transferencia de activos de un agente a otro. Las voces inglesas greenfield y brownfield cosechan la diferencia. La primera remite a un fondo que crea una nueva capacidad productiva. Greenfield en inglés significa terreno virgen. Brownfield, significa en inglés antigua zona industrial y el brown (marrón en inglés) es por el óxido. Generalmente ocurre a partir de las llamadas Merger & Adquisition (fusiones y adquisiciones).
En cambio, el concepto de IED, tal cual se desprende de las sucesivas ediciones del Manual de Balanza de Pagos del FMI, con la cual los países miembros confeccionan sus cuentas externas, es una categoría de financiamiento internacional del balance de pagos. Ambos coinciden cuando se pone en marcha un nuevo emprendimiento con dólares traídos del exterior. Difieren cuando, por caso, un inversor extranjero compra una empresa localizada aquí; esto se registra como IED en el balance de pagos, dada su incidencia en la disponibilidad de dólares, pero no como en las cuentas nacionales. Lógico: la “inversión” no varió.
Más allá de lo molestos que resulten los malentendidos a los que lleva la singular definición de IED, no hay que perder de vista el uso extravagante que se hace del concepto en el debate público y publicado argentino. Por caso, sirvió para acusar a la política económica desenvuelta entre 2003 y 2015 de provocar un supuesto “aislamiento” internacional de la Argentina con respecto a la buena conexión lograda con la economía mundial en los ’90.
Dicho de forma estilizada, el argumento expresaba que en los ’90, la IED volcada en la Argentina explicaba el 15% del total regional y durante 2003-2015 no sobrepasó el 5%. Se procedía a la crítica ácida, en vez de felicitarnos porque, por un lado, los capitales golondrina no logran hacer verano por acá, evitando un futuro e indefectible ataque a la balanza de pagos cuando se alineen los planetas allí donde se habían asentado volátiles y, por el otro, porque ese 5% eran casi todos fierros (greenfield).
Al examinar las cifras de los ’90 sobre la base de las definiciones dadas resulta asombrosa, para decir lo menos, la debilidad argumentativa de los heraldos de esa IED de entonces y que ahora impulsan la RIGI. Los flujos acumulados en la Argentina de IED 1992-2001, según definición del FMI dan 78.709 millones de dólares. Pero lo único que puede ser tomado como inversión, strictu sensu, esto es fondos que crean capital nuevo, es el flujo acumulado correspondiente a aportes de capital de 21.888 millones de dólares. El resto fue privatizaciones.
Pero aún a este flujo acumulado debe descontársele la remisión de utilidades de 19.008 millones de dólares acumulada durante esa etapa. Resulta así que el saldo para la etapa fue de 2.880 millones de dólares, o sea el 3,6% de la primera cifra. Pero eso no es todo. Aún resta saber cuánto de ese magro fondo de 320 millones de dólares anuales fue financiado por el mercado de crédito doméstico. Algunos análisis hechos con la escasa y fragmentaria información disponible, indican que casi todo fue financiado por crédito nacional. En resumen, una imponente IED sin “inversión” extranjera.
No se está jugando con las palabras. Simplemente es una aplicación de las definiciones y una advertencia de que los heraldos de la hipótesis del “aislamiento” lo son también de un “ofertismo” muy particular: aquel que cree que para mejorar la atracción de la IED, a la que embellecen como si fueran nuevos emprendimientos, es menester bajar los costos, por ejemplo los salarios, en vez de aumentar las ventas internas. Entonces, marche una RIGI para estos días.
Esto se aclara con el descuento hecho más arriba sobre el monto invertido de las utilidades remitidas, lo que conduce directamente a examinar el fetichismo del acto de inversión. En efecto, dejando a un lado cualquier desajuste sectorial, lo que posibilita enderezar una fase en la que el poder de compra total de una economía es, en términos de valor, menor al producto bruto generado, no resulta de la compra de bienes de capital en lugar de bienes de consumo con un porcentaje del poder de compra existente, sino de la generación ex nihilo de un poder de compra suplementario para adquirir no importa que tipo de bienes. La clave del proceso está en que el ingreso sea adelantado, (por medio del crédito o el financiamiento del gasto público) siendo indiferente si se gasta en máquinas o en papas. La actividad económica resulta impulsada por el hecho de que se compra, no por una determinada calidad de compra llamada inversión.
De modo que, si por un lado crean poder de compra por 21.888 millones de dólares y por otro lado retiran 19.008, queda como estímulo la diferencia, y únicamente la diferencia, de 2.880 millones de dólares. Si a lo anterior le agregamos la baja de salarios, la pretensión de los heraldos es, entonces, doblemente absurda: más IED condicionada a menos poder de compra interno. Adiós a la coartada del embellecimiento. Aparece la cruda cara del ajuste y el financiamiento de los desequilibrios de la balanza de pagos por medio del endeudamiento externo que conlleva.
Las privatizaciones de los ’90 fueron exhibidas como el resultado de la gran confianza que al mundo de los negocios despertaba el gobierno de entonces. Y hacían flamear la bandera de la IED. Antes como ahora, se reputaba al gobierno ineficaz por naturaleza, incapaz de llevar adelante cualquier gestión productiva. La privatización además de deseable era inevitable para lograr la modernización de la Argentina.
Puede lucir irónico, y en cierta medida lo es, que las llamadas privatizaciones argentinas de los ‘90 en realidad fueron en lo principal traspasos, a título oneroso, de activos productivos manejados muy ineficientemente por el Estado argentino a manos de empresas pertenecientes a Estados extranjeros. El eufemismo de “privatizaciones” involucraba a YPF en manos de Repsol, una empresa estatal española. Petrobrás, del Estado brasileño, significó una importante porción del mercado de los hidrocarburos en la Argentina. El grueso del mercado telefónico se repartió entre Telefónica de España, una empresa estatal española, Telecom de Francia, una empresa estatal francesa y Stet, una empresa estatal italiana. Iberia, empresa estatal española de aviación, quedo a cargo de Aerolíneas Argentinas. Endesa, es una empresa estatal española de electricidad que se quedó con administración de una buena porción de la distribución eléctrica en la Argentina. No hay que descartar que el RIGI le depare el mismo destino al oficialismo libertario, tan indócil para la actividad estatal.
En el mismo momento en los ’90 que vino el auge de las privatizaciones, la inversión (la greenfield) estaba derrumbada y el desempleo de la fuerza de trabajo rondaba el 20%. ¿Por qué ahora con la macroeconomía de la estanflación y el RIGI se van a lograr resultados diferentes a los tan negativos de los ’90? No se ve cómo. Encima, si los tratados de inversión internacional hechos en los ’90, luego de la crisis de 2001 nos llenaron de fallos arbitrales adversos, pese al cúmulo de incumplimientos de las empresas que compraron las privatizaciones, con el RIGI esto se potenciará porque se busca darle más incumbencia a los tribunales arbitrales por aplacar la eventualidad de cualquier reclamo estatal.