La elección del mes que viene se define por miles de votos, con lo que los candidatos besan bebés y hacen actos muy locales.
El modelo de independencia de los países americanos parece -o nos parece- normal simplemente por costumbre y por escuela. Éramos parte de algún imperio, nos rebelamos, tratamos de seguir unidos, emitimos declaraciones y escribimos constituciones idealistas y avanzadas, caímos en anarquías y guerras civiles diversas, terminamos en mucho más que un país o dos, pasamos esas fases y aquí estamos. Pero en realidad, estas independencias son excepcionales en el marco global, lleno de naciones antiguas que fueron colonizadas por prepotentes -Afganistán, India, Vietnam, partes de China- a los que hubo que echar. En estos casos, era una suerte de vuelta a la normalidad, una restauración desde la cual construir una identidad moderna.
Hasta África es distinta, porque era escasa en naciones-estado e identidades por encima de lo lingüístico y tribal. El colonialismo creó “paquetes” étnicos dentro de fronteras que luego fueron nacionales, abrazando a gentes muy distintas, lo que explica que casi no haya un país por esos pagos que no tenga tres o más idiomas, además del europeo que le tocó. Otra enorme diferencia fue que los africanos, a la hora de libertarse, no tenían mucho pero tenían políticos.
Esto es lo que falta en la historia americana, cuyas revoluciones fueron hechas por caudillos, militares y abogados, no por políticos como los conocemos hoy. Y esto es lo que explica la enorme desconfianza del Estado norteamericano hacia sus propios ciudadanos, el temor constante a toda idea de expresión directa de abajo hacia arriba, la mano dura hacia la manifestación. Y el bizarro, elitista y complicado sistema electoral de Estados Unidos.
Los que fundaron ese país eran, en criollo, estancieros y abogados, la elite local que ya mandaba efectivamente en las trece colonias de arranque. Raro era el que no tenía esclavos, parte del paquete de estanciero, y escaso hasta la nada el que no desconfiaba de las masas. No eran particularmente jodidos, que al final era el siglo 18, el mundo era gobernado por aristócratas y el que supiera leer era un crack. Para más, en esto eran ingleses porque habían aprendido cómo tener un parlamento electo sólo por “gente de calidad”, o sea el arte de dejar afuera a la mayoría pero proclamarse democráticos y representativos.
La historia de la democracia en Estados Unidos es la de la lucha por ampliar el derecho al voto y los esfuerzos de derechas diversas por limitarlo, pelea que sigue hoy en día. Primero eran sólo los hombres blancos que supieran leer y tuvieran un mínimo de propiedad. Luego los inmigrantes nacionalizados, pero también sólo los considerados blancos, con un apartheid informal a todos los demás. Y al final, las mujeres, también blancas. Los años sesenta vieron la pelea por extender este derecho a los negros, a los que se mantenía afuera con el simple expediente de impedir que se anotaran .
Y ése es el detalle: para votar, hay que anotarse. El voto no es obligatorio y por lo tanto el Estado no te enrola automáticamente a los 16, como por aquí, ni hay amagues de multas para el que no vote.
Los republicanos, herederos de la línea derechista y elitista del país, hace rato concluyeron que entre menos gente vote, mejor para ellos. Los estados que gobiernan viven inventando problemas para anotarse, exigiendo documentos que no existen, trabando y demorando el conteo final… Y siempre con un ojo al verdadero mecanismo para controlar a los díscolos, el colegio electoral. Es que los ciudadanos que logran votar ponen un nombre en la boleta, pero en realidad le están dando el voto a un elector que elegirá ese candidato. Muchos candidatos, Hillary Clinton la última, ganaron tranquilos el voto popular pero perdieron la presidencia con este truco. Para mayor alegría republicana, el aparato les da más peso relativo a los Estados más rurales, menos urbanizados, más conservadores.
Esto explica que los candidatos para el voto del 5 de noviembre se hayan dedicado al poroteo fino, a la escala local, al acto, el beso de bebés y la aparición en el café de la esquina. La campaña se concentra en cinco estados que pueden ser los que definan en el colegio electoral, y esta definición se da por miles de votos, no por millones. Kamala Harris siguió más que nada atenta a la economía, consciente de que muchos todavía creen que Donald Trump, repugnante y todo, es “mejor” para el bolsillo. La vice sabe que está pagando la cuenta del presidente Joe Biden y su inflación, que manejó de modo brillante -sin recesión, sin pobreza avasallante, sin desempleo- pero sigue siendo inflación. Y, política experimentada, sabe que Estados Unidos es el último país donde que te digan comunista es peligroso. Nuestro Javier Milei imita en eso a Trump, pero acá no funciona.
Este viernes, la campaña demócrata anunció que va a usar su arma secreta, ese hombre llamado Barack Obama. Y lo va a usar para que bese más bebés, estreche más manos y calme al prójimo explicando que Harris no es, ni por asomo, socialista. Su sola presencia despeja una incógnita de la ecuación al recordarle a todos que ya hubo un presidente que no fuera blanco y que las cosas anduvieron bien.
El republicano, mientras, sigue haciendo actos con mejor custodia del Servicio Secreto. Ya volvió en pleno al registro que mejor maneja, el de afirmar que todo problema sublunar se arregla solo si él es presidente. Economía, guerra en Medio Oriente, Ucrania, China… su varita mágica lo arreglará todo porque con él nadie se mete. No es muy racional, pero Trump es el tipo más carismático de la política norteamericana desde el demócrata Franklin Delano Roosevelt.
Como se ve, una semana aburrida, de micromanagement, y con un gran misterio que perdura: es imposible medir el avance de nadie. Los números que definirán la elección son tan pequeños que caen plenamente en el margen de error.