El retorno de los bolcheviques

La incontinencia verbal de varios altos funcionarios del gobierno nacional marcha a la par de una liberalidad en materia de cuestiones históricas, políticas, sociales y culturales pocas veces vista. Seduce poner bajo la lupa ciertas intervenciones de la diputada Lilia Lemoine, por ejemplo, pero más interesante y productivo es concentrar la atención en otro leit motiv del oficialismo: el peligro comunista que no cesa.

Es inútil: por más esfuerzos que se hagan, el comunismo sigue avanzando de modo implacable y sin pausa. Por más que se lo señale con un índice rígido, o se lo desenmascare con asertos como los recientes del vocero presidencial Manuel Adorni, tautológicos hasta el vahído, sigue ampliando su radio de influencia. Dijo Adorni en una de sus habituales conferencias de prensa y para precisar mejor el término comunista, vocablo usual en boca de Javier Milei: “Es una descripción que hace el Presidente de determinados personajes; a mí por suerte no me llama comunista porque no lo soy”. Y luego, ante la requisitoria de la prensa destacada en Casa de Gobierno intentó salir del paso apelando al humor: “Me parece algo elemental –aseguró–, un periodista que es comunista es un comunista, y el que no, no es comunista. Y habrá periodistas ensobrados y otros que no lo son”.

Pero el comunismo, como es sabido a partir del discurso fundacional que a mediados de enero de 2024 pronunciara Milei en Davos, sigue vivito y coleando, con independencia de algunos hechos menores como la caída del Muro de Berlín en 1989 o la implosión de la URSS dos años después, entre otros. Y ahora esa línea argumental que defendió Adorni con tanto entusiasmo (y gran fundamento teórico, si alguien o algo resulta comunista porque el Presidente en esos términos lo describe) parece fortalecida por un episodio que aporta la historia, siempre pródiga al respecto, y que de paso arroja luz sobre aquello que parecía propio del pasado.

Casi al mismo tiempo en que el vocero presidencial aquí hablaba de comunistas y ensobrados, llegaba desde los EE.UU. la noticia de que según Amit Mehta, juez de distrito de Washington, la empresa Google “es un monopolio y actúa de manera de mantener ese monopolio”. Apenas transcurrido un año desde que se iniciara el caso, para Mehta habría pruebas suficientes como para asegurar que el más popular y usado de los buscadores (se estima que concentra algo así como el 90% de las búsquedas a nivel global, al tiempo que China sólo acumula menos del 2%) habría incurrido en prácticas condenables para impedir la entrada en el mercado de cualquier competidor potencial. Pero en apariencia el fallo no abrirá en los EE.UU. un debate a raíz del presunto credo comunista del juez Amit Mehta, sino en torno del maridaje del buscador Google con el navegador Chrome, predeterminado del sistema operativo Android que la empresa administra y ofrece a los productores de celulares. Y la empresa habría intentado posicionarse en iguales términos en otros sistemas operativos desplegando a tal efecto un comportamiento non sancto, el cual sería en primera instancia merecedor de la condena y de una multa todavía no determinada.

Aparentemente se habrían ventilado en la causa los inmensos recursos políticos, sociales y hasta culturales que manejan Google y un puñado de grandes corporaciones tecnológicas, así como también el acceso discrecional a un inagotable flujo de rentas monopólicas y la utilización de herramientas que exceden su campo específico para mantener esa posición privilegiada. Por añadidura, habría quedado claro que esas corporaciones dominantes en un mercado inaccesible para nuevos competidores titularizan un creciente poder capaz de cuadricular a los usuarios, hasta el punto de marginarlos total o parcialmente de insumos sin los cuales en la actualidad serían inconcebibles tanto la vida cotidiana como el despliegue de toda actividad productiva. Y algo más que remite a las raíces mismas de tanta supervivencia de la impronta comunista (según la ideología libertaria): hay quienes piensan que si la multa no alcanzara para disciplinar a la corporación sentada en el banquillo de los acusados, habría llegado el momento de plantear (a fin de inhibirla de persistir en prácticas anticompetitivas) su división en varias empresas.

El crecimiento de corporaciones como Google, más allá de su influencia decisiva en múltiples sentidos, se apoya entre otros factores en el escaso nivel de controles y regulaciones, circunstancia que ha llamado la atención de las autoridades en los países más desarrollados del planeta. Por supuesto que los voceros de las corporaciones argumentan todo lo contrario, y sostienen que soportan controles y regulaciones excesivas. Y cuando se menciona la posibilidad de promover la división en varias unidades de aquellas que incurren en conductas anticompetitivas la mirada retrocede hasta 1890, año en que se aprobó en los EE.UU. la Ley Sherman (Sherman Antitrust Act), que prohibió comportamientos contrarios a la competencia, pero dejando claro que habría inocencia en el monopolio legal, al tiempo que serían condenables los actos para mantener artificialmente ese monopolio o los contratos espurios para crearlo.

Uno de los casos paradigmáticos de sentencias por actividades monopólicas basadas en la tipificación aportada por la Ley Sherman es el de la Standard Oil. Esta corporación hidrocarburífera fundada en 1870 y presidida por su principal accionista, John D. Rockfeller (confeso enemigo de la competencia), realizó conductas comerciales indebidas que arrojaron a la quiebra a innumerables empresas del sector. Y si bien inicialmente los consumidores finales se vieron beneficiados, lo cierto es que abundaron las demandas de los damnificados hasta que en 1911 la Corte Suprema de los EE.UU. confirmó que la Standard Oil, aunque mimetizada en la Standard Oil Trust, se ajustaba a lo establecido por la Ley Sherman respecto de los monopolios ilegales, y ordenó que se dividiera en 34 empresas. Otro caso paradigmático, mucho después y retomando como anteriormente el campo de la industria tecnológica digital, ocurrió en 2001, cuando se apeló a la Ley Sherman para sancionar a Microsoft por su intento de monopolizar el mercado de navegadores.

Pero Javier Milei, según escribió y manifestó repetidamente, piensa que el origen de los monopolios radica en la existencia de un proceso competitivo con varios participantes donde “termina imponiéndose una sola empresa a fuerza de vender un mejor producto, un producto con mejor calidad y a mejor precio; entonces el punto es: ¿ese monopolio puede ser malo? ¿Cómo va a ser malo? En realidad es un benefactor social, si lo que logró es que todos tengamos un bien de mejor calidad y a mejor precio”. En otro orden sostiene Milei hasta el hartazgo, y simplificando abusivamente, que aparecen las voces de numerosos economistas que critican a los monopolios porque “ganan mucha plata”, sin advertir que esa plata puede ahorrarse, financiando por lo tanto la inversión “en otros lugares de la economía, y por ende estar creando trabajo en otros lugares de la economía”.

Curiosa mistificación de los procesos de concentración que se registran a nivel planetario y constituyen un creciente desafío a la gobernabilidad y a las relaciones internacionales, y no menos curiosa negación de los hechos concretos que requirieron, incluso vistos desde una perspectiva no comunista sino liberal, herramientas como la Ley Sherman y otras por el estilo. En esa normativa quedó clara una primera distinción (interesadamente ingenua, si se quiere) entre legalidad e ilegalidad de los monopolios resultantes del desenvolvimiento competitivo en el mercado, y también quedó clara la necesidad de un Estado (en las antípodas del comunismo, aunque intervencionista) atento al curso de los acontecimientos y regulador. Todo al revés de lo que postulan los libertarios argentinos puestos a imaginar inversiones de alto riesgo, por ejemplo, como sería un polo de Inteligencia Artificial en algún rincón de la estepa patagónica.

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