El presidente, que no ganó las elecciones parlamentarias, ahora quiere ganar tiempo y dividir a la izquierda. Y la ultraderecha, que al final salió tercera, quiere sacarse de encima Vichy, que es la gran mancha del partido. Todo el mundo sabe en Francia que los lepenistas reinvindican y reconocen su origen ideológico en el gobierno títere de los nazis. En una palabra, en un gobierno de traidores a la patria.
Emmanuel Macron, presidente de Francia con mandato hasta 2027, lo dijo y lo escribió: “Nadie ganó”. Que es una manera de decir, a su modo de Esfinge, que él no perdió. Las elecciones parlamentarias que terminaron el domingo 7 de julio dejaron a los franceses efectivamente sin gobierno. Contentos porque la derecha dura de Marine Le Pen quedó tercera, contentos porque Macron fue castigado y reducido a la segunda minoría, contentos porque la izquierda quedó primera con su Frente Popular. O, depende, indignados por esos mismos resultados.
La cosa es que Francia no tiene gobierno, y no está acostumbrada.
Macron, antes de irse a Washington a la reunión de la OTAN, les recomendó a sus compatriotas acostumbrarse a vivir como en Holanda o Italia, donde los empates a tres bandas son comunes y la falta de primer ministro no es crítica. El francés le rechazó la renuncia al actual premier, Gabriel Attal, y anunció lo más campante que se va “a tomar un tiempito” para formar una “unión de fuerzas republicanas”
Esto dejó con la boca abierta a más de uno, por el tupé de la idea. Macron, se sabe, se toma muy en serio que el presidente de la República Francesa es el heredero de los Borbones y los Bonapartes, tan en serio como se lo tomaba Charles De Gaulle. A esta postura imperial le suma un estilo propio de hacer lo que le parece sin mayores consultas. Por ejemplo, su primer ministro se enteró que había llamado a elecciones por los diarios. Literalmente.
Lo que está haciendo el presidente es tratar de romper el Frente Popular, intentando sumar a los moderados, los “republicanos”, a su bloque centrista. Es una maniobra jugada pero que sigue su política de poner al ala izquierda a la par de los lepenistas, allá afuera de lo tolerable. También es una vendetta contra Jean-Luc Mélenchon, el fundador de Francia Insumisa al que Macron detesta con pasión.
Mélenchon es un ex trostkista que hasta fue ministro en un gobierno socialista, y es hoy el más ardiente izquierdista de Francia. Fue lúcido en estas elecciones, impulsando la creación y conduciendo el Frente Popular a una victoria que lo dejo primus inter pares: con 75 bancas propias, Francia Insumisa es el mayor bloque del frente y despierta una pasión muy por encima de sus números electorales. Mélenchon es un orador ardiente y larguero, con conceptos que funcionaron muy bien, como saludar a la inmigración árabe y africana como una “criollización” de Francia, una chance de construir “un crisol de razas”. También es un duro partidario de los palestinos, cuya bandera ya se hizo común en los actos partidarios.
Ya de antes de esta campaña, Macron lo lanceaba apenas podía, le decía antisemita, irresponsable, revolucionario. Mélenchon no se quedaba atrás, diciendo que el presidente es una vergüenza y Francia “un ejemplo internacional de violencia policial”.
Cuando lo escuchó a Macron, Mélenchon le contestó en su estilo: “O nombra a uno de los nuestros como primer ministro, o renuncia”.
La pelea recién empieza.
Mientras tanto, en el lepenismo
La ultraderecha francesa realmente pensaba que iba a llegar al poder, con lo que esta semana tuvo días de esquizofrenia. Por un lado, había que festejar pasar de 85 a 125 bancas en la Asamblea Nacional, un récord y el mayor crecimiento de cualquier partido. Para mejor, el mapa electoral mostraba consistencia, con regiones del país que ya votan siempre al lepenismo y que esta vez se expandieron y profundizaron.
Pero 125 bancas no son ni ahí las 289 necesarias para tener la mayoría, con lo que hubo primero bronca y luego autocrítica. El primer griterío fue contra la “concertación” entre los demás para bajar candidatos perdedores y concentrar el voto anti lepenista. Luego, por supuesto, hubo todo tipo de conspiraciones en las redes, un clásico.
Esta semana, el líder y candidato frustrado a premier, Jordan Bardella, bajó una nueva línea. Cuando reunió al bloque para la foto, antes de tomar sus bancas, les pidió que “sean irreprochables”. Bardella estaba señalando dos cosas: que hay elecciones fuertes en 2027 y Marine Le Pen quiere ser presidenta, y que estas elecciones se perdieron en parte por varios papelones internos.
Es que el partido tuvo que dar de baja a una candidata que se hizo fotografiar con una gorra militar nazi, y más de uno se fue de boca en campaña, elogiando al gobierno de Vichy y sus políticas de campos de concentración para extranjeros. Vichy es la gran mancha del partido, porque todo el mundo sabe en Francia que los lepenistas reivindican y reconocen su origen ideológico en el gobierno títere de los nazis. En una palabra, en un gobierno de traidores a la patria.
Con lo que el partido se pasó estos años cultivando y buscando candidatos presentables. El problema es la falta de penetración territorial. Para ganar 289 bancas hacen falta 400 nombres en las boletas, y el lepenismo simplemente no los tiene. En más de una circunscripción, el candidato de este año era el único afiliado local, que resultó ser el loco del pueblo, el que todos saben que colecciona insignias nazis…
Para complicar la interna, no faltó una interna entre lepenistas duros y bardellistas. Los leales a Marine andaban preocupados por el ascendiente de su pollo, buen mozo y de apenas 28 años. Este fracaso electoral les dio munición para recortarle influencia, ponerlo “en su lugar”.
Y mientras no hay gobierno, los franceses perdieron los subsidios a las cuentas de luz y gas, que se dispararon, y vieron los precios de los alimentos subir un treinta por ciento en dos años. Y en euros.