En el discurso mileísta la tan usada palabra “libertad”, no es solamente presentada como oposición a “igualdad”. Todos los derechos sociales conquistados son presentados como privilegios y el lazo social entre individuos no es el de “cooperación” sino el de guerra, porque el otro constituye un obstáculo, un enemigo. El autor reivindica la fraternidad como concepto necesario para pensar una sociedad democrática hoy. La entiende como “la posibilidad de recuperar el lenguaje de lo común”.
A diferencia de Mauricio Macri, quien creía en la posibilidad de un gobierno de técnicos, libre de discursos y relatos, Milei y sus epígonos virtuales dan luchas culturales por otra libertad. Avivan de forma permanente el fuego de la ideología con términos como “casta”, “argentinos de bien” y “sacrificio”, ideas que fueron efectivas para ganar las últimas elecciones y que mantienen concentrado el poder en la figura presidencial.
Como se sabe, Milei hace de la idea de libertad el centro de un discurso gubernamental que gravita al menos sobre tres pivotes ideológicos de su concepción política y de sociedad. Éstos son: 1) un Estado mínimo y de seguridad, 2) un concepto de libertad cuyo eje es el individuo como propietario y 3) la voluntad de transformar -a través del chantaje social, pero con cierta efectividad ideológica- una tradición de derechos colectivos en el “privilegio de unos pocos”.
Hace unos días, en Instagram, Milei sintetizó esta idea: “Si tu derecho lo tiene que pagar otro, entonces no es un derecho. Es un privilegio”. La frase tramposa tiene el poder de simplificar en una consigna el estado de ánimo actual verificable en el amplio sector social que lo apoya, así como reducir la complejidad de la lógica social a la “casta”. Sin embargo la “casta” no es un actor social fijo ni termina en la frontera de “los políticos chorros”: su invocación obedece a una lógica política que consiste en identificar a una serie de enemigos según el criterio presidencial y el contexto. Este tipo de relación con los actores de la vida social argentina plantea con toda lógica la pregunta sobre las tendencias autoritarias del gobierno.
Valores y actitudes
En una edición anterior de “¿Y ahora qué?”, un texto de Rafael Prieto y otro de Guillermo Ariza llaman la atención sobre el lugar de las ideologías y sobre los actores que las movilizan en la escena contemporánea. Los dos aportes echan luz sobre una dimensión de nuestra vida social en la que es imprescindible seguir indagando, sobre todo en una época caracterizada como “post-verdad» y “post-ideológica” en la que solo quedarían ideologías débiles. Fuertes o débiles, lo cierto es las personas eligen y se movilizan por distintas visiones de mundo y sobre cómo quieren que sea ese mundo. En ese sentido las ideologías están entre nosotros y no flotan en el aire: son valores y actitudes que se hacen carne en prácticas, en instituciones y en discursos. ¿Acaso la idea de libertad, de Estado o de emprendedor, no movilizan a determinados sectores de la sociedad, interpelándolos?
Nos interesa centrar nuestra atención en los usos de la libertad que el gobierno de Milei motoriza y que funciona como contrapunto de la igualdad. Como muy bien se ha señalado, esto tiene una historia a partir de las revoluciones modernas, que abrieron nuevos horizontes políticos a través de ideas como libertad, igualdad y fraternidad, emblemas de la revolución francesa de 1789. En un nivel de generalización que es propio de las grandes ideas históricamente movilizadoras, esas consignas representaban las esperanzas y las ansiedades de esa época.
Para darnos una dimensión de las cosas, algunos años después, en el contexto revolucionario de estas tierras, Mariano Moreno traducía El contrato social de Rousseau. Paralelamente en Francia, Alexis de Tocqueville, el lúcido y pesimista aristócrata autor de La democracia en América, se lamentaba por los efectos sociales de la revolución en su país e insistía, en otro libro, en que “la culpa era de Rousseau”. La frase, que despierta una sonrisa del lector, básicamente venía a decir que las ideas de Rousseau de libertad, igualdad, voluntad general y soberanía popular habían conseguido penetrar en la sociedad francesa desatando el proceso de la revolución.
Esta breve digresión histórica nos sirve para echar luz sobre el hecho de que las ideologías tienen peso propio, inciden en los acontecimientos de la política e incluso tienen la capacidad de adelantarse a una época, movilizando a los actores que las ponen en marcha en determinados contextos. ¿O acaso libertad no fue la consigna que en la pandemia articuló a una parte de la oposición y de la ciudadanía en contra el gobierno de Alberto Fernández, y de la que luego Milei se logró apropiar? Así, Milei tradujo esa y otras ideas en consignas políticas, movilizándolas productivamente a su favor.
Nada demasiado nuevo
Lo que actualmente el gobierno de Javier Milei llama “la batalla cultural” contra progresistas, zurdos, kirchneristas y un largo etcétera, no es un invento autóctono ni reciente sino ya utilizado por Otto Von Bismarck, el canciller conservador alemán que logro unificar a Alemania en 1871 y que libraba batallas culturales contra los socialistas. La referencia no es anecdótica, dado que Milei, así como otros socios políticos suyos globales, libran batallas culturales contra el comunismo imaginario del siglo XXI. Cuando tratamos de comprender el nivel de las ideas y las ideologías, lo que también importa es cómo se usan.
Si para muchos hasta ahora Milei ha sido una sorpresa inexplicable del sistema político, una especie de anomalía que cuestiona las certezas sobre la democracia representativa, por qué no también entender su gobierno como el reflejo del estado de ánimo de una parte considerable de la sociedad. Esta parte de la sociedad es la que desea un país libre de políticos y de política desde una utopía libertaria que avanza sobre lo que es común. Sobre todo una parte de la sociedad votó a Milei para que no se hable más de política, para estar libres también de eso.
¿Qué significado adquiere esto en relación a lo que decíamos sobre las ideologías? Por un lado, que hay en la ideología libertaria la creencia de que la convivencia social y política puede reducirse a la interacción entre individuos privados, desposeídos de un vínculo social con el otro. El otro es un medio, un obstáculo, un competidor o un potencial enemigo. Porque cuando se enuncia la libertad individual parece darse por supuesto que todos somos libres de la misma manera o ejercemos la libertad en las mismas condiciones de igualdad. Incluso se presume que todos queremos o deseamos las mismas libertades. La vitalidad democrática consiste precisamente en la lucha entre diferentes visiones de ideas de libertad (o de cualquier otro valor), no en la imposición de una determinada y, podríamos denominar ajena. Esto es lo que en el lenguaje mileísta no existe, porque solo se admite una idea de libertad que se absolutiza y que debe imponerse al conjunto.
Milei y su gobierno desconectan la libertad de la igualdad. No es frecuente que el Presidente hable de igualdad con el mismo énfasis en que diariamente vitorea “¡Viva la libertad carajo!”, aunque habría que recordarle que la igualdad también se encuentra dentro de “los valores fundamentales de la civilización occidental”, como suele también repetir.
Sucede que hablar de igualdad implica dar cuenta de la democracia, ausente del discurso presidencial. Por supuesto no se trata de un simple olvido o de un descuido, porque la utopía mileísta de un Estado mínimo que sólo garantiza las condiciones individuales (seguridad para proteger la propiedad, antes que a las personas), contrasta con el horizonte igualitario de la vida democrática. Remite a condiciones predemocráticas, a una época en la que la organización política y social liberal no precisaba de la democracia. En la lucha contra la igualdad desde la cúpula del gobierno, pero también en franjas de la ciudadanía identificadas con su discurso, se reduce el ideario de la igualdad a los “privilegios”. Este ataque, que paradójicamente es un ataque al Estado desde el poder del Estado, sintetiza el clima de época. “Soy el topo que destruye el Estado desde adentro” dijo el Presidente. “Tenemos que achicar el Estado para recuperar nuestras libertades”, dijo su hermana.
Entre otras cosas, la exaltación de la libertad tiene como fin denigrar a la igualdad porque en la cruzada libertaria son vistos como antagónicos. Para el programa mileísta la igualdad se excluye de las condiciones de posibilidad de la política democrática porque en el repertorio libertario, igualdad es sinónimo de comunismo y socialismo. Hegel, el filósofo alemán de la modernidad, decía que una libertad absoluta sólo puede conducir al terror.
Recuperar la fraternidad
Frente a este panorama, nos gustaría recuperar la idea de fraternidad del intelectual catalán Antoni Domènech. En su libro El eclipse de la fraternidad, Domènech llama a la fraternidad “el tercer valor olvidado del republicanismo democrático contemporáneo”. A diferencia de las ideas de libertad y de igualdad, este autor llama la atención para decirnos que la fraternidad ha ido olvidándose, dejándose de lado con el tiempo.
En las democracias liberales del capitalismo actual han terminado predominando los otros dos valores. Como es posible observar en gran parte de las sociedades contemporáneas, se ha inclinado la balanza ideológica hacia un tipo de liberalismo que parece querer prescindir de la democracia. Domènech hace un intento por reponer el valor olvidado de la fraternidad en un mundo que ha ido perdiendo la capacidad de habitar el lenguaje de lo común, que nada tiene que ver con las fantasías comunistas o socialistas como las que brotan de la cabeza del presidente Milei. Estas fantasías no hacen más que traccionar la pasión por el resentimiento y agudizar la lucha entre los grupos sociales, inclusive muchas veces entre personas de la misma condición social.
Acaso la imaginación política -hoy más necesaria que nunca- en torno a la fraternidad tenga que ser planteado como un afecto capaz de movilizar otras pasiones políticas.