Los vectores que confluyen en el aliento al libertario son en extremo contradictorios entre sí, especialmente sobre el peso del Estado. Trump y Meloni quieren un Estado fuerte. Musk también, para que subsidie sus intereses. ¿Qué diría Fukuyama?
La investigación hecha por Facundo Selfeni acerca de las repercusiones en la redes de la alocución presidencial en Davos, publicada aquí mismo, muestra que fue el discurso “más visto de la presente edición del Foro Económico Mundial (World Economic Forum)”. Eso fue posible gracias al impulso a la difusión de la pieza oratoria dado por un conjunto variopinto de mentores de diversa laya y matices, igualados con el factor común del derechismo rancio. En el mecenazgo diestro se destacan los poderosos “Elon Musk, dueño de Tesla y Twitter; Donald Trump, ex presidente norteamericano; Giorgia Meloni, primera ministra de Italia; Vitalik Buterin, creador de Ethereum; y Santiago Abascal, líder de VOX”, consigna Selfeni.
Al desentrañar el factor común “derecha rancia”, se observa en este entrevero de intereses políticos y económicos que los vectores de fuerza que confluyen en el aliento al libertario son en extremo contradictorios entre sí, en cuanto al significado del Estado. Unos pretenden alienar su verdadero estatus para reforzar su incumbencia. Otros se enfervorizan, al igual que el primer magistrado libertario, en transformar al Leviatán en un cornalito.
Trump y Meloni son impensables sin un Estado fuerte que marque la cancha a los factores de la acumulación de capital y a la sociedad civil. Musk brega por más Estado para subsidios a la producción y menos para impuestos. Los chamanes de las criptomonedas sueñan con un orden político tipo feudal, porque si desparece el Estado (como pasó con el golpe letal propinado por los bárbaros al orden romano en el siglo V DC) desaparece la circulación monetaria centralizada y se desarma el espacio económico. Cada feudo se mueve de acuerdo al poder que lo maneja y con propia moneda de cambio. De última, no se trata de otra cosa que la competencia de monedas que proclama aquí y allá el libertario.
Fukuyama entra en escena
Francis Fukuyama ha desenvuelto en los últimos años unas categorías que aportan una interesante explicación del milagro de hacer operativo y políticamente funcional semejante suerte de oxímoron derechista. Es el politólogo norteamericano que se hizo célebre por recrear la tesis del filósofo alemán decimonónico G.W. F Hegel en el artículo “El fin de la historia y el último hombre” de 1989. Fukuyama se queja de que se generalizó una incorrecta interpretación de su enfoque. Quiso, dice, fundamentar la irreversibilidad del triunfo del sistema capitalista tras el fin del socialismo real y no que habían pasado al cajón de los recuerdos las disputas políticas entre países, como le reprochan sus críticos.
Malentendidos aparte, hace poco más de una década Fukuyama publicó dos ensayos, titulados respectivamente “ Los orígenes del orden político” y “Orden y decadencia de la política”. En el primero, un larguísimo recorrido histórico sirve para recordarle a Occidente que el orden político que proporciona la democracia liberal necesita un Estado fuerte, que exista al amparo del Estado de derecho y que sea transparente a partir de ser auditado, controlado y corregido en sus eventuales desbordes. La idea de adelgazar la cuenta de impuestos que paga la sociedad civil, es contra el orden político.
Justamente en “Orden y decadencia de la política”, también recorriendo la historia hasta nuestros días, toma la idea de debilitar al Estado como un síntoma inequívoco de la crisis a la que lleva la decadencia de la política a través de jugar el juego de la inanición del sector público. Es decir: en vez de árbitro, arbitrario en repartir subsidios, privilegios y canonjías, en una economía que siente fuerte la disminución en la demanda efectiva (y entonces en el crecimiento) del gasto estatal. Es clave para el crecimiento la legitimidad política del Estado. Esa legitimidad la genera en el ciudadano de a pie la creencia de que el Estado es parte de la solución y no es el problema, como decía a la inversa ese gran demagogo de la derecha que fue el POTUS Ronald Reagan.
Un par años atrás el politólogo norteamericano publicó el ensayo “El liberalismo y sus desencantados”, con el sugerente subtítulo de “Cómo defender y salvaguardar nuestras democracias liberales”. ¿Defenderlas de quién? De los ultras del liberalismo que quieren debilitar al Estado. En el primer capítulo de ese ensayo Fukuyama señala: “El período comprendido entre 1950 y la década de 1970 -lo que los franceses llamaron les trente glorieuses- fue (…) el del apogeo de la democracia liberal en el mundo desarrollado. No fue solamente un período de crecimiento económico, sino de creciente igualdad social”. Desde entonces y paulatinamente “los principios fundamentales del liberalismo han sido llevados al extremo (…) por partidarios de la derecha (…) Una de las ideas centrales del liberalismo es su valorización y protección de la autonomía individual (…) Para la derecha, la autonomía significaba sobre todo el derecho a comprar y vender libremente, sin interferencias del Estado. Esta idea, llevada al extremo, convirtió el liberalismo económico en «neoliberalismo» a finales del siglo XX, provocando desigualdades monstruosas”.
Identidad
Entre medio de estas obras, que Fukuyama escribió intentando entender cómo es que se estaba estropeando el orden político y exacerbando la decadencia de la política, editó el ensayo titulado “Identidad: la demanda de dignidad y las políticas del resentimiento”. Aquí es donde se encuentra la razón por la cual confluyen los que necesitan un Estado fuerte y los que quieren desplumarlo en medio del paisaje del orden político aterido por la decadencia de la política, que no logra revertirse porque se ve –de momento- que esa prominente coalición mayoritaria, que reúne a los desencantados con las experiencias neoliberales, no logra coagularse por los obstáculos con que se topa. Esos obstáculos son parte de otro análisis, pero que existen lo prueba la falta de una estrategia ofensiva de las grandes mayorías para arrinconar a la derecha reaccionaria.
Fukuyama juzga que “no podemos obviar la identidad o la política de la identidad (…) Este ideal moral nos dice que albergamos seres interiores auténticos a los que no se reconoce, y sugiere que la sociedad exterior es falsa y represiva. Centra nuestra demanda natural de reconocimiento de nuestra dignidad y nos ofrece un lenguaje para expresar el resentimiento que surge cuando no se recibe dicho reconocimiento”. Sin embargo advierte que “no es posible ni deseable que desaparezca la demanda de dignidad. Fue la chispa que encendió innumerables protestas populares”. Hay que encauzar la naturaleza humana y no fantasear con la imposible supresión. La prevalencia del Dr. Jekyll implica que Mr. Hyde está controlado, no que no existe más.
“Muchas democracias liberales modernas enfrentan el dilema de una elección. Han tenido que adaptarse a un rápido cambio económico y social y se han vuelto mucho más diversas como resultado de la globalización”, interpreta Fukuyama. A raíz de ese proceso deduce que es “algo que ha generado demandas de reconocimiento por parte de grupos hasta entonces invisibles para gran parte de la sociedad. Pero esto ha conllevado que los grupos desplazados perciban una disminución de estatus, lo que ha derivado en una política del resentimiento y en una reacción violenta. La regresión hacia identidades cada vez más estrechas amenaza la deliberación y la acción colectiva de la sociedad en su conjunto. En última instancia, al final de este camino hallaremos la ruptura del Estado y el fracaso”.
Pero como en el pecado está la virtud, Fukuyama alecciona que “si la lógica de la política de identidad es dividir a las sociedades en grupos cada vez más pequeños y egoístas, también es posible crear identidades más amplias e integradoras. (…) De modo que, si bien en el mundo moderno nunca abandonaremos por completo la política de la identidad, podemos dirigirla hacia formas más amplias de respeto mutuo por la dignidad que harán que la democracia funcione mejor”.
Para el mientras tanto, el politólogo norteamericano plantea: “El aumento de la política de la identidad en las democracias liberales modernas es una de las principales amenazas a las que se enfrentan, y, a menos que seamos capaces de volver a los significados universales de dignidad humana, estaremos condenados a prolongar el conflicto”. A tales amenazas Fukuyama las categoriza como “políticas del resentimiento” y explica su funcionamiento describiendo que “en una amplia variedad de casos, un líder político ha movilizado a sus seguidores en torno a la percepción de que la dignidad del grupo ha sido ofendida, desprestigiada o ignorada”.
Esto tiene toda la pinta de calzar -de la forma más adecuada- como explicación de la confluencia de contrarios en la difusión del discurso de Davos del libertario. Trump y Meloni abogan por recuperar un Estado que ha ofendido a sus ciudadanos por considerar únicamente los intereses de la élite. Musk y Buterin alientan que se esparza en la cultura la idea de que la dignidad robada se recupera si se pone tras las rejas de la pequeñez al Estado que se la robó. Se esperanzan así en que los ciudadanos voten sistemáticamente contra el alza de impuestos.
Para concluir que la degradación del sector público van viento en popa, se puede recordar que nada menos que Rishi Sunak, el primer ministro inglés, a principios de noviembre en una conferencia convocada por el gobierno británico para debatir sobre Inteligencia Artificial, a modo de presentador televisivo entrevistó en el escenario a Elon Musk. Y también que según estimaciones de la Cruz Roja hay unos 200 millones de seres humanos que viven bajo el control de grupos armados informales, o sea sin Estado.
Una revisión más cauta dice lo contrario. Trump, Brexit, Meloni por un lado, y Joe Biden, el propio degradado Sunak o el presidente francés Emmanuel Macron por el otro, y Putín no menos, al igual que el Brexit, indican que si la política del resentimiento por la identidad da cuenta de la conducta ciudadana, y que quien acierta con su manejo en las redes se queda con la piñata, la identidad nacional va ganado por lejos la partida. Y con ella, el tamaño e incumbencia del Estado.
El lamentable, anti económico e inhumano odio anti inmigrante estaría probando parte de ello. En todo caso, la prédica de las corporaciones multinacionales anti Estado es para que la identidad nacional les salga unos mangos menos, no para la imposible hazaña de suprimirla. Emma Tucker, la directora de The Wall Street Journal, entrevistada por la radio argentina a raíz de un reportaje que le hizo al Presidente libertario, al responder sobre la relación Milei-Trump dijo que “ambos son populistas, tienen experiencia en televisión, el pelo es muy importante, ambos utilizan las redes sociales para difundir sus mensajes, pero la filosofía económica del presidente Milei es muy diferente”. “Donald Trump es un proteccionista (…) Milei no es así, es proglobalización, está a favor del libre comercio”, en tanto “Trump ha cambiado al Partido Republicano y lo ha alejado mucho de sus raíces de libre mercado”.
¿Y la preponderancia dada al libertario en Davos entonces? Como lo que define el comportamiento racional de un Estado en la arena mundial es la persecución del interés nacional en términos de poder, darle manija al gobernante de un país que se tragó todos los anzuelos de la falsa conciencia del anti Estado hace a una política que, por definición, es de suma cero: lo que gana uno lo pierde el otro. Pérdidas y ganancias, siempre a metabolizar en el laborioso escenario de la preservación del equilibrio de poder mundial que no puede prescindir del mercantilismo pero no puede abusar de él.